Múltiples interpretaciones
¿Qué hacemos con ‘Madame Bovary’?
Censura, adulterio, misoginia
Beñat Sarasola 27/12/2022
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Cada año me toca enseñar Madame Bovary en una clase de la universidad para mayores, y no hay año que no suscite debates encendidos: se subraya la estupidez de ciertos personajes, el trágico final, el carácter extravagante de Emma. Hay opiniones para todos los gustos, lecturas de lo más dispares, y, a veces, uno puede llegar a pensar que a lo mejor se equivocó y debió mandar leer otra novela, quizás Mademoiselle de Maupin o La Petite Fadette. Hay quien tacha de calzonazos a Charles Bovary, otros se compadecen de él, algunos se enervan con el “histerismo” de Emma, otros (y otras) la ven, en el fondo, como una pobre víctima. ¿Qué tiene Madame Bovary para provocar juicios tan distintos? Ciertamente, no es la primera vez que se hace la pregunta, pero hoy en día tiene un acento diferente.
Es bien conocida la historia del proceso judicial al que fue sometida la novela (en realidad, el autor, el gerente de La Revue de Paris –León Laurent-Pichat– y el impresor Auguste Pillet). Los recelos ante la novela venían de antes; el propio Laurent-Pichat advirtió a Flaubert de lo problemático de algunos pasajes, como el famoso paseo en coche de Emma y León por Rouen, una de las escenas erótico-sexuales más emblemáticas de la historia de la literatura. Flaubert contestó al editor que “no iba a suprimir ni una coma (...) Cuestionas algunos detalles, y deberías cuestionar el conjunto. El elemento brutal [de la novela] es esencial, no accidental”. De modo que Flaubert, consciente de la repulsa que podría provocar la novela, asumió el riesgo y se enrocó. Comunicó a la revista que si así lo consideraban podían suspender la publicación de la obra, pero que él no iba a modificar nada. Los temores de los editores no eran infundados. En enero de 1857, unas semanas después del cruce de cartas entre Flaubert y Laurent-Pichat, los arriba mencionados fueron procesados por “ultraje a la moral y las buenas costumbres”. El fiscal del caso, Ernest Pinard (que también procesaría, unos meses después, a Las flores del mal de Charles Baudelaire) acusó a Madame Bovary, entre otras cosas, de hacer “poesía del adulterio” y mostrar, frente a ella, “las insulseces del matrimonio”. Es decir, acusaba a la novela de hacer apología del adulterio (y denostar el matrimonio), ya que en ella no había ningún elemento que censurara la actitud inmoral de Emma (inmoral desde el punto de vista de la moral reinante en la época). La defensa del abogado de Flaubert, Jules Senard, consistió en tratar de probar que la novela era, en el fondo, una novela moral. Según él, promovía la buena conducta mediante el “terror al vicio”. El lector podía ver con sus propios ojos las funestas consecuencias de la mala conducta de la protagonista, y de ahí concluir que había que reprobarla. En esencia, estaba disputando la interpretación de Pinard: aquel leía la novela como una apología del adulterio, y Senard, como una condena. Ni que decir tiene que Flaubert no compartía en absoluto esta lectura moral de su novela, pero lo cierto es que la estrategia de su abogado funcionó, y todos los encausados quedaron absueltos.
Los tiempos han cambiado y lo que entonces se veía como algo moralmente edificante actualmente se ve como pura misoginia
Obviamente, cuando debates sobre Madame Bovary hoy, nadie se escandaliza como lo hizo Pinard ni sigue su argumentación; sin embargo, la novela sigue siendo controvertida moralmente, y las interpretaciones que se hacen de ella siguen los mismos derroteros que los de Pinard y Senard (aunque las consideraciones morales de estas lecturas hayan cambiado). En esencia, algunos (y algunas) leen Madame Bovary como una despiadada condena de la mujer del siglo XIX y su comportamiento adúltero y caprichoso. Leen la novela como una historia misógina; en definitiva, la interpretan como lo hizo el abogado de Flaubert, solo que los tiempos han cambiado y lo que entonces se veía como algo moralmente edificante (como correctivo del comportamiento incorrecto de las mujeres) actualmente se ve como pura misoginia. Otras lecturas siguen más de cerca la lectura que hizo Pinard y señalan que en la novela en ningún momento se censura la actitud de Emma y que, por tanto, difícilmente puede decirse que condene el comportamiento adúltero y caprichoso de la mujer; más aún, Madame Bovary se lee como una reivindicación de la personalidad única y libre de Emma (por ejemplo, esta es la lectura que se defiende, en esencia, en el ya clásico La orgía perpetua de Mario Vargas Llosa). Obviamente, también se puede decir que la novela no hace una cosa ni otra, y existen otras lecturas posibles, pero diría que las líneas de interpretación más extendidas son esas dos.
