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NARRATIVA

En el desconcertante sótano de la enfermedad

Begoña Huertas nos hizo el favor a sus lectores de poner el acento en lo que le resultó intelectualmente más perturbador: la enfermedad como pérdida repentina de la estabilidad del yo

Rubén A. Arribas 6/06/2023

<p><em>Jeanne (Mujer tumbada), 1901. / </em><strong>Pablo Picasso</strong></p>

Jeanne (Mujer tumbada), 1901. / Pablo Picasso

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I. El sabor metálico en el paladar. Los dedos de trapo. La abulia. La tristeza de quien se troncha de repente como un tallo podrido. La piel cuando desprende un perfume amargo a medicamentos. El estancamiento. Declinar. Ir a la deriva, quedar a merced de otros, dejarse hacer. Más que dolor, cansancio, mucho cansancio. Ojeras. Ternura. Fragilidad. El cuerpo como campo de maniobras de la medicina. El dinero y la enfermedad como temas incómodos para una conversación. Entregarse al impulso creativo y al amor como estrategias para convivir mejor con la muerte a diario. Escribir para ordenar el caos, para pensar de una manera más limpia. De estas cosas habla Begoña Huertas en El sótano (Anagrama, 2023), su novela póstuma.

II. “Si uno puede usar su cuerpo, lo que dice no importa”, escribió Ricardo Piglia en la última entrada de Los diarios de Emilio Renzi. A esa altura, el escritor y crítico argentino ya no podía vestirse ni desvestirse solo, y había pedido que le confeccionasen un par de túnicas para simplificar la tarea a quienes lo ayudaban. Todo había comenzado con los botones de una camisa blanca que no podía abrocharse; ese había sido el primer síntoma de la ELA, la enfermedad neurodegenerativa que trocó la imagen que él tenía de sí mismo: ya no era el hombre que solo escribía, sino un “papagayo en una jaula”.

Además, Piglia debió batallar durante meses contra su seguro médico para conseguir que este cubriese el coste de un tratamiento experimental más eficaz, pero cuya aplicación ascendía a 100.000 dólares por dosis. La cosa terminó en los tribunales, más de 125.000 firmas en una petición en change.org y montones de artículos en los diarios. Hablar de salud es también hablar de dinero.

III. La voz narradora de El sótano es una mujer que rememora su estancia en una clínica de lujo cuando tenía treinta y siete años para recuperarse de un cáncer. Bajo la alegre atmósfera de resort o spa del lugar –es posible tomarse un martini en la piscina mientras se espera el resultado de la última analítica–, se entrevé, sin embargo, un clima enrarecido. De hecho, la narradora nos habla de la soledad, del sentimiento de culpa por haber enfermado, de la sensación de disgregación del yo o de la muerte como un proceso biológico. Por eso mismo, por esa necesidad de cuidados físicos y mentales que tiene, llama tanto la atención que abandone la clínica debido a un episodio de violencia médica. A su doctora, en el fondo, le interesa más la enfermedad –conocerla, admirar su belleza, batallar con ella– que la persona enferma.

La narradora nos habla de la soledad, del sentimiento de culpa por haber enfermado, de la sensación de disgregación del yo

IV. “Los médicos necesitamos ojos para ver la humanidad y la dignidad de nuestros pacientes, y para evitar apartarnos del sufrimiento y de la angustia”, escribió Iona Heath en su ensayo Ayudar a morir (Katz, 2008). ¿Cómo se consiguen esos ojos? A esta doctora británica, habituada a comunicar la inminencia de la muerte a otras personas, leer a Samuel Beckett, Italo Calvino o John Berger la ayudaron a construir “un lenguaje de la muerte”, es decir, a encontrar las palabras adecuadas para mostrar humanidad y saber acompañar al prójimo en instantes así. “Necesitamos las palabras para tratar de minimizar la inevitable soledad del que muere”, escribió Heath. Poco hablamos de la literatura como manantial de la salud semántica comunitaria.

V. En su libro anterior, El desconcierto (:Rata_, 2017), Begoña Huertas reflexionó sobre lo que significó para ella convivir con un cáncer de colon y apéndice tan pertinaz que la obligó a pasar por varias cirugías y diversos tratamientos médicos. En vez de hablar de batallas que ganar en plan Rambo o convertirse en una peligrosa gurú del a-mí-me-funcionismo, Huertas nos hizo el favor a sus lectores de poner el acento en lo que le resultó intelectualmente más perturbador: la enfermedad como pérdida repentina de la estabilidad del yo. De entre las mutaciones que produce el cáncer, ella eligió estudiar esa: la identitaria. Y escribió sobre ella con enorme profundidad, precisión y agudeza.

VI. “Es difícil, o casi imposible, narrar la enfermedad 'en directo', porque mientras estás enfermo no es que estés a medio gas, es que estás a cero. Se escribe con el cuerpo, como observó Marguerite Duras, yo lo entendí muy bien entonces. A un lanzador de jabalina no le pedirías que hiciera un buen tiro mientras se recupera de una cirugía; pues lo mismo sucede con la escritura, porque cualquier actividad para la que se requiera un esfuerzo se trata de un esfuerzo físico. No existe un 'esfuerzo mental' al margen de lo físico. Esto se olvida. Yo lo olvido”, declaró Begoña Huertas en una entrevista para El Ministerio en 2018 a propósito de la publicación de El desconcierto.

