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Querida comunidad de CTXT:
La última vez que les remití una de mis misivas, lo hice apenas en calidad de colaboradora externa de este medio. Lo recuerdo bien, sin necesidad siquiera de consultarlo. Corría el tedioso mes de enero, el frío apretaba, los días eran cortos y la revista acababa de cumplir siete años. En estos escasos meses han sucedido cositas, por definirlo de algún modo. La primavera ha empezado a alargar los días y menguar las sombras, he estrenado al fin la manga corta, tuve que pedir una receta de antihistamínicos –mantengo cada año la absurda esperanza de experimentar una remisión espontánea de mi alergia, que sin embargo nunca llega–. A poco más de tres mil kilómetros de aquí, una guerra espantosa comenzó. Mientras, dentro de nuestras fronteras, creímos que por fin empezábamos a ganar otra cruel batalla –la que llevamos más de dos años sosteniendo contra el bicho–. Y también ocurrió que me incorporé –para sorpresa de todos, pero muy especialmente la mía– a la redacción de CTXT como una trabajadora más.
Están siendo unos meses intensos. No es la primera vez en mi vida que tengo la ocasión y la tarea de ponerme a aprender un oficio desde cero. Para los millennials, precarizados hasta la extenuación y el absurdo, la mía es, de hecho, una situación muy familiar. Cuántas veces hemos ido rebotando de un trabajo a otro, de la oficina del SEPE a la de la ETT que nos consiguió unas horillas haciendo no sé qué chorrada infrapagada, cuántos de nosotros hemos pasado de (mal)vivir de la caridad de la familia a montarnos en un avión con solo billete de ida para aterrizar en algún país europeo donde las vacas se criasen un poco más gordas.
Sin embargo, sí es la primera vez en mi vida que tengo la oportunidad de trabajar en un negocio en el que las cosas se hacen bien, sin prisa, con mimo. No deja de ser un shock del que tengo que reponerme a diario. Aquí parecen estar más pendientes del resultado que del tiempo invertido en conseguirlo. Y con más afán por contar la verdad –o alguna de las múltiples aristas de la verdad– que por conseguir clicks. CTXT es un poco como esos jubilados que plantan flores y lechugas para consumo propio en su huertito, y las van regando y abonando con cuidado y paciencia para que crezcan sanas, hermosas y a su ritmo.
Me gusta pensar que en este escaso tiempo he aprendido algunas cosas, o al menos estoy tratando de quitarme las viejas costumbres y aprender nuevos hábitos. A intentar ser tan rigurosa como pueda en mi trabajo, a fijarme con calma en los detalles que suelen pasar inadvertidos, o incluso en ocasiones a comprobar varias veces quién es el fulano que ha escrito no sé qué monserga que tiene pinta de ser alguna suerte de publicidad encubierta (y, efectivamente, lo es).
La publicidad es otra cosa de la que también quería yo hablarles. Ahora que tengo acceso a los entresijos del negocio, me quedo loca, si me permiten la expresión, cuando veo cuánto se puede llegar a pagar por insertar un anuncio en una web. Pero por qué no tenemos la portada bien petada de publi, me digo a veces. De cuántos apuros nos sacaría un buen banner desplegable, de esos que ocupan toda la página durante unos segundos con un anuncio de automóviles, como hacen otros medios. ¡No tendríamos que volver a mendigarles dinero para nuestras cosas a través de las redes sociales! ¡Incluso podríamos pimplarnos un fastuoso daiquiri con sombrillita mientras editamos los artículos que nos llegan! Pero, claro, y aquí está el meollo de la cuestión: si algo he asimilado durante mis años de transitar por trabajos precarios y sufrir toda suerte de vejaciones laborales, es que el que paga manda. Siempre. Los anunciantes no solo pagan por un hueco en la web para insertar ahí su banner. Tengo la sospecha de que, probablemente, el banner es lo que menos les importa. Por lo que el anunciante afloja la mosca, sobre todo, es por poder dictarle al medio la línea editorial que ha de seguir. Compran el derecho a vetar unos temas o promover otros. Pueden lograr (¡y de hecho lo hacen!) el despido de un periodista, o el ascenso de otro más afín a sus intereses. Por el precio de una campaña, obtienen, quizá, el privilegio de llamar a la directora de un periódico a cualquier hora del día o de la noche y pedirle explicaciones por algo que se publicó y no les gustó demasiado.
Ni por un minuto se me ha olvidado que soy –lo sigo siendo– niñera, y en realidad no tengo ni idea de periodismo. De momento, con ir apañándome por la redacción sin pifiarla demasiado, tengo suficiente para pasar la mañana bien entretenida. Pero incluso sin tener ni idea, es fácil comprender algunas cuestiones que, no por ser auténticas perogrulladas, me voy a ahorrar exponer aquí.
El pasado 3 de mayo se celebró el Día Mundial de la Libertad de Prensa. La libertad de los medios de comunicación está recogida en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, así de importante es. Los medios de comunicación lo permean todo. Incluso si uno toma la radical decisión de, por poner un ejemplo, abandonar su televisor en un punto limpio y no sintonizar Antena 3 nunca más, las cosas que se dicen en Antena 3 terminarán calando igualmente en su vida como calan en nuestra ropa las tormentas primaverales que nos pillan desprevenidos por la calle. Porque también ven Antena 3 nuestro jefe, nuestro casero, aquel profe de la universidad que nos impidió sacar su asignatura porque estábamos trabajando por las tardes, o nuestro vecino que opina que los inmigrantes y las mujeres tienen demasiadosderechos. Todos ven Antena 3, y Telecinco, y algunos leen OkDiario, o se tragan y reenvían esos bulos y memes pixelados por Whatsapp. Y sin embargo, esa línea editorial de los principales medios de comunicación –a cuya decisiva influencia no podemos sustraernos de modo alguno– no nace por lo general de ninguna ideología muy sofisticada, de una ética personal bien trabajada, o de las convicciones y principios más profundos de los directores y jefes de redacción. Nace, pura y simplemente, de la necesidad de contentar a los anunciantes, que a su vez no tienen más brújula moral que la de hacer dinero. Los patrocinadores tolerarán que se hable de ciertos temas peliagudos –como los derechos LGBTI, el feminismo o la exhibición de la certeza de que se está produciendo un cambio climático de origen antropogénico– siempre y cuando su contable les comunique que aquello no está perjudicando a la cuenta de resultados. Es ahí, y solo ahí, dónde se traza la línea. Ni siquiera en las democracias más avanzadas la prensa podrá ser realmente libre mientras siga supeditada a los ominosos intereses del mercado, amigos.
En cuanto a mí, estoy muy contenta de trabajar y poder aprender de un medio que solo rinde cuentas a sus suscriptores. No se dejan temas en la nevera por miedo a ofender a tal o cual empresa. Tampoco se dejan de lado asuntos poco atractivos, de esos que apenas apenas dan clicks. Es un modo hermoso y humano de entender el periodismo, creo.
Así que, querida suscriptora, querido suscriptor que con su apoyo hace posible que esto exista: gracias. Sin esta aportación mensual o anual, no nos quedaría más remedio que cerrar, porque en ningún caso vamos a permitir que otros vengan a imponernos su línea editorial y decirnos qué pensar. Ojalá nos sigamos viendo por aquí por mucho tiempo más. Un abrazo,
Adriana T.
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La última vez que les remití una de mis misivas, lo hice apenas en calidad de colaboradora externa de este medio. Lo recuerdo bien, sin necesidad siquiera de consultarlo. Corría el tedioso mes de enero, el frío apretaba, los días eran cortos y la revista acababa de cumplir siete...
Autora >
Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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