1. Número 1 · Enero 2015

  2. Número 2 · Enero 2015

  3. Número 3 · Enero 2015

  4. Número 4 · Febrero 2015

  5. Número 5 · Febrero 2015

  6. Número 6 · Febrero 2015

  7. Número 7 · Febrero 2015

  8. Número 8 · Marzo 2015

  9. Número 9 · Marzo 2015

  10. Número 10 · Marzo 2015

  11. Número 11 · Marzo 2015

  12. Número 12 · Abril 2015

  13. Número 13 · Abril 2015

  14. Número 14 · Abril 2015

  15. Número 15 · Abril 2015

  16. Número 16 · Mayo 2015

  17. Número 17 · Mayo 2015

  18. Número 18 · Mayo 2015

  19. Número 19 · Mayo 2015

  20. Número 20 · Junio 2015

  21. Número 21 · Junio 2015

  22. Número 22 · Junio 2015

  23. Número 23 · Junio 2015

  24. Número 24 · Julio 2015

  25. Número 25 · Julio 2015

  26. Número 26 · Julio 2015

  27. Número 27 · Julio 2015

  28. Número 28 · Septiembre 2015

  29. Número 29 · Septiembre 2015

  30. Número 30 · Septiembre 2015

  31. Número 31 · Septiembre 2015

  32. Número 32 · Septiembre 2015

  33. Número 33 · Octubre 2015

  34. Número 34 · Octubre 2015

  35. Número 35 · Octubre 2015

  36. Número 36 · Octubre 2015

  37. Número 37 · Noviembre 2015

  38. Número 38 · Noviembre 2015

  39. Número 39 · Noviembre 2015

  40. Número 40 · Noviembre 2015

  41. Número 41 · Diciembre 2015

  42. Número 42 · Diciembre 2015

  43. Número 43 · Diciembre 2015

  44. Número 44 · Diciembre 2015

  45. Número 45 · Diciembre 2015

  46. Número 46 · Enero 2016

  47. Número 47 · Enero 2016

  48. Número 48 · Enero 2016

  49. Número 49 · Enero 2016

  50. Número 50 · Febrero 2016

  51. Número 51 · Febrero 2016

  52. Número 52 · Febrero 2016

  53. Número 53 · Febrero 2016

  54. Número 54 · Marzo 2016

  55. Número 55 · Marzo 2016

  56. Número 56 · Marzo 2016

  57. Número 57 · Marzo 2016

  58. Número 58 · Marzo 2016

  59. Número 59 · Abril 2016

  60. Número 60 · Abril 2016

  61. Número 61 · Abril 2016

  62. Número 62 · Abril 2016

  63. Número 63 · Mayo 2016

  64. Número 64 · Mayo 2016

  65. Número 65 · Mayo 2016

  66. Número 66 · Mayo 2016

  67. Número 67 · Junio 2016

  68. Número 68 · Junio 2016

  69. Número 69 · Junio 2016

  70. Número 70 · Junio 2016

  71. Número 71 · Junio 2016

  72. Número 72 · Julio 2016

  73. Número 73 · Julio 2016

  74. Número 74 · Julio 2016

  75. Número 75 · Julio 2016

  76. Número 76 · Agosto 2016

  77. Número 77 · Agosto 2016

  78. Número 78 · Agosto 2016

  79. Número 79 · Agosto 2016

  80. Número 80 · Agosto 2016

  81. Número 81 · Septiembre 2016

  82. Número 82 · Septiembre 2016

  83. Número 83 · Septiembre 2016

  84. Número 84 · Septiembre 2016

  85. Número 85 · Octubre 2016

  86. Número 86 · Octubre 2016

  87. Número 87 · Octubre 2016

  88. Número 88 · Octubre 2016

  89. Número 89 · Noviembre 2016

  90. Número 90 · Noviembre 2016

  91. Número 91 · Noviembre 2016

  92. Número 92 · Noviembre 2016

  93. Número 93 · Noviembre 2016

  94. Número 94 · Diciembre 2016

  95. Número 95 · Diciembre 2016

  96. Número 96 · Diciembre 2016

  97. Número 97 · Diciembre 2016

  98. Número 98 · Enero 2017

  99. Número 99 · Enero 2017

  100. Número 100 · Enero 2017

  101. Número 101 · Enero 2017

  102. Número 102 · Febrero 2017

  103. Número 103 · Febrero 2017

  104. Número 104 · Febrero 2017

  105. Número 105 · Febrero 2017

  106. Número 106 · Marzo 2017

  107. Número 107 · Marzo 2017

  108. Número 108 · Marzo 2017

  109. Número 109 · Marzo 2017

  110. Número 110 · Marzo 2017

