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Pre-textos para pensar

Elogio al escritor y su cómplice

Los lectores somos amos de nuestro tiempo, seres humanos libres para cultivar ese afecto por los libros del que se privan quienes son esclavos de un trabajo carente de significado para sí mismos

Liliana David 5/01/2023

<p><em>Mujer leyendo.</em> Barbour, 1910. </p>

Mujer leyendo. Barbour, 1910. 

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Durante muchos años he albergado la idea de que los grandes escritores, desde su infancia, han sido precoces y avezados lectores. Su encuentro con la literatura, los libros, imagino que debió de realizarse en circunstancias únicas, en remotos tiempos en que no había ni televisión ni otras distracciones de naturaleza semejante, como las que, por el contrario, rodean hoy nuestra cotidianidad. Repentinamente, mi memoria trata de articular y recordar, en torno a esta idea que permea mi cabeza, aquellas palabras que escribió el poeta Novalis dirigiéndose a todo aquel que emprende el ritual iniciático, la aventura, la hazaña de escribir. Así que, para mayor precisión de mi recuerdo, busco entre los títulos de mi biblioteca el libro donde el autor describió las condiciones que, en su visión, son indispensables para que la imaginación del escritor se eleve: “El poeta necesita de una mente serena y atenta, ideas o inclinaciones que le alejen del ajetreo mundano y de asuntos mezquinos, una situación despreocupada, viajes, relaciones con hombres de toda condición, opiniones diversas, frivolidad, memoria, don de la palabra, ningún apego a una cosa determinada, ninguna pasión en su pleno sentido, una amplia susceptibilidad”. Desde luego, no he encontrado una descripción más idílica y exquisita respecto a este asunto que la escrita por el poeta romántico. Se trata de la aspiración con la que generalmente soñamos quienes nos adentramos en el universo de la escritura. Pero la realidad es que, si este fuese un formulario aplicable a pies juntillas como requisito necesario para escribir, o bien, si imaginamos por un momento a Novalis como reclutador del área de recursos literarios de una gran empresa llamada Mundo Editorial, les aseguro que no habría tantos escritores ni publicaciones. 

Aquel mundo de Novalis ya no es el nuestro, ni tampoco el de aquellos autores que han afrontado la proeza de escribir en medio de las peores condiciones, incluso en las más inhumanas, como han sido las guerras, las catástrofes naturales u otras tragedias nacidas de esa aplastante realidad que pesa tanto sobre el escritor-testigo. Pero ¿sería posible volver a ese estado de serenidad del que hablaba Novalis para crear otra poesía y literatura en nuestro tiempo? Temo responder que no. Por el contrario, ante la desgracia humana, escritores ejemplares han logrado reunir todas sus fuerzas y han hallado, pese a todo, las dosis necesarias de inspiración o indignación frente a un mundo colapsado que les obliga a dar su testimonio que, por otro lado, no oculta el sentimiento de rechazo ante la realidad, aunque sea imposible escapar en absoluto de ella. De hecho, conozco a algunos poetas que tienen más apego por el mundo y, en su inmensa mayoría, no desean abandonarlo; lejos de querer olvidarlo, sienten nostalgia, y esa nostalgia es también una fuerza creadora. Sobre todo, pienso en autores del siglo XX que tuvieron que confesar atroces verdades, enmascaradas en forma de ficción, para dar testimonio del paso del tiempo y la degradación, del sufrimiento humano desencadenado por la crisis y el caos. Y es precisamente, a esa caótica realidad a la que han sabido darle una bella forma para que su obra prevalezca y se eleve por encima de las potencias de la muerte y el olvido. Es así como esos escritores se convierten en grandes, son una fuente de aliento inagotable y, de algún modo, una brújula para quienes buscan abrirse hacia otra forma de valorar la vida y vivir en el mundo.

