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los poetas malditos (IV)

Verlaine: sueño de salvación

Relato de la “conversión” de Verlaine tras el amago de asesinato a Rimbaud

Mario Campaña 31/07/2022

<p>Fragmento del retrato de Paul Verlaine pintado por Eugène Carrière en 1890.</p>

Fragmento del retrato de Paul Verlaine pintado por Eugène Carrière en 1890.

Dominio Público

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En capítulos anteriores: el autor reconstruye imaginariamente la reunión entre los dos poetas, en la que Rimbaud le habría entregado a Verlaine el manuscrito de sus ‘Iluminaciones’ y la decisión de este último de acudir a dicho encuentro. También la convalecencia de Rimbaud tras ser herido por los disparos de Verlaine.

***

En algún momento el perseguidor le hace falta al perseguido. O habría que decir que en cierto momento el perseguido se convierte en perseguidor. Y el perseguidor en perseguido. Ahora lo sabe. El jueves pasado huyó de Rimbaud, de la buhardilla del número 8 de Great College Street, en Londres; embarcó hacia Amberes y llegó a Bruselas. Pero Rimbaud salió detrás y llegó a buscarle el lunes; sin embargo, el martes optó por abandonar la persecución y volver a París. Eso Paul no lo perdonó. El perseguido no puede aceptar la renuncia del perseguidor. Es una deshonra. Así que, convertido en perseguidor, corrió detrás de Rimbaud, con el revólver en el bolsillo. Después de los disparos, sin presa, sin el horizonte sangriento que le hacía respirar, Paul prefería estar muerto: rogó a Rimbaud que le volara los sesos, entregándole el arma, temblando, arrodillado. En verdad, lo que el perseguidor y el perseguido quieren es la fruición, la dialéctica en que parece consistir la vida: dominar y ser dominado, perseguir y ser perseguido, poseer y ser poseído.

Ahora Paul no opone resistencia alguna. Su descontrolada excitación comenzó a desvanecerse en cuanto escuchó al joven guardia pedirle el revólver con el que había disparado dos veces. El guardia, tomándole del brazo, señala con la mano izquierda el camino hacia la comisaría del Hôtel de Ville, ordenándole que lo acompañe. Rimbaud y la madre de Paul los siguen.

Eran las seis de la tarde. Mirando a la multitud que pululaba a su alrededor, a Paul, pese a su embriaguez, le empezaron a llegar lo que en ese momento reconoció como bruscas evidencias de la realidad. Pensó que ésta consiste en lo que no tenemos más remedio que acatar. Era el guardia que iba a su lado; también su madre, alarmada; y Rimbaud, que intentaba alejarse. En pocos minutos llegarían a la comisaría. La realidad no era el viaje a París o a Londres ni su muerte ni la de Rimbaud; ni siquiera el revólver que hiciera detonar hace poco. Todo eso era fantasía. Lo real era que llegaban a la Gran Plaza, caminaban por la rue de Hals, giraban a la derecha y avanzaban entre numerosas columnas hasta encontrar los cuatro o cinco escalones de la entrada a la comisaría.

Empezaron los protocolos, la solemnidad sumaria y pomposa. Declararon él, Rimbaud y madame Matilde Verlaine, testigo de un hecho de sangre. Al terminar los interrogatorios, el comisario dispuso que Paul fuera conducido a una celda. Dos guardias lo tomaron del brazo y lo sacaron del edificio. Rimbaud, que en la audiencia intentó defenderlo y se negó a acusarlo, le lanzó una mirada de pesadumbre. Madame Verlaine lo miró con piedad y miedo, y hasta quiso abrazarlo, pero los dos guardias no se detuvieron; Paul se sintió desorientado por un instante y después sincronizó sus pasos con los de ellos.

Lo primero que vio al entrar a su celda fue la ventana, situada en la parte más alta de la pared de enfrente. Las paredes habían sido blancas pero se encontraban oscurecidas en la parte inferior, sin que a ello se pudiera dar ninguna otra explicación que la acción de la mugre. En una cama vio a un hombre echado en posición aparatosa: un borracho. Intentando serenarse, se dijo que tal vez su madre, con la ayuda de Victor Hugo, pudiera conseguir que el encierro durara pocas horas. Al fin y al cabo los disparos y las persecuciones eran sólo alardes de un borracho ante un dilema de amor no resuelto, como los que quizá padeciera el pobre diablo que dormía a pocos metros de él.