  111. Número 111 · Abril 2017

  112. Número 112 · Abril 2017

  113. Número 113 · Abril 2017

  114. Número 114 · Abril 2017

  115. Número 115 · Mayo 2017

  116. Número 116 · Mayo 2017

  117. Número 117 · Mayo 2017

  118. Número 118 · Mayo 2017

  119. Número 119 · Mayo 2017

  120. Número 120 · Junio 2017

  121. Número 121 · Junio 2017

  122. Número 122 · Junio 2017

  123. Número 123 · Junio 2017

  124. Número 124 · Julio 2017

  125. Número 125 · Julio 2017

  126. Número 126 · Julio 2017

  127. Número 127 · Julio 2017

  128. Número 128 · Agosto 2017

  129. Número 129 · Agosto 2017

  130. Número 130 · Agosto 2017

  131. Número 131 · Agosto 2017

  132. Número 132 · Agosto 2017

  133. Número 133 · Septiembre 2017

  134. Número 134 · Septiembre 2017

  135. Número 135 · Septiembre 2017

  136. Número 136 · Septiembre 2017

  137. Número 137 · Octubre 2017

  138. Número 138 · Octubre 2017

  139. Número 139 · Octubre 2017

  140. Número 140 · Octubre 2017

  141. Número 141 · Noviembre 2017

  142. Número 142 · Noviembre 2017

  143. Número 143 · Noviembre 2017

  144. Número 144 · Noviembre 2017

  145. Número 145 · Noviembre 2017

  146. Número 146 · Diciembre 2017

  147. Número 147 · Diciembre 2017

  148. Número 148 · Diciembre 2017

  149. Número 149 · Diciembre 2017

  150. Número 150 · Enero 2018

  151. Número 151 · Enero 2018

  152. Número 152 · Enero 2018

  153. Número 153 · Enero 2018

  154. Número 154 · Enero 2018

  155. Número 155 · Febrero 2018

  156. Número 156 · Febrero 2018

  157. Número 157 · Febrero 2018

  158. Número 158 · Febrero 2018

  159. Número 159 · Marzo 2018

  160. Número 160 · Marzo 2018

  161. Número 161 · Marzo 2018

  162. Número 162 · Marzo 2018

  163. Número 163 · Abril 2018

  164. Número 164 · Abril 2018

  165. Número 165 · Abril 2018

  166. Número 166 · Abril 2018

  167. Número 167 · Mayo 2018

  168. Número 168 · Mayo 2018

  169. Número 169 · Mayo 2018

  170. Número 170 · Mayo 2018

  171. Número 171 · Mayo 2018

  172. Número 172 · Junio 2018

  173. Número 173 · Junio 2018

  174. Número 174 · Junio 2018

  175. Número 175 · Junio 2018

  176. Número 176 · Julio 2018

  177. Número 177 · Julio 2018

  178. Número 178 · Julio 2018

  179. Número 179 · Julio 2018

  180. Número 180 · Agosto 2018

  181. Número 181 · Agosto 2018

  182. Número 182 · Agosto 2018

  183. Número 183 · Agosto 2018

  184. Número 184 · Agosto 2018

  185. Número 185 · Septiembre 2018

  186. Número 186 · Septiembre 2018

  187. Número 187 · Septiembre 2018

  188. Número 188 · Septiembre 2018

  189. Número 189 · Octubre 2018

  190. Número 190 · Octubre 2018

  191. Número 191 · Octubre 2018

  192. Número 192 · Octubre 2018

  193. Número 193 · Octubre 2018

  194. Número 194 · Noviembre 2018

  195. Número 195 · Noviembre 2018

  196. Número 196 · Noviembre 2018

  197. Número 197 · Noviembre 2018

  198. Número 198 · Diciembre 2018

  199. Número 199 · Diciembre 2018

  200. Número 200 · Diciembre 2018

  201. Número 201 · Diciembre 2018

  202. Número 202 · Enero 2019

  203. Número 203 · Enero 2019

  204. Número 204 · Enero 2019

  205. Número 205 · Enero 2019

  206. Número 206 · Enero 2019

  207. Número 207 · Febrero 2019

  208. Número 208 · Febrero 2019

  209. Número 209 · Febrero 2019

  210. Número 210 · Febrero 2019

  211. Número 211 · Marzo 2019

  212. Número 212 · Marzo 2019

  213. Número 213 · Marzo 2019

  214. Número 214 · Marzo 2019

