Diario de cine (I)
‘Licorice Pizza’, ‘La La Land’ y Asghar Farhadi
Sobre un patriota y apátrida
Guillermo Martínez Valdunquillo 23/04/2022
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Si La La Land ocupa ahora un lugar prominente en el imaginario popular quizá se deba más a su delirante derrota en la categoría de Mejor Película de los premios Oscar que a sus virtudes artísticas, pero hay que admitir que más allá de ese desafortunado desliz, el público y la crítica la acogieron en 2016 con sonoro entusiasmo. Tal vez porque en ella aparecían, concentradas y renovadas, todas las señas de identidad del cine de Hollywood, construyendo un espectáculo romántico, musical, clásico y contemporáneo al mismo tiempo, repleto de colores, puestas de sol y planos secuencia casi inconcebibles en la lejana edad de oro del musical estadounidense. La La Land devolvía el idealizado pasado al aburrido presente, y lo devolvía renovado y, hasta cierto punto, reconocible. Y sin embargo, más allá de sus hallazgos técnicos, de su atractivo visual y su promesa nostálgica, la película se traicionaba a sí misma en su núcleo, en lo más importante, la historia de sus dos protagonistas, Mia y Sebastian, renunciando a uno de los grandes puntales de ese cine popular: el final feliz. La La Land es una obra mediocre sobre el amor porque los protagonistas prefieren promocionar su carrera profesional antes que su relación, un desenlace de los acontecimientos sólo concebible –y tolerable– hoy en día. Pero lejos de ser por ello un musical equivocado, es más bien una película tremendamente inteligente, pues habla más y mejor cuanto más se aleja de la historia arquetípica de sus protagonistas. Cabe preguntarse si Damien Chazelle buscaba entonces hacer un musical o una película sobre Los Ángeles. El genial documental de Thom Andersen sobre esa ciudad, Los Angeles Plays Itself, comienza justificándose así: “Si podemos apreciar el cine documental por sus cualidades dramáticas, tal vez podamos apreciar las películas de ficción por sus hallazgos documentales”. La La Land es tan mal romance como buen tratado de urbanismo, tan decepcionante relato sobre la música y el amor como genial representación hiperreal de esa ciudad. Una película que insiste continuamente no sólo en el mito de Hollywood como lugar de posibilidad, ni en Estados Unidos como hogar del sueño americano, sino en la propia construcción urbana y social de la ciudad. Lo hace, posiblemente, de forma involuntaria, pero también –tal vez por ello– muy reveladora. ¿A quién se le ocurriría comenzar un musical con un número celebrando un atasco en medio de una autopista? La película transita de puesta de sol en puesta de sol, de palmera en palmera, coleccionando todos los signos de esa ciudad uno detrás de otro, construyendo con ellos un espectáculo cinematográfico alrededor del mito de esa ciudad antes que casi cualquier otra cosa.