Esta discusión es un buen ejemplo para apreciar la fundamental y profunda transformación social (y por tanto, también de la crítica literaria) que ha supuesto el feminismo en las últimas décadas. Siendo las dos lecturas dispares y esencialmente dependientes de las interpretaciones ofrecidas ya por Pinard y Senard en 1857, ambas están impregnadas, en la actualidad, por una sensibilidad feminista. Se podría decir que se ha dado una completa y feliz transvaloración: la lectura de Pinard, que era reprobatoria en el XIX, se ve ahora como una reivindicación de la independencia de la mujer; en el otro extremo, la lectura modélica de Senard se lee ahora como una apología de la misoginia.
Pero volviendo a la pregunta fundamental: ¿cómo podemos leer la novela? ¿Qué hacer con Madame Bovary? Los puntos esenciales para desentrañar la discusión tienen que ver con la valoración de la protagonista principal, Emma Rouault (después Bovary): su voluptuosidad, sus ensoñaciones literarias, su carácter voluble, su hastío, sus desmanes financieros, el rechazo que le produce su hija Berta, el suicidio. A menudo los lectores se preguntan: ¿qué nos quiere decir Flaubert? La respuesta es casi automática si nos fijamos solo en el autor; un hombre, blanco heterosexual y del siglo XIX (ni siquiera hace falta adentrarse en las cartas que escribió Flaubert a Louise Colet, en las que hay no pocos comentarios misóginos): está ridiculizando y censurando el comportamiento de las “volubles” mujeres del XIX. No obstante, siguiendo la razonable advertencia de los críticos del New Criticism cuando hablaron hace ya unas décadas de la “falacia intencional”, la pregunta más pertinente sería: ¿qué nos quiere decir la novela Madame Bovary? Y ahí, la verdad, la cosa se complica.
Mucho se ha hablado del estilo impersonal u objetivo de Flaubert. Según esta idea, Flaubert escribiría de tal forma que describe meramente hechos y personajes, y no da rienda suelta a un narrador-enjuiciador externo a la acción. En realidad, su escritura está lejos de ser ortodoxa en ese sentido y, de hecho, salta del punto de vista de un personaje a otro, y más que desarrollar un estilo impersonal, se adentra sigilosamente, mediante su magistral uso del estilo indirecto libre, en los múltiples caracteres que habitan la novela. Empieza (y acaba) la novela desde el punto de vista de Charles, y después se narra mayoritariamente desde la perspectiva de Emma, pero también miramos, en ocasiones, desde otros personajes secundarios. Ahora bien, es cierto, asimismo, que es complicado identificar claras “intrusiones autorales” que permitan evaluar de forma precisa a los personajes y a sus acciones (algo que echaba en falta, justamente, el fiscal Pinard).
El suicidio de Emma no viene dado por la vergüenza del adulterio, sino por el callejón sin salida financiero en el que se ha metido incitada por el comerciante Lheureux
Quizá el punto fundamental para debatir sobre el tratamiento del adulterio en la novela es el archiconocido final, en el que Emma se suicida tomando arsénico. Este hecho también ha sido interpretado de formas diferentes. Aquellos que advierten de la misoginia de la novela consideran que el autor decide terminar la novela castigando a la protagonista por su comportamiento inmoral. Sin embargo, esta lectura tiene un problema fundamental, y es que difícilmente puede establecerse el comportamiento adúltero como la causa de su suicidio. Este acto es el fin de una cadena de desgracias relacionadas con los problemas financieros. Al recibir la notificación del embargo de sus bienes, Emma acude a su antiguo amante Rodolphe como último recurso para tratar de evitar lo que parece inevitable. Le pide que le preste tres mil francos, pero Rodolphe le contesta que no los tiene y que nada puede hacer por ella. Es justo después de este pasaje cuando Emma acude corriendo a la farmacia, consigue la llave de la habitación donde se guarda el arsénico y “cogió el tarro azul, le arrancó el tapón, hundió en él la mano, y sacándola llena de un polvo blanco, se puso a comérselo allí mismo, sin pensárselo dos veces” (trad. Juan Bravo Castillo). Es decir, el suicidio no viene dado por el descubrimiento de su comportamiento adúltero (Charles lo descubrirá después de su muerte) o por la vergüenza o sentimiento de culpa que le carcome la conciencia, sino por el callejón sin salida financiero en el que se ha metido incitada por el comerciante Lheureux. Estos son los pensamientos de Emma unos minutos antes del fatal desenlace: “La locura se estaba apoderando de ella; sintió miedo y consiguió recobrarse, aunque tan solo de una forma confusa, porque lo cierto es que ni siquiera recordaba la causa del terrible estado en que se hallaba, es decir, su necesidad perentoria de dinero”. En ningún momento hay signos de arrepentimiento claros de Emma, más bien el alivio por el final de una vida llena de disgustos y tristezas.