  215. Número 215 · Abril 2019

  216. Número 216 · Abril 2019

  217. Número 217 · Abril 2019

  218. Número 218 · Abril 2019

  219. Número 219 · Mayo 2019

  220. Número 220 · Mayo 2019

  221. Número 221 · Mayo 2019

  222. Número 222 · Mayo 2019

  223. Número 223 · Mayo 2019

  224. Número 224 · Junio 2019

  225. Número 225 · Junio 2019

  226. Número 226 · Junio 2019

  227. Número 227 · Junio 2019

  228. Número 228 · Julio 2019

  229. Número 229 · Julio 2019

  230. Número 230 · Julio 2019

  231. Número 231 · Julio 2019

  232. Número 232 · Julio 2019

  233. Número 233 · Agosto 2019

  234. Número 234 · Agosto 2019

  235. Número 235 · Agosto 2019

  236. Número 236 · Agosto 2019

  237. Número 237 · Septiembre 2019

  238. Número 238 · Septiembre 2019

  239. Número 239 · Septiembre 2019

  240. Número 240 · Septiembre 2019

  241. Número 241 · Octubre 2019

  242. Número 242 · Octubre 2019

  243. Número 243 · Octubre 2019

  244. Número 244 · Octubre 2019

  245. Número 245 · Octubre 2019

  246. Número 246 · Noviembre 2019

  247. Número 247 · Noviembre 2019

  248. Número 248 · Noviembre 2019

  249. Número 249 · Noviembre 2019

  250. Número 250 · Diciembre 2019

  251. Número 251 · Diciembre 2019

  252. Número 252 · Diciembre 2019

  253. Número 253 · Diciembre 2019

  254. Número 254 · Enero 2020

  255. Número 255 · Enero 2020

  256. Número 256 · Enero 2020

  257. Número 257 · Febrero 2020

  258. Número 258 · Marzo 2020

  259. Número 259 · Abril 2020

  260. Número 260 · Mayo 2020

  261. Número 261 · Junio 2020

  262. Número 262 · Julio 2020

  263. Número 263 · Agosto 2020

  264. Número 264 · Septiembre 2020

  265. Número 265 · Octubre 2020

  266. Número 266 · Noviembre 2020

  267. Número 267 · Diciembre 2020

  268. Número 268 · Enero 2021

  269. Número 269 · Febrero 2021

  270. Número 270 · Marzo 2021

  271. Número 271 · Abril 2021

  272. Número 272 · Mayo 2021

  273. Número 273 · Junio 2021

  274. Número 274 · Julio 2021

  275. Número 275 · Agosto 2021

  276. Número 276 · Septiembre 2021

  277. Número 277 · Octubre 2021

  278. Número 278 · Noviembre 2021

  279. Número 279 · Diciembre 2021

  280. Número 280 · Enero 2022

  281. Número 281 · Febrero 2022

  282. Número 282 · Marzo 2022

  283. Número 283 · Abril 2022

  284. Número 284 · Mayo 2022

  285. Número 285 · Junio 2022

  286. Número 286 · Julio 2022

  287. Número 287 · Agosto 2022

  288. Número 288 · Septiembre 2022

  289. Número 289 · Octubre 2022

  290. Número 290 · Noviembre 2022

  291. Número 291 · Diciembre 2022

  292. Número 292 · Enero 2023

  293. Número 293 · Febrero 2023

  294. Número 294 · Marzo 2023

  295. Número 295 · Abril 2023

  296. Número 296 · Mayo 2023

  297. Número 297 · Junio 2023

  298. Número 298 · Julio 2023

  299. Número 299 · Agosto 2023

  300. Número 300 · Septiembre 2023

  301. Número 301 · Octubre 2023

  302. Número 302 · Noviembre 2023

  303. Número 303 · Diciembre 2023

  304. Número 304 · Enero 2024

  305. Número 305 · Febrero 2024

  306. Número 306 · Marzo 2024

CTXT necesita 15.000 socias/os para seguir creciendo. Suscríbete a CTXT

MUNDO MUZAK (IV)

Los últimos mohicanos del modernismo popular

De nuevo se le pide a la música que lo arregle todo, solo que ahora se le exige, además, que renuncie a un discurso maduro sobre sí misma

Xandru Fernández 19/02/2022

<p>El músico Pete Wylie durante un concierto. </p>

El músico Pete Wylie durante un concierto. 