Licorice Pizza penetra en el terreno del coming-of-age y lo hace desde el pasado y la nostalgia
Paul Thomas Anderson, otro de los grandes mitómanos de Estados Unidos –quizá el más grande junto a Quentin Tarantino– estrena Licorice Pizza, que no es un musical, ni transcurre en Hollywood, pero sí cerca, justo detrás, en el Valle de San Fernando. Allí florece otra historia de amor, ahora ambientada en los años 70, tal vez la mejor época para el romance por aquello de la cercanía de lo hippie, la efervescencia de la guerra y la consolidación del capitalismo contemporáneo. En ese fértil espacio se desarrolla una improbable relación, las idas y venidas amorosas de dos jóvenes incapaces de sincronizar temporalmente la atracción mutua que sienten. Licorice Pizza penetra en el terreno del coming-of-age, un género hasta ahora inexplorado por Paul Thomas Anderson, y lo hace, como es costumbre en su cine, desde el pasado y la nostalgia. No en vano, casi toda su filmografía –Boogie Nights, Pozos de ambición, The Master, Puro vicio, El hilo invisible y Licorice Pizza– transcurre en el pasado, y trata temas íntimamente relacionados con la historia de Estados Unidos: la búsqueda de petróleo, la industria del entretenimiento, el noir, la religión o la droga. Esta trayectoria no sugería la posibilidad de que Paul Thomas Anderson se embarcara en la realización de una película de tono mucho menos grave que sus últimos trabajos, una obra vendida –en muchos casos por la crítica– como un romance hermoso, alegre y risueño sobre dos jóvenes, interpretados por Alana Haim y Cooper Hoffman, que se enamoran en una agitada relación juvenil. Sin embargo, como en el caso de La La Land, no importa sólo el “qué”, también el “dónde” y el “cómo”. Al buscar Licorice Pizza en alguna web de información cinematográfica como IMDB, FilmAffinity o Letterboxd, aparecen sinopsis con una estructura similar a la siguiente: “La historia de Alana Kane y Gary Valentine creciendo, explorando y atravesando el traicionero camino del primer amor en el Valle de San Fernando en 1973”. En ella, tan importante es la trama de la película como la fecha en la que se ambienta y, por supuesto, el lugar. El espacio y el tiempo, mucho más que cualquier otro aspecto, definen Licorice Pizza, igual que definen La La Land, o Érase una vez en Hollywood de Quentin Tarantino.
Si la película de Damien Chazelle habla, principalmente, sobre música en tiempos de neoliberalismo –y se ve incapaz de desligar estos dos conceptos en ningún momento–, Licorice Pizza fracasa – o triunfa, según se mire – en su intento de construir una historia romántica clásica, legítima depositaria de los adjetivos que se han vertido sobre ella, y por lo tanto desligada de los códigos que el cine de Paul Thomas Anderson presenta. La extrema intensidad de sus películas y la construcción hiperbólica de escenas que le caracterizan no parecen ser dos elementos muy comunes en el cine romántico, y sin embargo están presentes en Licorice Pizza, ya desde su mismo comienzo: la primera escena presenta sin mayor ceremonia a los dos protagonistas a la vez que ellos mismos se conocen. Entramos abruptamente en el romance, con un golpe seco y sin mayor contexto se nos posiciona allí, en mitad de un momento relevante. La desorientación que esta escena produce se disipa poco a poco según evoluciona la obra, aunque la sensación de clímax perpetuo que tiene su cine sigue ahí, una tensión continua construida a través de la puesta en escena y el sonido –como el uso de música extradiegética de forma continuada, como un paisaje sonoro– pero también mediante lo narrativo, con sus personajes perpetuamente alterados.
Alana y Gary se dañan, se ponen a prueba de las formas más agresivas, como si el amor solo lo entendieran a través de un desafío
La relación de Alana y Gary está continuamente marcada por el daño mutuo, por un forcejeo continuo que les aleja y acerca como un resorte, de forma cíclica. Se distancian no sólo emocionalmente sino también a través del espacio de la ciudad, de ese barrio infinito que habitan. Es por eso que la reconciliación se representa a través del acto de correr, en momentos donde los personajes avanzan velozmente en direcciones opuestas hasta encontrarse. Esta situación se repite continuamente, tal vez como una forma de intentar recuperar aquello que se ha perdido previamente: el afecto mutuo de los protagonistas pero también el romance cinematográfico: los enamorados en el cine siempre han tenido que correr –por andenes, por por pasillos, por el campo– para encontrarse. Que este acto se reproduzca tanto en la película es revelador, pues muestra una insistencia casi desquiciada por representar un romanticismo continuamente negado por las acciones de sus protagonistas. La estructura cíclica de la película se conforma a través de esas escenas de ruptura y de reencuentro. La ruptura está marcada por la crueldad: Alana y Gary se dañan, se ponen a prueba de las formas más agresivas, como si el amor solo lo entendieran a través de un desafío, un duelo al alba que se decide, no con la muerte de uno de los contendientes, sino con su claudicación. A partir de ahí, el veloz reencuentro, y vuelta a empezar. De esta forma el presunto cuento de hadas juvenil se transforma en un extraño híbrido de amor tóxico y ensoñación nostálgica.