No en vano, tal y como han apuntado algunas interesantes lecturas de la novela, la cuestión del adulterio es solo un síntoma de un sentimiento de hastío más profundo, que tiene que ver con la manifestación de una sensibilidad moderna en el contexto del desarrollo de la sociedad burguesa-capitalista. De alguna manera, encontramos ya en Emma ese spleen y ennui sobre el que poetizará magistralmente en esos mismos años Baudelaire (que fue, dicho sea de paso, un ávido lector de Madame Bovary). Recordemos únicamente un momento inicial de la novela para notar que la “dolencia del alma” de Emma es anterior a su matrimonio con Charles y sus devaneos adúlteros. Emma es internada a los trece años en un convento y, pese a que en un principio parece feliz rodeada de las “bondadosas monjitas”, su vida allí le resultará cada vez más insoportable, especialmente después de la muerte de su madre. Finalmente, su padre decide sacarla del convento y vuelve a su vida en el campo. Pero he aquí que allí también sentirá pronto los sinsabores de la insatisfacción:
“Cuando volvió a casa, al principio Emma le cogió el gusto a eso de mandar a los criados, pero pronto aborreció la vida en el campo y echó de menos el convento. En la época en que Charles vino a Les Bertaux por primera vez, ella se sentía muy desencantada, como quien no tiene ya nada que aprender de la vida, ni nada que sentir”.
El matrimonio y sus infidelidades son un episodio central en la cadena de insatisfacciones de Emma, pero no su causa ni el motivo del desenlace fatal de su vida; creo que no es exacto establecer una directa correlación entre el suicidio de Emma y su comportamiento “inmoral” y entender aquel como castigo.
Flaubert representa los lugares comunes burgueses de la época en el habla y los pensamientos de sus personajes, y solo una lectura demasiado superficial los podría leer de forma asertiva
Además de la interpretación de episodios concretos como el desenlace de la novela, convendría también ampliar la mirada y fijarnos en un elemento crucial del estilo de Flaubert, que inunda toda su obra (más allá de Madame Bovary), y que podríamos calificar simplemente como su “distancia irónica”. Es conocido que uno de los materiales fundamentales con los que trabajaba Flaubert eran los lugares comunes de la época, que fue recogiendo a lo largo de los años y fueron publicados póstumamente con el nombre Diccionario de ideas corrientes (actualmente, se suele publicar junto con Bouvard y Pécuchet, su inacabada novela en la que, precisamente, los protagonistas son dos burgueses con una constante tendencia al lugar común). Flaubert, pues, representa los lugares comunes burgueses de la época en el habla y los pensamientos de sus personajes, y solo una lectura demasiado superficial los podría leer de forma asertiva. Más bien, estos lugares comunes no hacen sino reproducir la estupidez de la moral burguesa (con el ejemplo más radical de los mencionados Bouvard y Pécuchet), pero sin introducir una instancia exterior que indique explícitamente su giro crítico, como podría ser, por ejemplo, un narrador totalmente fiable, a la manera de las narraciones tradicionales. Es labor del lector tomar esa distancia y esquivar una lectura demasiado inmediata. El personaje que quizás más claramente encarna en la novela el espíritu burgués es el señor Homais, el farmacéutico, entusiasta seguidor de las ideas ilustradas. Si hacemos un repaso general de todos los personajes de la novela, difícilmente encontramos a nadie que escape, de una forma u otra, a la estulticia burguesa, y casi es la propia señora Bovary, al fin y al cabo, el personaje más disculpable. Se subraya a menudo su trágico final y su vida desdichada, pero el final de su marido, Charles, no es mucho más dichoso que el de su mujer, y tampoco su peripecia vital, con sus repetidas desgracias (dos veces enviudado), su carácter subalterno y sus negligencias médicas empujadas por una excesiva y poco razonable (poco genuina, también) ambición. La ironía es aún más radical si nos damos cuenta de que es precisamente el señor Homais, personaje que puede resultar exasperante, quien sale mejor parado al final de la novela. Las últimas y sorprendentes líneas de Madame Bovary hacen emerger de nuevo la distancia irónica flaubertiana:
“Desde la muerte de Bovary han pasado ya tres médicos por Yonville, pero Homais se ha encargado de hacerles la vida tan imposible, que ninguno de ellos ha logrado echar raíces allí. El farmacéutico, por el contrario, goza en la actualidad de una gran clientela; las autoridades le consideran y la opinión pública le protege.