Man Alive! (CC)

En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí

El tiempo pasa. Es un hecho. Es lo único que hace, lo único que es y, paradójicamente, lo que le impide ser algo. El tiempo no es nada, no recibe ni padece nada, no sostiene nada en absoluto. Pasa.

El paso del tiempo es una forma de llamar a las transformaciones que operan en las moléculas, en las células, en los organismos. El número del movimiento según el antes y el después. La medida del envejecimiento. Pero no, puesto que envejecer ya implica que existe un curso objetivo de nacimiento, desarrollo y muerte, que las cosas están constantemente siendo y muriendo. Y el tiempo no es eso. No es.

Está el tiempo y está la huella del tiempo. Acabo de citar a Laurie Anderson. Está el paso del tiempo en nosotros, sus esbirros, y está la huella, el registro, la grabación (record) del tiempo. La música actúa sobre nuestra percepción del tiempo porque lo registra, lo graba: es su huella. Pero también en la música ponemos nuestra huella, registramos nuestro envejecimiento, sus trastornos. Es como el retrato de Dorian Gray, pero al revés.

“Crecí en una época maravillosa que por desgracia ya es historia”, dice un personaje de Olga Tokarczuk. “Una época en la que había una gran disposición a los cambios y existía la capacidad de concebir visiones revolucionarias. Hoy ya nadie tiene el valor de imaginar nada nuevo. Se habla sin cesar de cómo son las cosas y se retoman ideas antiguas. La realidad ha envejecido, se ha anquilosado porque está sometida a las mismas leyes que todo organismo viviente: también envejece”.

Pero la realidad envejece por capas, el tiempo deja en ella huellas que se superponen unas sobre otras, amontonándose, desdibujándose. Esa acumulación de huellas impide que se vea el dibujo del rastro original, si es que lo hubo. A más huellas, menos diferencia entre la huella y el suelo en que se imprimió. A más huellas, menos posibilidad de ver un rumbo nuevo, un trayecto. Un futuro.

Sobre el futuro y sus huellas en el presente escribe Mark Fisher: “Muchos de los que crecimos en las décadas de 1960, 1970 y 1980 aprendimos a medir el paso del tiempo cultural a través de las mutaciones de la música popular. Pero, precisamente, el sentido del shock frente al futuro ha desaparecido de la música del siglo XXI”. La realidad ha envejecido, la música ya no anuncia nada nuevo. El futuro ha sido cancelado. ¿Y no será que el futuro que ha sido cancelado es solo el nuestro, nuestro menguante futuro, a la par que nuestra capacidad para leer los pliegues de lo nuevo? ¿Y quiénes somos nosotros? Los que crecimos “en las décadas de 1960, 1970 y 1980”, naturalmente. Los últimos mohicanos del modernismo popular.

De tanto buscar e imaginar experiencias nuevas y vanguardistas, nuestra idea de la novedad y la vanguardia se volvió retrógrada, melancólica e impotente

O envejecimiento de las vanguardias o eternidad del presente. O bien la propia idea de vanguardia es una idea epocal y, por tanto, superada, a la manera hegeliana, o bien el presente y sus asimetrías son algo único, desconectado del pasado y del futuro y, por tanto, definitivo en su condición agónica. Entre un polo y otro de la discordia se balancea la crítica musical de nuestros días, al menos aquella crítica musical que todavía opera con un pie en la realidad políticamente constituida: o bien la música ya no anuncia nada nuevo, o bien todo es tan nuevo que solo se muestra a ojos y oídos nuevos. Quizá tengamos discordia para rato. Quizá estemos empezando a aburrir con nuestro mantra generacional, ese no future que lo mismo nos sirve para desdeñar el lenguaje de las utopías que para señalar compulsivamente las mil y una amenazas que se ciernen sobre el mundo, la guerra nuclear, el cambio climático, la penitenciaría global. El hecho es que sobre nuestra hipotética incapacidad para entender la música actual, que lejos de identificarnos como una generación especial nos nivela con todas las anteriores, todas ellas rehenes de la melancolía e inaccesibles al encanto de lo nuevo, hemos erigido una cosmología, una metafísica, incluso una teodicea. Tal vez haya llegado el momento de plantearse si todas esas cantatas al pasado, a la edad de oro de [inserte aquí su estilo musical favorito], no son sino un rasgo distintivo del discurso estético dominante en nuestra generación y no un diagnóstico fiable del estado de la música pop en el crepúsculo del capitalismo de demolición.