Esta estructura también es interesante por otra razón, relacionada más propiamente con la mirada del director hacia el pasado, pues la disposición de las escenas, como islas en las que cierto evento tiene lugar –ya sea un evento como la crisis del petróleo de 1973, o la aparición de cierto personaje, como Joel Wachs, un candidato a la alcaldía homosexual que en la película es interpretado por Benny Safdie– reescribe la película en términos históricos, conformándola como un mosaico de Los Ángeles en los años 70. La insistencia de Paul Thomas Anderson por decorar su película con el realismo de la reconstrucción histórica no es sorprendente. Es, tal vez, la película más autoficcionada del director y además se enmarca en una tendencia, probablemente involuntaria, de cine autobiográfico –sin ir más lejos, este mismo año se ha estrenado Belfast, de Kenneth Brannagh. Sin embargo, su Los Ángeles es una reconstrucción mítica igual que la de La La Land, pero en diferentes términos. Aquí la mirada es más personal, y el cariño que siente por esa época, genuino, pero su reconstrucción de la ciudad es igualmente mítica: muestra una ciudad blanca, escasamente conflictiva; un lugar de posibilidad donde un adolescente de 15 años tiene la oportunidad de emprender y montar una empresa con éxito en lo que es una representación bastante idealizada del sueño americano. Gary Valentine, actor y entrepreneur setentero, se guarda para sí la virtud de la madurez mientras que Alana, 10 años mayor que él, es la que se comporta de forma más irracional. Una subversión de roles extraña que posiciona Licorice Pizza en un plano fantasioso –por si no fuera suficiente con su representación histórica y social–, pues, a pesar de su historicismo y fidelidad urbana, es una película casi inconcebible desde el realismo: la estilización es absoluta, una época reconstruida a través de sus highlights, una relación construida a través de sus abismos y catarsis.
Puede que así funcione la memoria, despreciando lo mundano y destacando lo excepcional, o lo mediocre. Paul Thomas Anderson nació en Studio City, una pequeñísima porción de Los Ángeles en la zona sur del Valle de San Fernando. Un lugar relacionado con el cine del que parece que el director no ha salido –ni falta que le hace–, pues él personifica uno de los grandes triunfos de Hollywood: la posibilidad de alcanzar el éxito fuera de Estados Unidos sin hablar de nada más que de sí mismo. De hecho, ni Licorice Pizza ni El hilo invisible estuvieron programadas en ningún festival europeo, algo realmente extraño y al alcance de muy pocos, pues esos certámenes sirven como trampolín para lanzar a la carrera de exhibición y premios películas de los autores más a la moda de cada momento. Paul Thomas Anderson no necesita ni a los alemanes ni a los italianos –ni por supuesto a los franceses– para ubicar Licorice Pizza en el centro del cine de autor contemporáneo y a la vez en el mismo centro de Hollywood. Otros, menos afortunados –o más traidores, según se mire– no tienen la suerte de poder exportar con tanta facilidad sus ideas.
Un héroe
Asghar Farhadi, uno de los directores de cine asiático más populares del momento, es un poco el ejemplo contrario al de Paul Thomas Anderson. Ha cosechado un gran éxito fuera de Irán, a tal punto de haber ganado, entre muchos premios, un Oscar y el Oso de Oro de Berlín por su película Nader y Simin, una separación. Está presente en todos los festivales de cine, en cada cineforum y en cada debate sobre cine en redes. Se le compara con Abbas Kiarostami de la misma forma que se ha hecho con las filmografías de Hirokazu Kore-eda y Yasujiro Ozu. En cierto modo ha heredado la posición que hasta entonces tenía Kiarostami como el director iraní de referencia y lo ha hecho, sorprendentemente, adaptándose a las formas del cine social europeo más que recogiendo la herencia histórica del cine de su país.