Acaban de condecorarle con la cruz de honor.”
Una de las grandezas del libro es que parece que Flaubert anticipó todas estas discusiones en torno a la moralidad
Una de las grandezas del libro es que parece que Flaubert anticipó todas estas discusiones en torno a la moralidad, y ya en la misma narración hay toda una línea que plantea la cuestión de la relación entre la literatura y la moral. Y una vez más, parece que lo más prudente es mirarlo desde cierta distancia irónica. Emma es una ávida lectora de novelas y, en principio, parece que es esta actividad una de las causas de sus desvaríos fantasiosos. Inspirada por Don Quijote de la Mancha, la novela se pregunta sobre la posibilidad de que la literatura o un cierto tipo de ella sea moralmente perniciosa y lleve al lector a corromperse. Se ha sugerido a menudo que es eso lo que sucede con Emma, debido a que lee folletines, pero lo cierto es que, para empezar, no lee únicamente narraciones folletinescas. Recomiendo en este punto las páginas que escribió Nora Catelli en Testimonios tangibles, que dan algunas importantes claves para una lectura más atenta de la cuestión. Catelli argumenta que Madame Bovary, más que mostrar lo perniciosas que eran esas novelas románticas que leían las mujeres, teje una forma de lectura femenina, que no se limita a ese tipo de lecturas y que leía toda la literatura “como si fuese una vasta novela romántica”. Es decir, el foco se desplaza de las obras a los modos de lectura. Es un modo de lectura degradado el que alimenta las fantasías de Emma. Como dice un pasaje de la novela, “leyó a Balzac y a George Sand tratando de satisfacer imaginariamente sus íntimos anhelos” (la cursiva es mía). La cuestión no es tanto que leyó a tal o cual autor, sino que lo hizo “tratando de”. Pero aún más sugestivamente, Catelli señala algo que suele pasar inadvertido; a saber, que igual que en la novela se representa una forma de lectura femenina degradada, también aparece otra forma de lectura masculina degradada (de Charles, Rodolphe, el cura) que es incluso “espiritualmente más pobre”. Al igual que poner el foco en Emma no debería ocultar la lectura de los personajes masculinos de la novela, la forma de lectura femenina de Emma no debería soslayar otras formas de lectura masculinas tan degradadas como aquella.
Uno de los pasajes más relevantes sobre la cuestión de la lectura y la moral es la discusión que tienen Homais y Abbé Bournisien, el cura de Yonville, sobre la conveniencia de que Emma vaya a ver la ópera Lucía de Lammermoor, que ha llegado a Rouen y en la que participará el ilustre tenor Lagardy. Homais, fiel a sus ideas ilustradas, sigue la máxima clásica del prodesse delectare y defiende que la buena literatura es “una verdadera escuela de moral y de diplomacia para el pueblo”. En contraste, el cura condena el teatro porque “engendra un cierto libertinaje de espíritu, además de provocar pensamientos deshonestos y tentaciones impuras”. Casi parece que Flaubert anticipara a Pinard en el papel del cura y a Senard en el papel de Homais. Me parece claro que la novela no se posiciona a favor de ninguna de las dos posturas; más bien toma distancia una vez más y observa el espectáculo humano desde esa mirada irónica. Tanto la lectura moralmente edificante de la literatura como la condenatoria parecen estar erradas en la aproximación del problema, de la misma forma que Pinard y Senard se equivocaban al situar a Madame Bovary dentro de la literatura degradante o dentro de la literatura virtuosa. Tal y como podemos ver la discusión entre Homais y el cura desde la distancia irónica, no es difícil imaginar a Flaubert con una sonrisa sardónica mientras escuchaba los argumentos de Pinard y Senard y se cuidaba de no sufrir otro ataque epiléptico. El radical escepticismo de Flaubert también puede trasladarse a esta cuestión y quizás sea más ajustado hablar de la escasa fe que tenía en las virtudes del ser humano, y por tanto, en la incapacidad de éste para emitir un juicio severo (sea condenatorio o virtuoso) sobre ninguna cuestión.
Cada año me toca enseñar Madame Bovary en una clase de la universidad para mayores, y no hay año que no suscite debates encendidos: se subraya la estupidez de ciertos personajes, el trágico final, el carácter extravagante de Emma. Hay opiniones para todos los gustos, lecturas de lo más dispares, y, a...
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