Se escribe con el cuerpo, como observó Marguerite Duras, yo lo entendí muy bien entonces

VII. A finales del siglo XX, John Berger dijo que el capitalismo había deshumanizado la experiencia de la muerte. Esa fue la última de las doce tesis sobre la economía de los muertos que incluyó en Con la esperanza entre los dientes (Alfaguara, 1994). Según el escritor británico, el capitalismo, “esa forma moderna tan singular del egoísmo”, rompió la interdependencia entre quienes estamos vivos y quienes han muerto, y nos hace pensar en ellos como “los eliminados”, como si no formaran parte ya de nuestro colectivo y no tuviéramos nada que intercambiar con ellos. Se nos olvida a menudo, viene a decirnos Berger, pensarnos como posibles habitantes de esa vida salvaje de frontera que pueden significar muchas enfermedades.

VIII. En el ajedrez, “recuperar el equilibrio de la posición” es la constante, escribió Begoña Huertas en El desconcierto. Por eso, ante la dificultad de contestar a preguntas como quién soy o qué soy, se refugió en su juego favorito, pues veía en él “una forma ordenada de pensar” que la tranquilizaba y abría su pensamiento a estrategias de medio y largo plazo. De todos modos, y a tenor de su artículo sobre la partida Carlsen-Caruana, puede leerse su insistencia en lo ajedrecístico como una manera personal de combatir el aroma rancio, viejuno y machista de los clubes de ajedrez. Si algo le indignaba, era entrar en uno y que los hombres allí presentes la observasen “como los asiduos de un saloon del Medio Oeste mirarían a un forastero que acababa de atravesar las puertas batientes”.

IX. A Nacho Gallego (1971-2007) le diagnosticaron un cáncer testicular a los veinticuatro años, que reapareció de manera obstinada varias veces. Mientras atravesaba ese proceso, escribió una novela autoficcional y varias crónicas sobre sus viajes (Nicaragua, Argentina, Tailandia o India). Todo ello se publicó, de manera póstuma, como El lenguaje de las células (Caballo de Troya, 2010). En las primeras páginas, Gallego retoma la idea de Susan Sontag sobre la existencia de dos países –el de la gente sana y el de la gente enferma– y subraya que, si bien le parece una “metáfora lúcida”, la frontera entre ambos “no se trata de una barrera infranqueable”, pues “son comunes los viajeros que cruzan constantemente a uno y otro lado”.

Un poco más adelante, agrega: “Hay todavía demasiado misterio y falta de transparencia entre ambos mundos, algo que no se comprende, cuando la enfermedad es justamente la norma y no la excepción, como se nos ha enseñado desde que nacemos. Qué mejor manera para deshacer la mentira del país de los sanos que contando historias que nos prepararen para experimentar el viaje de la vida en todas sus dimensiones”.

X. En su lectura de El mar, el mar de Iris Murdoch, publicada en CTXT, Begoña Huertas nos presentó a la filósofa y novelista irlandesa como crítica con el matrimonio, pero a la vez como “una firme defensora del amor”. Releído este texto a la luz de El sótano, donde habla del trabajo creativo y del amor como dos tareas en que ocuparse a fondo mientras llega la muerte, cobra mayor relevancia este subrayado que eligió de Murdoch: “El amor es la comprensión extremadamente difícil de que algo distinto a uno mismo es real. El amor, como el arte y la moral, es el descubrimiento de la realidad”. A lo que Huertas acotó: “En definitiva, el amor es darse cuenta de que el otro existe”.

XI. Begoña Huertas (1965-2022) era doctora en Literatura y daba talleres de escritura. Además de los dos libros ya mencionados, escribió otros, como A tragos (Debate, 1996), Déjenme dormir en paz (Debate, 1998), Por eso envejecemos tan deprisa (Debate, 2001), En el fondo. Pide una copa, paga Proust (451 Editores, 2009) y Una noche en Amalfi (El Aleph, 2012). Quizá a esa retahíla habría que sumar “La novela que no escribí”, la colección de collages que cierran el El sótano y que suponen, como explicó Natalia Carrero en “Quedarse sin palabras”, un último gesto artístico para dar cuenta de que, por mucho esfuerzo que hagamos por entender “la decrepitud de la materia viva”, el lenguaje tiene sus limitaciones.

XII. Estar enfermo como quien está en pecado (ah, la culpa). El peso de la expectativa ajena. El sufrimiento por convertirse, sin haberlo pedido, en el recipiente del miedo ajeno. Fragilidad (mucha, por todas partes). Proximidad no quiere decir cercanía emocional. Hay días en que el yo duele y no hay inyección subcutánea de morfina ni parche de liberación lenta de fentanilo alguno que atenúe ese sufrimiento psíquico. La dulzura de rendirse ante lo inevitable. Somos un proceso, no un estado inmutable, y la vida nos empuja en la misma medida que la muerte nos arrastra. Cosas así dice, dijo, Begoña Huertas en su novela póstuma.

XIII. “Me acuerdo de Begoña Huertas casi cada día desde que leí El sótano”, escribió Andrea Toribio en su artículo a lo Georges Perec. Quizá no haya que decir mucho más, excepto que merece la pena volver cada tanto sobre las dos últimas frases del libro: “Después de todo, quiero hacerme entender. Esa manía, a lo mejor, soy yo”.

I. El sabor metálico en el paladar. Los dedos de trapo. La abulia. La tristeza de quien se troncha de repente como un tallo podrido. La piel cuando desprende un perfume amargo a medicamentos. El estancamiento. Declinar. Ir a la deriva, quedar a merced de otros, dejarse hacer. Más que dolor,...

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