Mark Fisher podría haberse equivocado. La retromanía podría haber sido un efecto llamativo pero transitorio de la aparición en nuestras vidas de la red de redes como repositorio de todo aquello que quisimos escuchar en nuestra adolescencia pero no pudimos porque no teníamos dinero suficiente: como en una borgiana discoteca digital, virtualmente infinita, pues acumula tal cantidad de música que ni en cien vidas podríamos disfrutarla, el nativo analógico de nuestra generación (“los que crecimos en las décadas de 1960, 1970 y 1980”) se adentró en el siglo XXI con un sentimiento cercano a la perplejidad, una mezcla de exultación y nostalgia que nos volvía impermeables a la actualidad. De tanto buscar e imaginar experiencias nuevas y vanguardistas, nuestra idea de la novedad y la vanguardia se volvió retrógrada, melancólica e impotente. Declaramos agotada toda la combinatoria de estilos en que nos habíamos bañado antes de cumplir los treinta años y nos entregamos a una manía autodestructiva que adoptó transitoriamente la forma de hauntología, de deleite en la reiteración, en el crepitar de los viejos discos de vinilo, en la evocación constante pero siempre diferente de nuestra memoria musical.

No tengo demasiadas dudas de que la crítica musical más influyente en los debates estéticos sobre música pop de nuestros días, heredera de aquella constelación de vanguardia que se formó después de que el punk hizo estallar la fonoesfera de los años setenta, no ha sabido desprenderse de sus ataduras epocales, de su condición de epifenómeno de unas condiciones históricas y culturales inevitablemente envejecidas. No es algo que deba quitarnos el sueño, creo yo: la creación musical y el discurso estético del siglo en curso no parece que dependan demasiado de esas coordenadas críticas. En otras palabras, los que crecieron en las décadas de 1990, 2000 y 2010 ya no son prisioneros de esa manera de escuchar y escribir sobre música. Por muy atractiva que nos parezca la utopía literaria que se construyó hace cuarenta o cincuenta años alrededor de la música pop, ha quedado reducida a una huella más entre muchas otras. Ya no es el tiempo, sino la huella del tiempo. Podemos leer a Lester Bangs como leemos a Friedrich Schlegel. Podemos leer a Ian Penman como leemos a Cyril Connolly. Sus textos siguen siendo valiosos, lo serán aún por mucho tiempo, pero han dejado de ser, por fortuna, manifiestos, proclamas contemporáneas, bitácoras de lo actual.

Los más jóvenes quizá no lo recuerden, pero hubo un tiempo en que, fuera del mundo anglosajón, se percibía el rock como parte del sistema colonial estadounidense

En cambio, en los alrededores de esa utopía literaria creció una maraña de conceptos que gozan de una sorprendente y frustrante vitalidad y que reeditan la vieja pregunta de cómo la música pop podría acabar con el capitalismo. De nuevo se le pide a la música que lo arregle todo, solo que esta vez se le exige, además, que renuncie a un discurso maduro sobre sí misma. Eso sí que no lo habíamos visto antes. Detengámonos a examinar de dónde sale todo esto.

Los más jóvenes quizá no lo recuerden, pero hubo un tiempo en que, fuera del mundo anglosajón, se percibía el rock como parte del sistema colonial estadounidense y su disciplina imperial. Era un rasgo muy acusado en las izquierdas europeas de los años setenta y ochenta, pero las derechas lo llevaban incorporado de serie: una especie de antiamericanismo transversal recorría Europa y América Latina. Es curioso, hasta cierto punto, que esa demonización del rock desde posiciones nacionalistas o antiimperialistas replicara la misma actitud despectiva que hemos visto en el folk estadounidense de los años sesenta. A varias décadas de distancia, se tiene la impresión de que toda aquella seriedad del cantautor de fondo, toda aquella austeridad tímbrica con que los bardos del baby boom desmenuzaban el espíritu del pueblo, obedecía a una y la misma aculturación. Unos eran aprendices de Bob Dylan, cuyas canciones, con otras letras, se cantaban en las sacristías y en las misas de las iglesias más progres de la España de la Transición. Otros eran la versión acústica y local de los hippies californianos, solo que con arpas y bodhrán en lugar de guitarras eléctricas y baterías. En muy poco tiempo, todos esos experimentos de música antiimperialista pasarían a ser reivindicados como la prehistoria de la World Music, de las “músicas del mundo” que inundaron el mercado a partir de los años ochenta. Pero un acercamiento más sereno a aquellas experiencias nos ofrece un panorama muy diferente: los desarrollos tímbricos y rítmicos que asociamos actualmente con el llamado postfolk o folk de vanguardia, ya sea en la onda de David Tibet o en la de Rodrigo Cuevas, son también una consecuencia del programa modernista del postpunk. Tendremos que convivir con ello.

