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Las estúpidas maestras se están cargando la educación de nuestros pobres hijos

Lo que nos debe interesar de un profesional de la educación es si su trabajo contribuye a mitigar, o por el contrario vuelve a reproducir y agrandar la brecha que impide una verdadera igualdad de oportunidades entre los niños que están a su cargo

Adriana T. 2/02/2022

<p>Un grupo de niños dibujando.</p>

Un grupo de niños dibujando.

pixabay

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En Twitter solemos llamar temas boomerang a esos asuntos sobre los que se vuelve una y otra vez cada poco tiempo, temas en los que todas las partes expresan siempre las mismas opiniones, los ánimos se calientan, los dedos, trémulos, ejecutan una pléyade de blocks y RTs, y al final nunca se llega a ninguna conclusión o acuerdo. Así, periódicamente se intenta dirimir si la preferencia por el clima frío revela orígenes burgueses, si Lolita es una obra en la que se justifica y celebra la pederastia o más bien en la que se pone a los pervertidos y manipuladores frente a un espejo (a propósito: el propio Nabokov dejó zanjadísima la cuestión en una entrevista televisada, nada menos que en 1975), si en caso de incendio demuestra mayor superioridad moral salvar a un niño desconocido o al propio perro. En Twitter nos divertimos así y hay que querernos como somos (somos imbéciles).

Las redes sociales sólo son un remedo más o menos grotesco del mundo analógico, y en la vida analógica también existe un debate cíclico y recurrente que se lleva produciendo desde que yo tengo recuerdo: la urgente necesidad de un endurecimiento de los requisitos para cursar la egregia carrera de Magisterio. Restringir con severidad la entrada a quienes desean cursar esta especialidad y amargarles con inquina el camino hasta la graduación es el remedio mágico, el esperado bálsamo de Fierabrás para todos los terribles males que asolan a las criaturas de nuestra querida España. Quienes proponen estas cosas suelen darse severos golpes de pecho y añadir, con gran dignidad, cosas como “eso, eso, que a las de magisterio ya les vale. Es una carrera en la que no se hace nada, no se esfuerzan, no se les exige, que las he visto yo, que lo único que hacen es pintar dibujos siguiendo una línea, no como en Agrónomos, que de ahí salíamos hombres hechos y derechos desde primero de carrera”. Siempre me pareció curioso que sea magisterio el punching ball de todos los estudiantes, cuando ahí tenemos carreras universitarias como Teología, por ejemplo, en las que directamente el campo de conocimiento sobre el que se examinan los alumnos es inventao, pero rara vez oyes que alguien se ría de ellos. 

Tengo la leve sospecha de que el rechazo que genera la carrera de magisterio está relacionado, al menos en cierta medida, con el hecho de ser una profesión altamente feminizada, y en consecuencia infravalorada.  Por otra parte, sobre educación y sobre niños todo el mundo cree saber un montón en cuanto tiene un sobrino, un primo, o incluso un cachorro de gatito monísimo. 

Así que, ingenieros que a lo mejor invierten en cripto, teólogos, fontaneros, técnicos de rayos X, doctores en derecho mercantil y dueños de gatitos monísimos –todos ellos merecedores de todos mis respetos– sostienen un debate cíclico desde hace décadas pontificando acerca de cómo mejorar la educación de nuestros pequeños, que por algo decimos que son nuestro futuro. Y todo lo que se les ocurre es que magisterio tiene que ser una carrera en la que entrar sea difícil (por cierto: en muchas universidades ya lo es, bien por la escasez de plazas, bien por el elevado precio de la matrícula). Nunca se habla de los recursos que el Estado dedica a financiar dudosos centros concertados en detrimento de la escuela pública, de los niños pobres que sistemáticamente quedan atrás por falta de medios, de por qué tener padres universitarios es uno de los predictores más fiables del desempeño académico de cualquier niño, de cómo integrar correctamente a los menores extranjeros, de los sesgos de género que aún afectan a las niñas, de igualdad de oportunidades, etc. Nunca se habla de nada que no sea lo inútiles que son las maestras y de las largas vacaciones que disfrutan. Maestras casi siempre mujeres, a menudo interinas y en consecuencia precarias, con frecuencia saturadas y casi siempre trabajando por encima de sus posibilidades. 

Conseguí cursar un par de años de magisterio antes de darme por vencida. La nota de corte para entrar era elevada. Nunca tuve que pintar sin salirme de la línea, ni ninguna de esas estupideces que se cuentan. Mis asignaturas eran tan convencionales como en cualquier otra carrera. Psicología, sociología, historia de la educación, teoría de tal y cual, doscientas didácticas diferentes, yo qué sé. Lo que sí recuerdo muy bien eran los profesores clasistas y cabrones que impedían con denuedo, casi con goloso deleite, a sus pobres estudiantes simultanear el trabajo remunerado con la carrera, obligándolas a bajarse del carro y premiando a las chicas cuyas familias podían permitirse, no sólo la matrícula, sino mantenerlas económicamente durante al menos cuatro años para evitarles toda preocupación extra. 

Cuando hablan de endurecer las condiciones de acceso, de meritocracia, todo ese blablablá tan familiar, lo que yo entiendo es que se quiere convertir magisterio en una carrera sólo accesible a estudiantes de entornos más o menos privilegiados. Y es un problema doble. Injusto para las alumnas de familias pobres y, sobre todo, injusto para sus futuros alumnos. Porque somos lo que hemos vivido, lo que conocemos, somos nuestros sesgos y nuestros aprendizajes. Y esas maestras meritocráticas, seleccionadas de entre las mejores, acostumbradas a vivir con otra clase de preocupaciones, quizá reproduzcan los estereotipos clasistas en los que se les ha educado. Quizá no sean tan sensibles a las necesidades y problemas de sus alumnos pobres. Quizá juzguen con dureza a la madre trabajadora y extranjera que no se implica en los deberes del niño, al padre ausente que accede a comprarle los perniciosos videojuegos y bollicaos. Quizá esas maestras serán más propensas a mandar deberes a niños de cinco años sin pararse siquiera a pensar si sus familias pueden ayudarles a hacerlos. Quizá, pese a todo, no sean las mejores

Lo que nos tiene que interesar de un profesional de la educación, en suma, es si su trabajo contribuye a mitigar, o por el contrario vuelve a reproducir y agrandar la brecha que impide una verdadera igualdad de oportunidades entre los niños que están a su cargo. Pero vamos a volver a perder el tiempo, ya lo estoy viendo venir, con chorradas y exámenes extra, planes de estudios inasumibles para la gente de orígenes humildes, gurús de la pedagogía, golpes de pecho y las mezquindades diversas de siempre. 

En Twitter solemos llamar temas boomerang a esos asuntos sobre los que se vuelve una y otra vez cada poco tiempo, temas en los que todas las partes expresan siempre las mismas opiniones, los ánimos se calientan, los dedos, trémulos, ejecutan una pléyade de blocks y RTs, y al final...

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Adriana T.

Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).

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