El sexo del islam
¡Todas somos La Virgen!
La virginidad de María, que el catolicismo sitúa en un lugar inaccesible para los mortales, se convierte en el principio que rige la vida moral sexual de la mujer en la doctrina islámica
Karima Ziali 30/04/2022
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Semana Santa, la semana de la fe a cuestas. La semana del fervor, del amor exaltado, elevado a su potencia más elevada. La semana de la exhibición del cuerpo virgen, de la “guapa, guapa, guapa” tal y como alaban a la Aurora que nos observa desde su rostro esférico, blanco, de labios finos como hebras de azafrán dibujados en un rostro que parece pasmado. Es una devoción desprovista de cuerpo a pesar de que sea un cuerpo el que se carga sobre los hombros, aparece ligero e ingrávido en las alturas.
La Virgen, un cuerpo que transita las calles presas de un sentimiento compartido, un cuerpo que ilumina a todo el mundo y en ese acto se consume infatigable como una vela. La Virgen es un cuerpo mártir, un cuerpo que se inmola para el regodeo de sus espectadores. La Virgen como todas las vírgenes se dibuja como inalcanzable, porque su renuncia representa la distancia infinita respecto a todos los mortales.
En su limpieza de espíritu intervienen inversiones de todo tipo, desde la fuerza brava e incondicional de los costaleros hasta los billetes bendecidos por el Estado (a)confesional. Esta Virgen es la Virgen universal a la que cedemos nuestro mundo más viejo. A cada avance en procesión, ella absorbe debajo de su manto nuestra tajada de miedo que se guarda a buen recaudo, que llega intacto como su cuerpo, al interior del gran templo del miedo. Cada vez que la Virgen entra en la Iglesia después de su paseo, entra con ella el pavor, la desazón, el temor; sentimientos que transpira la humanidad apretada en tropel. Bajo su manto, lo más humano se introduce en la Iglesia en un gesto mágico. El juego es sencillo: si no vamos a la Iglesia, la Iglesia viene a nosotros; si no le entregamos nuestro miedo, la Iglesia se encarga de recogerlo en la calle, de absorberlo bajo la atenta vigilancia de la Virgen, eterna madre intocable. Nada más simple que jugar al juego de los invisibles. La virginidad al servicio del miedo.
María, virgen para siempre
La Virgen de todos los tiempos, María, la madre de todos los hombres. Es la mujer por antonomasia por ser madre de un varón, pero no de cualquier varón, sino del ungido, del excelso, del elegido entre todos los hombres. La Virgen con las otras mujeres en todo caso se hermana, pero no se eleva sino con su hijo. María es sobre todo madre del Hombre.
Allá por el 431 d.C. se selló su virginidad en el Concilio de Éfeso. Así se dio fe y se asentó una autoridad. María se convirtió en una forma de legitimar el cuerpo intacto. La Virginidad Perpetua de María como uno de los cuatro dogmas marianos de la Iglesia: siempre virgen, antes, durante y después del parto. María representa un cuerpo que alumbra pero que no ha sido penetrado. María es elevada a un rango al que muy pocas mujeres pueden acceder de la mano de la Iglesia. María católica, la mujer definida y redefinida por los hombres de la Iglesia, es etérea y no pertenece a este mundo. O más bien, el mundo pertenece a las mujeres como María, porque es inaccesible a la materia mundana y sucia. Esta es La Mujer que aún en el acto más visceral como es parir, se mantiene limpia, sin mancha alguna, pulcra incluso en sus gestos. María pare sin sangre, como si de ella emanaran nubes azul celeste en lugar de placenta y fluidos. Su dolor y su esfuerzo son sublimados hasta tal punto que de su vagina solo puede haber salido un hombre fácilmente confundible con un haz de luz.
En cada procesión este instante se hace presente y vivo. Desde lo alto de su premonitorio, detrás de su muralla de velas, sofocada en su atuendo de color paraíso, de mil destellos que compiten con el tintineo de las estrellas, la Virgen mira con los ojos a medio abrir. La Virgen como todas las demás vírgenes, observa el mundo desde la pequeña ventana que le confiere el rostro. Unas facciones encuadradas, delimitadas por una frontera opaca a lado y lado de las mejillas; si se sonroja con tantos ojos proyectados sobre ella, nunca lo sabremos. La Virgen es el espejo refractario de todas las mujeres, un espacio que niega el placer en favor del dolor, un contenedor de placer retenido que solo estalla hacia el Cielo. Quizás por eso, observarla con detenimiento supone encontrar algo que pertenece a toda mujer.