Edward W. Said exploró en Orientalismo (1978) el tratamiento literario de Oriente en la cultura europea desde los comienzos de la Modernidad. El orientalismo es “un modo de relacionarse con Oriente basado en el lugar especial que este ocupa en la experiencia de Europa occidental. Oriente no es solo el vecino inmediato de Europa, es también la región en la que Europa ha creado sus colonias más grandes, ricas y antiguas, es la fuente de sus civilizaciones y sus lenguas, su contrincante cultural y una de las imágenes más profundas y repetidas de lo Otro. Además, Oriente ha servido para que Europa (u Occidente) se defina en contraposición a su imagen, su idea, su personalidad y su experiencia. Sin embargo, Oriente no es puramente imaginario. Oriente es una parte integrante de la civilización y de la cultura material europea. El orientalismo expresa y representa, desde un punto de vista cultural e incluso ideológico, esa parte como un modo de discurso que se apoya en unas instituciones, un vocabulario, unas enseñanzas, unas imágenes, unas doctrinas e incluso unas burocracias y estilos coloniales”.

Hubo, en los años sesenta, un cierto orientalismo en la cultura del jazz, desconectado no obstante de las fuentes literarias del orientalismo británico y francés que Said estudia en su obra. Así, tanto Miles Davis como John Coltrane, inspirados por las grabaciones realizadas en España por Alan Lomax en los años cincuenta, grabaron sendos álbumes de ambiente español, Sketches of Spain (1960) y Olé Coltrane (1961), respectivamente. Coltrane incorporará elementos procedentes de las ragas indias en sus composiciones de los años sesenta, alguna de las cuales (“India”, incluida en el álbum Impressions, de 1963) condicionará la recepción de la música india de sitar en la cultura rock de Estados Unidos (sobre su base está construida “Eight Miles High”, de The Byrds, el primer ejemplo importante de raga rock de la era psicodélica). Con todo, es en la música pop inglesa donde toma forma, de nuevo en ese arco temporal de 1977-1982, la reedición modernista y nostálgica de aquel orientalismo literario e ideológico. Es posible ver en ello un efecto a largo plazo de la pérdida del imperio, pero también un reflejo de las tensiones en Oriente Próximo y Oriente Medio (guerra de Líbano, conflicto palestino-israelí, revolución iraní: el pop español dará cuenta de ello en canciones como “Ayatollah”, de Siniestro Total, o “Gran Ganga”, de Almodóvar y McNamara). Con todo, esas circunstancias contribuyen a dar forma a una ansiedad cultural, pero no la originan. Su origen hay que buscarlo más bien en la pretensión de desbordar desde dentro los marcos de la música pop sin romperlos. Y acelerando, sin quererlo, la desintegración del lenguaje del rock, cuya evolución en las décadas posteriores a los años ochenta se parece bastante a la de la literatura de esa misma época: tantas veces se ha celebrado la muerte de la novela como la muerte del rock, y otras tantas se ha saludado con alborozo y fuegos de artificio la consumación de ambas formas de arte en obras para las que se ha reivindicado sin rubor el calificativo altisonante de “clásicas”. Ya va siendo hora de admitir, aunque a más de uno le dé un parraque, que los aleluyas vertidos sobre The Black Keys o The War on Drugs obedecen a patrones de reconocimiento estético muy similares a los que acogen las últimas creaciones de Jonathan Franzen o Javier Marías (y viceversa).

El orientalismo pop fue un episodio transitorio y desconcertante al que se apuntó una larga lista de creadores y bandas, sobre todo en el Reino Unido. Así, David Bowie graba “The Secret Life of Arabia” en 1977, como preludio a un álbum, Lodger (1979), marcado por la idea romántica del viaje y el guiño constante a África y Oriente Próximo. De 1979 es “Night Boat To Cairo”, de Madness. The Psychedelic Furs y Roxy Music graban, en 1980 y 1982 respectivamente, sendos temas titulados “India”. “Arabian Knights”, de Siouxsie and the Banshees, es de 1981, igual que “Tel Aviv”, de Duran Duran, igual que “Four Enclosed Walls”, de Public Image Ltd., e igual que “The Sheltering Sky”, de King Crimson, inspirado en la novela homónima de Paul Bowles, de la que saldrá también la idea para “Tea in the Sahara” (1983), de The Police. Y eso por nombrar solamente a los cabezas de lista.