Muchas veces es en los libros de esos atormentados escritores donde, paradójicamente, encontramos los consejos, las pistas para saber vivir y, sin embargo, solemos ignorar todas las ocasiones en que sus obras nos advierten de los peligros a los que podemos enfrentarnos: los fuegos que aniquilan nuestros bosques; la avaricia que arrasa nuestra tierra. Y si en aquellas condiciones han escrito y escriben, ¿qué le queda, por otro lado, al lector de nuestro tiempo, cuyas condiciones de vida obstaculizan que las palabras del escritor, del poeta, del filósofo, penetren en su conciencia? Porque el lector juega un papel fundamental en el cumplimiento de la comprensión de lo escrito, del legado literario, ya que el discurso poético sólo se hace efectivo en el acto de leer; es decir, no existe si no es comprendido, si no se consigue la captación de su sentido. Ciertamente, como escribió Franz Kafka, el libro que leamos debería ser un hacha que rompa el mar de hielo que llevamos por dentro o nos despierte como lo haría un inesperado golpe en el cráneo. Cómo olvidar, en este sentido, lo que escribió Julio Cortázar en Rayuela acerca de la existencia de dos tipos de lectores; el primero de ellos, el que no pasará de las primeras páginas, rudamente perdido y escandalizado, maldiciendo lo que le costó el libro; y en el extremo opuesto, el lector cómplice, aquel que puede llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma. Algo de todo esto resuena a su vez en el pensamiento de Umberto Eco, quien sostiene que no se trata de escribir historias sin más, como lo haría el autor pragmático que tiene por lectores a los que buscan finales felices. El autor de Lector in fabula plantea más bien la necesidad de ir más allá de lo que complace al lector pragmático, aquel que con los libros se evade y huye de una realidad que juzga demasiado hostil. 

Sin embargo, tampoco se trata de padecer la afición a la lectura sumergiéndonos en obras que no ofrezcan consuelo alguno. Más bien, buscamos el equilibrio para convertirnos en lectores ideales, capaces de elaborar hipótesis que no sólo desentrañen las eventuales intenciones de un autor, sino que vayan descubriendo las posibilidades vitales que tiene un texto para quien lo lee; un lector en condiciones, pues, de pensar en lo que comprende gracias a la lectura. Pero ¿qué es lo que hay que comprender? Nada más y nada menos que lo que da sentido a nuestra existencia. Irónicamente, es una pequeña rata llamada Firmin, el memorable personaje creado por el escritor y poeta Sam Savage, la que nos recuerda la importancia crucial de la lectura, haciéndonos ver que el privilegio y la riqueza residen en el cumplimiento de nuestro superviviente deseo de lectura. Por ese motivo, los lectores seguimos siendo, en alguna medida, amos de nuestro tiempo, seres humanos libres para cultivar ese afecto por los libros del que, para su infortunio, se privan quienes son esclavos de un trabajo muchas veces carente de significado para sí mismos. Pero aún hay más revelaciones en la novela sobre aquella inolvidable rata culta: la inquieta búsqueda, el anhelo de ese entrañable protagonista por encontrar, entre un universo infinito de libros, un relato del que obtenga algunas respuestas valiosas: “¿Respuestas a qué? –nos interpela Firmin–. Bueno, sé que va a sonar estúpido decirlo, pero creo que aún andaba en busca del significado de mi ridícula vida”. Y es así que bajo esta expresión subyace la esencia de nuestras propias búsquedas, similares a las de un atípico roedor enfermo de “bibliobulimia”, o mejor dicho, con un hambre y pasión por la lectura, que suele llegar con la infancia, como un amor que se prolonga a través del tiempo y nos permite soñar con una belleza vivible en este mundo de carne y hueso. ¡Oh, soñar, imaginar! ¡Dos armas que todo lo transforman!, como también lo hacen esas dos figuras, protagonistas de una relación insólita: el lector y el escritor, a quienes brindo este elogio por su milagrosa existencia.

Durante muchos años he albergado la idea de que los grandes escritores, desde su infancia, han sido precoces y avezados lectores. Su encuentro con la literatura, los libros, imagino que debió de realizarse en circunstancias únicas, en remotos tiempos en que no había ni televisión ni otras distracciones de...

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Autora >

Liliana David

Periodista Cultural y Doctora en Filosofía por la Universidad Michoacana (UMSNH), en México. Su interés actual se centra en el estudio de las relaciones entre la literatura y la filosofía, así como la divulgación del pensamiento a través del periodismo.

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