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El salón eléctrico

Vaticano ‘true crime’

Un viaje a través de las obras audiovisuales que han desenmascarado las conexiones de la Iglesia católica con diversos escándalos, tramas y organizaciones criminales

Pilar Ruiz 22/11/2022

<p>Una imagen de la serie documental 'La desaparición de Emmanuela Orlandi' (2022).</p>

Una imagen de la serie documental 'La desaparición de Emmanuela Orlandi' (2022).

Netflix

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“No dejes que tu mano izquierda sepa lo que hace la derecha” 

Mateo, capítulo 6, versículo 3.


Lupara bianca: en argot periodístico, el homicidio mafioso que no deja rastro.

Una niña ciudadana del Vaticano. Vive allí, junto a su familia, “servidores” (sic) del Estado Papal desde hace más de un siglo. ¿Qué estamos viendo, un thriller o una película de terror? Más bien lo segundo, incluso para quienes estamos familiarizados con el caso Orlandi. Y aunque, viviendo en Roma, recibiéramos queos desde el interior del mismísimo Vaticano –no revelaremos fuentes– sobre niñas desaparecidas intramuros antes de que Ratzinger, alias Benedicto EquisUvePalito, dimitiera.

Corría el año 2008 y los propios “vatican boys” susurraban que por allí rondaba una carpeta con información, tan, pero tan explosiva, que de hacerse pública podía acabar con la Santa Madre Iglesia. Lo cual era mucho decir, teniendo en cuenta la ferocidad de su sentido de supervivencia, porque luego vimos cómo resolvieron la misteriosa crisis: sacándose de la manga la “normalidad” de los dos papas –¿dos reyes?–. Genios.

A pesar de esa habilidad legendaria, tanto escandalito pasa factura, y una cosa es que en Los Simpson hagan chistes sobre el mal uso del “dejad que los niños se acerquen a mí” y otra muy distinta es La chica del Vaticano: la desaparición de Emmanuela Orlandi. Este documental seriado del género true crime da cuenta de la ferocidad señalada más arriba con pelos, señales, sotanas y alzacuellos. Bajo las mil cortinas de humo alentadas por los presuntos implicados, hasta la rocambolesca teoría del terrorismo internacional con Ali Agcha, su banda de ultraderechistas turcos y la KGB, lo único que queda prístino como una patena es la participación, ocultación y responsabilidad de la cúpula vaticana en la desaparición de la niña Orlandi. Que tampoco es poca cosa, oigan. Y que por ahí anda la mafia sí o sí: el capo de la Magliana enterrado en una iglesia del mismo Vaticano o la financiación del sindicato Solidaridad vía papa anticomunista. ¿Era el papa Juan Pablo II o El Padrino III? Perdón por la referencia cinéfila, ya que Wojtyla ha sido declarado santo por el actual presidente de la corporación. Por cierto, spoiler: aterrador ese Bergoglio espetándole de una manera muy jesuítica al hermano de la víctima que deje de buscar, porque la niña está muerta.

Una marea negra y tóxica se extiende por mucho que quieran alejar el barco. Lean si no Lujuria (2017), del periodista Emiliano Fittipaldi, un súper ventas con su libro anterior sobre las finanzas vaticanas: Avaricia (2015). Las olas de chapapote alcanzan al mundo entero, incluso al país más papista que el papa: España.

De escándalos de los llamados “menores”, como el expolio de bienes públicos merced a la ley de inmatriculaciones, nunca más se supo, que para eso están ahí los meapilas de siempre. 

Si a los defensores del pueblo les tiembla el pulso ante la magnitud del asunto, deberían llamar a la monja Meryl Streep de La duda (Shanley, 2008), con olfato de sabueso para cazar sotanasaurios de garras largas. La adaptación teatral tiene, además, enjundia y actrices excelsas (todas) junto a un Philip Seymour Hoffman que se marca, con la Streep, un increíble duelo de interpretación a la americana: puro Método.

Ha visto demasiadas veces al Diablo.

De la pederastia como esencia maligna capaz de pudrir todo lo que toca, ni los anglicanos se libran: impresionante el vicario David Tennant en la miniserie de Steven Moffatt, Desde Dentro (2022). Una intriga de las que agarran por el cuello –a veces demasiado forzada, rasgo del género– en un tour de force dramatúrgico apuntalado en Sherlock –elemental, tratándose de Moffat–, el Hannibal Lecter de El silencio de los corderos (Demme, 1991) y el curita cañón Montgomery Clift de Yo confieso (1953), porque mucho le debe el escocés Moffat al inglés Hitchcock; comparten un virtuosismo de suspense sádico más british que el doctor Who poniéndose ciego a pastel de riñones.

 

Monty sufriendo un montón.