El orientalismo pop fue un episodio transitorio y desconcertante al que se apuntó una larga lista de creadores y bandas, sobre todo en el Reino Unido

Es palmaria la superficialidad de todos estos intentos de aproximación al Oriente idealizado de la cultura europea. Ni siquiera Bowie sale airoso. En comparación, otras versiones menos exitosas de esos mismos topoi son mucho más interesantes: el EP de Cabaret Voltaire Three Mantras (1980), las mil y una producciones de Luis Delgado y su entorno (Finis Africae, Babia, Ishinohana y un largo etcétera) o las colaboraciones de Jon Hassell (otro becario de Stockhausen, otro niño Fluxus) con Brian Eno, sobre todo Fourth World, Vol. 1: Possible Musics (1980) y Dream Theory in Malaya: Fourth World Volume Two (1981). Más interesantes, sí, pero tendrán que pasar unos años antes de que su influencia se perciba en el paisaje sonoro de Occidente. Tendrá que dar un rodeo a través del cine, con bandas sonoras como la de Peter Gabriel para La última tentación de Cristo (1988) o la de Ryuichi Sakamoto para la adaptación de Bertolucci de El cielo protector (1990).

Entre tanto, el declive del imperio americano generaba su propio orientalismo tardío y necesariamente pop. Y confinado estrictamente dentro de los márgenes de la doctrina Monroe: a medida que Estados Unidos se implicaba con mayor intensidad en los asuntos de Oriente Próximo, sus ojos y sobre todos sus oídos se volvían hacia América Latina. Y particularmente hacia Cuba, cuyo período especial la convirtió en una versión posmoderna del Oriente soñador y soñado para muchos creadores estadounidenses, con La Habana como una nueva Alejandría repleta de motivos para la añoranza, de imágenes de idilio y decadencia.

En 1996, Ry Cooder se desplazó a La Habana para grabar un álbum, Buena Vista Social Club, con el grupo homónimo de artistas cubanos dirigidos por Juan de Marcos González, promotor también de Afro-Cuban All Stars. La producción corrió a cargo del sello británico World Circuit, que ya había auspiciado el álbum de Ry Cooder con Ali Farka Touré Talking Timbuktu en 1994. En el catálogo de World Circuit figuraban también los españoles Radio Tarifa, el sudanés Abd El Gadir Salim y el senegalés Cheikh Lô. Pero el éxito de Buena Vista Social Club batió todas las marcas.

En la película de Wim Wenders que registra las sesiones de grabación del álbum se tiene la sensación de estar asistiendo a una especie de velada espiritista en la que todo un modo de vida, el de la Cuba anterior a la revolución, con sus casinos y sus danzones, comparece enfundado en sones y boleros. La pobreza de las calles de La Habana, las ruinas arquitectónicas del pasado colonial y la ejecución casi integrista de los temas que componen el álbum configuran un mosaico cinematográfico fácil de confundir con otros acercamientos similares al mundo árabe o al Lejano Oriente. Resplandece en él la mirada etnocéntrica, condescendiente, del explorador persuadido de su condición de descubridor o mecenas de unos nativos inconscientes del valor de sus propias creaciones. “Formalmente”, escribe Said, “el orientalista se ve a sí mismo llevando a cabo la unión entre Oriente y Occidente, pero principalmente lo hace reafirmando la supremacía tecnológica, política y cultural de Occidente”. Incluso la evocación del pasado colonial se gestiona como un recurso natural de la isla, como si sus habitantes tuvieran que trabajar en pos de esa riqueza que el viajero estadounidense y su productor británico ansían.

Por supuesto, la ideología poptimista vigente en los últimos años del siglo XX y los primeros del siglo XXI acogió Buena Vista Social Club con los brazos abiertos: apoyo logístico en la cruzada contra lo que Motti Regev denominaría en 2003 “rockización” del planeta. La guerra contra el “rockismo” ya había empezado veinte años antes, o más, pero cobró auge en los ambientes académicos de principios del nuevo siglo, tal vez porque los jóvenes formados en el vocabulario popista de los años ochenta habían accedido ya a puestos de relativa relevancia en las instituciones educativas o a las becas necesarias para desarrollar sus ideas en un lugar más confortable que los fanzines y la prensa musical.