Las vírgenes del Islam
Esta es también la María que el Profeta del Islam protegió en su cruzada contra las imágenes de la Ka’aba. En su retorno a la ciudad que le vio nacer y devenir Profeta, Mohammed desterró las imágenes por fomentar la idolatría. La tradición cuenta que ordenó acabar con las estatuas de todas las divinidades que habitaban el recinto sagrado a excepción de la representación de la Virgen. La forma en la que la Virgen María es adoptada en el Islam es una muestra del carácter que toma la cuestión de la virginidad dentro del discurso islámico. Y a la vez, evidencia la íntima comunión entre el cristianismo (el catolicismo en particular) y el Islam en cuanto a la sexualidad femenina.
En sus raíces, el Islam trata de conjugar el más allá con el más acá, trata de construir un discurso en la inmanencia sobre la experiencia religiosa. Algo que queda ejemplificado de forma clara con la figura de Jesús. Lejos del dogma trinitario católico, el discurso islámico aboga por la humanidad y mortalidad de este mensajero. Cristo es católico, Issa (Jesús, en árabe) es un hombre especial, pero un hombre, al fin y al cabo, para el Islam.
Del mismo modo, el profeta del Islam, al abrazar la imagen de la Virgen, la acepta como imagen de la mujer, de una mujer especial, pero de una mujer, al fin y al cabo. La virginidad de María, que el catolicismo sitúa en un lugar inaccesible para los mortales, se convierte en el principio que rige la vida moral sexual de la mujer en la doctrina islámica. Si Jesús representa al hijo de la Virgen, la Virgen no puede más que representar a toda mujer. Es un acto cargado de significado, ya que María desciende de las nubes donde el catolicismo la ha ubicado a la tierra sólida de los hombres donde cada mujer deviene mujer por ser virgen. La virginidad, en otras palabras, deja de ser sublimada y toma carácter referencial, define el cuerpo de las mujeres bajo una premisa de pureza e integridad. El manto de la Virgen bajo el cual se absorben los miedos del mundo es de carne y habita entre las piernas de cada mujer: el juego invisible toma cuerpo en el Islam.
Cada vez que María es transportada sobre su particular palanquín procesional, se hace presente la excepcionalidad de una mujer. Su figura es divina, nada en su gesto indica placer o dolor, tan solo es una mueca mística que los transeúntes observan desde su finitud. Esta mujer engalanada como una novia permanece intacta para su entrega a Dios en el altar divino de su morada. De forma paralela, pienso en todas las bodas marroquíes a las que he asistido. Ella, la novia, permanece cuasi estática, con la mirada en un punto fijo como si buscara una forma de sortear todos los ojos que la observan, que analizan hasta el último mechón colocado con simetría sobre su cabeza. La novia a quien se canta hasta hacer llorar (solo un poco, para no arruinar el maquillaje) es el epicentro de un magma que implosiona.
Luego llega su particular palanquín, en el que se aposenta entre cojines y bajo la firmeza de unos hombros masculinos, se mece al ritmo de la música, de las voces que la alaban, de las mujeres que cuchichean palabras que leyeron en los labios de otras mujeres el día de sus respectivas bodas. La novia recoge todo el magma verbal y emocional de la boda, lo guarda como un vaso de agua en el desierto. E igual que para María, la Virgen, su parto es un parto invisible, la noche de bodas para estas novias se dibuja con el mismo color tenue: apenas placer, nada de placer.
Del altar divino al altar nupcial, la novia es una reserva de placer a punto de abrirse, a punto de saciarse. Tal vez, la única diferencia entre la Virgen católica y las vírgenes del Islam es la dirección hacia la que se abre ese placer sexual, la primera estalla en una mistificación que alimenta el cielo eterno, la segunda en una inmanencia que abona a la tierra del presente y del futuro. Pero en ambos casos, en ambos cuerpos, el placer solo se obtiene a través del dolor porque nunca vuelve sobre ellas, sino que se entrega de forma centrífuga a Dios, al hombre, al mundo, a la prole. La Virgen solo es el rostro icónico de algo que ha tomado carne en el Islam. Es la forma de transmitir el placer que anida en el dolor, lo cual supone en última instancia, creer que nuestro cuerpo no es nuestro y que apenas somos dueñas de nuestro placer. Retomar este dominio es el punto de partida que le ahorraría a María tantos tumbos por la ciudad.
Semana Santa, la semana de la fe a cuestas. La semana del fervor, del amor exaltado, elevado a su potencia más elevada. La semana de la exhibición del cuerpo virgen, de la “guapa, guapa, guapa” tal y como alaban a la Aurora que nos observa desde su rostro esférico, blanco, de labios finos como hebras de azafrán...
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Karima Ziali
Escritora, filósofa y antropóloga. Nacida en Marruecos y criada en Catalunya, se dedicó a la docencia hasta que decidió tomarse en serio como escritora e investigadora. Colabora con diferentes publicaciones y con una escuela feminista. Instalada en Granada desde hace unos meses, se dedica a la investigación sobre sexualidad e Islam.
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