El caso de Asghar Farhadi y Abbas Kiarostami es interesante porque, pese a ser comparados con frecuencia, entienden el cine desde lugares muy diferentes. Un héroe, la nueva película de Farhadi, no ha escapado a esa semejanza pese a evidenciar una vez más que él es un cineasta despreocupado por el espacio y, por lo tanto, casi opuesto a Kiarostami, quien concibe sus películas a través de la geografía y el movimiento. El éxito que Farhadi tiene en Occidente y el paternalismo con el que la crítica se ha dirigido muchas veces hacia el cine de Kiarostami hace aún más extraña si cabe la comparación. Tal vez se intente dotar a Farhadi de una capa de legitimidad intelectual al compararlo con un gran director del pasado. O quizá, más probablemente, sea difícil contextualizar su cine en el marco de la producción iraní, sobre todo si se lo compara no ya con Kiarostami sino con el de otros compatriotas suyos como Jafar Panahi o Mohsen Makhmalbaf. Su obra encaja mucho mejor en las dinámicas del cine de festivales, ese extraño género que se ha ido conformando los últimos años y que agrupa aquellas producciones de cine no estrictamente comercial diseñadas para existir en el intervalo comprendido entre su presencia en las secciones competitivas de ciertos festivales de cine y su aparición en los tops 10 del año de la crítica. Una industria dentro de la industria, la forma que se ha encontrado para, hasta cierto punto, rentabilizar el cine de “autor” en un sistema de producción y exhibición cada vez más complicado para las producciones pequeñas.
Un héroe encaja como un guante en ese arquetipo. Posiblemente no sea una mala película –aunque esa sea una etiqueta irrelevante– pero sí es una película predecible. No es ninguna excepción en su filmografía, sino un ejemplo más de ese cine cotidiano y minucioso sobre las aristas de la sociedad iraní que ha desarrollado y afinado con empeño. Asghar Farhadi, al contrario que Paul Thomas Anderson, parece estar mirando siempre hacia fuera de Irán, aunque sus historias se ambienten de forma cerrada en la sociedad del país. Cuentos morales de alcance local que parecen empaquetados de acuerdo a ciertos signos más cercanos al cine europeo que a la tradición de cine iraní. Un héroe vuelve a insistir en una puesta en escena cerrada, con aroma teatral, un tanto ajena a las posibilidades espaciales del cine. Más allá de que la acción transcurra en Irán, el contexto y la precisión geográfica son bastante irrelevantes. Las geografías de la película las crean los personajes, a través de sus relaciones e interacciones mutuas, y no el espacio físico en el que se mueven. El foco siempre se encuentra sobre los intérpretes –no tanto en los personajes– y en la tesis de la narración. La articulación de esta tesis surge de la palabra, de la conversación. El cine de Asghar Farhadi es un cine fundamentalmente verbal, como si sólo confiara en lo escrito –y no en lo visual– a la hora de construir sus cuentos morales, un poco a la manera del cine social europeo: películas que muestran las miserias del ser humano, no aquellas relacionadas con la pobreza sino con el comportamiento, lo mezquino o pueril.
Este enfoque tan obstinado termina por convertir al personaje en un objeto. Un héroe está despoblada de seres humanos: la vida y motivaciones de sus personajes se circunscriben únicamente al argumento de la película, no hay espacio para el azar, lo trivial o despreocupado. Se configura así un cine de certezas, donde la apuesta por él devuelve un resultado claro: cine social, cine de tesis, cine de tema, cine controlado, en definitiva. Manufacturado no a la manera del blockbuster americano sino a través de los moldes del cine de autor de festivales, al modo europeo, o mejor dicho, occidental. Es difícil discutir la apuesta de Asghar Farhadi en términos de expectativa, pues sus intenciones son tan transparentes como efectivo es su resultado. Cada una de sus obras es un pequeño fenómeno del cine moral, tan de moda estos días, tan cómodo.
Si La La Land ocupa ahora un lugar prominente en el imaginario popular quizá se deba más a su delirante derrota en la categoría de Mejor Película de los premios Oscar que a sus virtudes artísticas, pero hay que admitir que más allá de ese desafortunado desliz, el público y la crítica la acogieron en 2016...
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