Paul apartó la vista de la ventana y miró las dos camas, las dos mesas y las dos sillas que llenaban la celda. Se echó en el jergón y se rindió

Eran las nueve, la luz perdía su fuerza y se mostraba suspendida delante del rectángulo de la ventana. En un viaje sereno e inmóvil, la luz se transformaba desde el color pálido dorado hasta el cobre difuminado de los últimos instantes del día. Paul apartó la vista de la ventana y miró las dos camas, las dos mesas y las dos sillas que llenaban la celda. Se echó en el jergón y se rindió. No pudo seguir resistiendo la acometida de la culpa. La absenta, el diablo verde, no había terminado de evaporarse. El recuerdo de su madre, de Matilde y de su hijo George lo oprimía. El llanto estalló ruidosamente, confundiéndose con los ruidos de la plaza, los alaridos de alegría de los niños y las mujeres y los cantares de borrachos que atravesaban como pájaros las calles del verano.  

Al día siguiente, a primera hora, lo subieron a un coche metálico amarillo y negro y, después de un esforzado recorrido, llegaron a la prisión de Petit-Carmen, el antiguo convento de los Carmelitas. Enseguida le dieron una papeleta donde pudo leer la acusación que pesaba sobre él: intento de asesinato. Dentro la atmósfera era densa, cargada de electricidad, como en una tormenta invisible y silenciosa. Los pasillos fríos y alargados fueron mostrándole numerosas celdas vacías u ocupadas por cuerpos amontonados como guiñapos. Iba a tener compañía, sí. En el patio quiso conocerlos a todos. Le sorprendió encontrar tantos extranjeros. Después de los aborígenes belgas, los franceses eran los más numerosos, pero vio también muchos alemanes e italianos. Todos semejaban lo que eran: prontuariados, gente con informes preparados por celosos oficiales del Estado porque, dada su peligrosidad, sobre ellos era mejor saberlo todo. Él también era un prontuariado, un amotinado de la insurrección obrera de 1871. En París y en Londres varias veces tuvo la impresión de estar bajo vigilancia. Los agentes franceses encargados de espiar en Bélgica e Inglaterra a los comuneros y los republicanos en el exilio son numerosos, todo el mundo lo sabe. Su calidad de empleado del Ayuntamiento de París antes y durante la Comuna y su amistad con los exiliados en Londres, e incluso su participación en el Club de Estudios Sociales, pudieron haberlo convertido en un blanco fácil. Y aunque él no tenía el aire hosco y violento que desfiguraba el rostro de sus compañeros de prisión, estaba allí por un intento de asesinato, es decir, por la fatalidad de su corazón.

“El gusano está en el fruto”, se dijo. “Esa es la ley.” Él, que dócilmente sucumbiera siempre ante lo desconocido, que había abjurado y renegado de todo pensamiento, ahora carecía de argumentos ante la realidad que se le imponía. Su mirada recorrió el patio alargado de baldosas húmedas y bordeado de muros amarillos en que pululaban los reclusos. En el rincón un grupo pelaba patatas. Un guardia le ordenó que se sumara a ellos y ayudara.

Pronto el director le notificó que, gracias a las gestiones de su madre ante el procurador y a una carta de Victor Hugo, a quien él había escrito pidiendo socorro, le sería aplicado el régimen privilegiado que llamaban à la pistole, un sistema de pago: la comida y la bebida se la enviaría su madre. En su celda tendría un buen lecho y un sofá. Su vecino era un notario, con quien enseguida aprendió a comunicarse por golpes en la pared: ¡un alfabeto fonético!

¿Qué había hecho él con su juventud, con su vida? Los sueños de la Comuna, de la libertad y el amor terminaron del peor modo

Pero su consciencia moral hacía que lo embargara una sensación de acoso. ¿Qué había hecho él con su juventud, con su vida? Los sueños de la Comuna, de la libertad y el amor terminaron del peor modo. República o monarquía, qué más da; ambas impiden la libertad. Pensaba en Rimbaud. Ese Satán adolescente, el más bello de los ángeles y de los demonios, que lo arrastró a la locura. Soles negros y noches blancas. Quiso escribir relatos diabólicos. Los seres humanos han sido condenados a sufrimientos excesivos a causa del conflicto entre lo peor y lo mejor, de  sus pasiones, irredimibles y contradictorias por naturaleza. La virtud y el gozo no tendrían que ser opuestos. Oponer el bien al mal, la santidad al pecado, era fruto del cálculo y la cobardía. Cualquier mundo nuevo debía aspirar a la fusión de los Pecados Capitales y las Virtudes Teologales: solo así podría vivirse el amor universal, máxima aspiración de los humanos en la tierra. El paraíso no puede estar reservado solo a los cobardes, desgraciados o arrepentidos. Ahora él debía purgar una condena. Pero era Rimbaud, que caminaba con un cuchillo al cinto, el portador de la majestuosa y torrencial fuerza de la sangre y el crimen. Los dos cayeron bajo el hechizo del diablo. Todo acabó con los disparos. Ahora Rimbaud y él  tenían una cita en el infierno. 