Y si quieren darse una vuelta por el contexto histórico del caso Orlandi, vean El pacto entre mafia y Estado (Sabina Guzzanti, 2014), docudrama que repasa la inmensa tela de araña italiana: Cosa Nostra, asesinatos de Falcone y Borsellino, corrupción, atentados por todo el país, Totó Riina, Gladio, pentiti, Logia P2 y nostálgicos de Mussolini, boicots a la Unidad Antimafia con pruebas desaparecidas, jueces dando absoluciones mágicas, servicios secretos sirviendo a la mafia, ministros mintiendo descaradamente y señalando a jueces ¿para que sean asesinados? Como colofón, el pacto de no agresión de la mano del senador Marcello Dell’Utri, investigado por asociación mafiosa, paisano siciliano y secretario personal de, ¡sorpresa!, Silvio Berlusconi. De los vínculos entre Tangentópolis y Vaticano hay ejemplos: Guilio Lampada, un tipo en prisión por asociación mafiosa, sospechoso de ser capo de la Ndrangheta calabresa y que, según la fiscalía de Milán, gestionaba salas de juego –loable patronal– lavando dinero negro para corromper jueces, a los que pagaba servicios de prostitutas de lujo. Pues, en 2009, el Vaticano nombró a Lampada caballero de la orden de San Silvestre Papa con la firma de Tarcisio Bertone, el número dos vaticano solo por debajo de Ratzinger. Todo ello a palo seco, sin el glamur cinematográfico de Vito Corleone en El padrino III (1990), donde Coppola cuenta el secreto a voces del asesinato de Roberto Calvi, “el banquero de Dios”, y las oscuras finanzas de la Santa Sede.

Con su habitual hipocresía –“que tu mano izquierda, etc.”–, dándole la vuelta al Evangelio e incluso pasándoselo por la columnata de Bernini, el poder temporal de la Iglesia ha sabido surfear con habilidad entre tirios y troyanos, pero secretamente siempre ha estado con los tirios, porque los troyanos perdieron. Nada se mueve en Italia sin que pase por las redes de la mafia, pero lo mismo se podría decir de alguna otra asociación para delinquir. Porque sí que hay un Rey de Roma, una monarquía heredera directa de los emperadores romanos, hasta con los mismos títulos que el César ingeniero hacedor de puentes –Pontifex Maximus–. El territorio será pequeño por culpa del Risorgimento y Garibaldi –cómo le odian–, pero sus vasallos fieles están diseminados urbi et orbi. No hay que olvidar la influencia de la famosa diplomacia vaticana, metida en todos los saraos. Como la de un tal papa Pacelli AKA Pio XII, excomulgando comunistas (en 1948 estaban a punto de llegar al gobierno de Italia) y que hizo buenas migas con Mussolini, Franco y Hitler. Nunca condenó las leyes raciales ni la “solución final”. ¿Judíos? ¿Esos que salen como sayones en los pasos de semana santa? Pues las cositas claras o hacerse un Costa-Gavras en la extraordinaria Amén (2002). “El Vaticano no es la Iglesia; es un Estado, con todos los atributos de un Estado, la diplomacia, etc.” (Costa Gavras).

Desde entonces han sabido bandearse con mucha más ambigüedad –finezza–, algo que deberían imitar sus primos rusos ortodoxos ultranacionalistas y abiertamente antidemocráticos, como ese patriarca Kiril aficionado a los relojes caros y a darle ósculos a Putin.

Hombres disfrazados, iconos y misiles: le llamaban Trinidad.

Siempre con el poder para seguir siendo el poder: esa parece ser la única máxima de los servidores de Dios en la Tierra, sean mulás, lamas o cardenales. Resulta que la impunidad de ese poder y la omertá que impone indigna a los quejicas comecuras, y como algunos de estos hacen cine, se ponen a rodar pelis propagandistas, como la chilena El club (Larraín, 2015) o la francesa Gracias a Dios (Ozon, 2019), a pesar de las dificultades, como que Canal +, principal inversor, abandonara el proyecto de un día para otro y sin explicaciones. Lo normal. Y Hollywood está lleno de judíos sayones que hacen películas como Spotlight (McCarthy, 2015), dentro del subgénero cine sobre periodismo y con el equipo de investigación del Boston Globe como protagonista. En la línea de las series true crime como la de Orlandi, pero desplegando más investigación, medios y crudeza, está la apasionante The Keepers (White, 2017) o ¿quién mató a la hermana Cathy? En 1969, aparece asesinada una monja que podría haber denunciado los abusos sexuales cometidos por los curas de un colegio católico de Baltimore. Se trata de un crimen por resolver desde el punto de vista de las niñas violadas, ahora mujeres maduras, que buscan la verdad y reclaman justicia.

En España pasamos de los curas nacionalcatólicos como Balarrasa (Nieves Conde, 1951) y Molokai (Lucia, 1959), a las monjas lisérgicas de Entre Tinieblas (1988) y los curas violadores de La mala educación (2003) gracias a Pedro Almodóvar. Pero no se dejen engañar: son incontables los proyectos audiovisuales españoles y mucho españoles sobre casos de pederastia eclesial o el robo de niños de la ínclita Sor María que duermen el sueño de los Justos en el Purgatorio de los Guiones Inéditos Imposibles de Financiar. Por estas que son cruces.

Aquella “garganta profunda” de las interioridades vaticanas, al ser inquirido por quien esto firma sobre cómo podía mantener su vocación en el seno de la Iglesia a pesar de todo lo que decía –y pensaba–, contestó: “Si nos vamos los buenos, solo quedarían los malos”. Bendito sea.

“No dejes que tu mano izquierda sepa lo que hace la derecha” 

Mateo, capítulo 6, versículo 3.


Lupara bianca: en argot periodístico, el homicidio mafioso que no deja rastro.

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Autora >

Pilar Ruiz

Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).

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