Un mes más tarde fue transferido a la prisión de Mons, donde volvió a beneficiarse del régimen à la pistole: una celda más amplia, cuya puerta permanecía abierta de seis de la mañana a ocho de la tarde; un lecho grande, una buena biblioteca y visitas a los otros prisioneros. Su madre lo visitaba todos los jueves y domingos. Llegado el momento, aceptó sin maldecir la sentencia de dos años de prisión: en realidad, él merecía la horca. Si quería llegar a tener la estatura de su protector Victor Hugo debía dejar de ser un hombre que dilapidaba su vida y malgastaba su alma en horribles cabildeos con la muerte. Se entregó a la lectura, a Shakespeare y a las notas severas y luminosas del doctor Johnson.

Si fuera posible una transfusión salvadora, por la que su cuerpo y su alma pecadores recibieran el pan y la sangre de la pureza y éstos se expandieran dentro de él, se dijo, su vida quizá pudiera aún ser salvada. En cierta ocasión, encontrándose en un estado de profundo hastío, el sacerdote de la prisión le puso en las manos el Catecismo de perseverancia o exposición histórica, dogmática, moral, filosófica y social de la religión, del abate Gaume. Lo aceptó con aprendida humildad, pero con orgullo de literato, alguien que disfrutaba de la cocina del estilo; se dijo que no iba a gozar con la prosa plana de un párroco y fue directamente a las páginas dedicadas a la eucaristía. Se hundió en ellas con una confusa esperanza. Y en plena lectura experimentó el estremecimiento de la derrota; se supo un hombre vencido en una guerra extenuante. Esa misma noche, mientras cavilaba en su lecho, su mirada se detuvo en el Cristo que colgaba de la pared y fue presa de una gran agitación. Alguien con autoridad suprema lo levantó de la cama, lo suspendió en el aire y lo arrojó violentamente sobre el suelo, donde cayó de rodillas, desnudo. Rompió en sollozos. Y vio ante él a una hierática dama de aspecto monstruoso que le dijo: “Pobre combatiente, deja de buscar en vano la victoria, que solo te ofrece desdichas. Mi nombre es Promesa. Soy la oración. Soy la sabiduría”.

Cuando Paul alcanzó a ponerse de pie, murmuró: “Sí, Señora. Vos seréis la testigo”. No supo de dónde brotaron esas palabras, pero se oyó decir además: “La primera necesidad es el perdón”. Al amanecer, la dama había desaparecido.

Abandonó a los ‘profanos’; Shakespeare, a quien había llegado a conocer casi de memoria, fue dejado de lado. En su lugar, buscaba a los teólogos, y tuvo a Agustín de Hipona como un sublime congénere

En la mañana llamó al sacerdote. Le urgía una confesión. Hace falta una lucha denodada para que la pasión y la carne se transformen en algo que permita vivir, se dijo; se conviertan en fe, palabra, espíritu. Y llegar así a Dios. Los falsos días hermosos, las viejas alegrías y las viejas desgracias debían de ser admitidas, sí, pero ahora era tiempo de transfiguración. La confesión fue larga, dominada por las insensateces a que lo llevara su inagotable sensualidad. Luego, pidió la comunión, la eucaristía salvadora. Siguiendo el consejo de su director espiritual, se consagró denodadamente a la lectura y las Escritura. Abandonó a los ‘profanos’; Shakespeare, a quien había llegado a conocer casi de memoria, fue dejado de lado. En su lugar, buscaba a los teólogos, y tuvo a Agustín de Hipona como un sublime congénere, a causa de las Confesiones. En cuanto al libro que ideaba, sería el propio de un hombre que ha alcanzado un sacramento.  Era consciente de que su juventud había sido alimentada por “doctrinas salvajes” y que “este siglo tiene un cielo tan trágico que los naufragios / están escritos con anticipación”.      

Salió feliz de la prisión, su castillo, en cuyas celdas y sendero había recorrido un precioso camino que lleva de la ardorosa contradicción y la guerra a la sencillez y la humildad, al reposo. De todo quedaba un registro en sus versos, en “Crimen amoris” y Sabiduría.

En Francia había desaparecido la tentación de la monarquía y ganaba adeptos la nueva República. Aún pensaba en su mujer, y en Rimbaud. Le esperaban arduas decisiones. Renunciaba a la pasión. Acaso la llaneza de Shakespeare, que tan íntimamente conociera en estos años, le había ayudado a concebir una nueva prosodia para la poesía. Está convencido de que esta, y la fe, serían suficientes para su vida. 

 

 

En capítulos anteriores: el autor reconstruye imaginariamente la reunión entre los dos poetas, en la que Rimbaud le habría entregado a Verlaine el manuscrito de sus...

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Mario Campaña

Nacido en Guayaquil (Ecuador) en 1959. Es poeta y ensayista. Colaborador en revistas y suplementos literarios de Ecuador, Venezuela, México, Argentina, Estados Unidos, Francia y España, dirige la revista de cultura latinoamericana Guaraguao, pero reside en Barcelona desde 1992.

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