“Popismo” y “poptimismo” son términos que proclaman de manera deliberada y programática que la música pop es un espacio de libertad creativa no sujeto a las rigideces ideológicas del llamado “rockismo”

“Popismo” y “poptimismo” son términos que proclaman de manera deliberada y programática que la música pop es un espacio de libertad creativa no sujeto a las rigideces ideológicas del llamado “rockismo”, su antagonista nato. Son etiquetas que remiten, ay, a la crítica musical británica de principios de los años ochenta. El término “rockismo” se le ocurrió al músico Pete Wylie para categorizar la tendencia dominante en la prensa musical de aquella época, según la cual el rock era arte, arte de vanguardia y, sobre todo, arte auténtico, frente a la frivolidad y el filisteísmo del pop. Wylie pretendía satirizar una sensibilidad contra la que ya se empezaban a alzar los enfants terribles de la nueva crítica musical, con Ian Penman y Paul Morley a la cabeza desde las páginas de New Musical Express. Esta nueva crítica popista se basaba, en palabras de Mark Fisher, en “la idea de que el pop podía ser más que un divertimento placentero en la forma de una mercancía fácilmente consumible, la idea de que la cultura popular podía ser portadora de conceptos dificultosos y demandantes”. Frente a la colección de clichés en que se había convertido el rock, el pop como laboratorio vanguardista: una concepción muy adorniana, en efecto, pero con otro lenguaje, desde premisas teóricas que remitían a Barthes, Derrida y Bataille y en cuyas coordenadas la teoría pasaba a ser un ingrediente fundamental de la creación musical, no un añadido a posteriori.

Según Ian Penman, la teoría es una exigencia epistemológica de la propia música: a paseo los cantos laudatorios de la autenticidad del rock con su virtuosismo moral. En la nebulosa ideológica rockista, el “deseo de cambiar el mundo” que Greil Marcus atribuía a la música punk resultaba ser un condicionante moral previo a la teoría y a la propia música. Su autenticidad. La música era considerada tan solo el vehículo de esa autenticidad irreductible a lenguaje, y la teoría y la crítica musical únicamente el medio de juzgar qué música era auténtica y cuál no. En otras palabras, se trataba de despojar a la música de la música para llegar a lo importante. La crítica popista, en cambio, asume que la autenticidad no es más que un signo estético entre otros, un componente del lenguaje del rock y de su aparataje ritual. Queriéndolo o no, se cobija a la sombra de la autoridad de Walter Benjamin: “En el mismo instante en que la norma de la autenticidad fracasa en la producción artística, se trastorna la función íntegra del arte. En lugar de su fundamentación en un ritual aparece su fundamentación en una praxis distinta, a saber, en la política”.

Recién inaugurado el siglo XXI, el poptimismo cobró fuerza en la prensa musical estadounidense. Así, Kelefa Sanneh, en un influyente artículo publicado en 2004 en The New York Times, arremetía contra el rockismo como parte de la ideología imperialista y misógina dominante en Estados Unidos: frente al “afeminamiento” y la “ñoñería” del pop de consumo masivo, el rock reclamaría para sí la autenticidad, la masculinidad y una agresividad primitiva, genuina, desprejuiciada y enemiga, por supuesto, de la corrección política y la diversidad étnica y de género. El combate contra el rockismo era, pues, una lucha política. Al menos, en principio.

Pero el flamante poptimismo de 2004 generaba más de una duda incluso a veteranos de la primera guerra contra el rockismo como Paul Morley. No solo por carecer de sentido del humor y de madurez teórica, sino también por pretender reducir el debate a una disputa sobre el sentido del canon. El popismo de los años ochenta no fue un programa anticanónico, sino la pretensión de sustituir un canon por otro, algo que intrínsecamente forma parte de cualquier debate estético. Y fue una apuesta fuerte, teniendo en cuenta que NME puso su portada al servicio de la llamada World Music en un momento en que esa jugada no solo contravenía el canon imperante sino que podía arruinar a la revista y la reputación de todos sus colaboradores. El poptimismo de principios del siglo XXI, en cambio, simplemente pasaba por encima de la idea de canon y asumía que en materia de gustos ninguna jerarquía era más defendible que otra. Bastaba con sugerir que el canon en sí mismo siempre ocultaba intereses espurios de dominación. A partir de ahí, se sugería que fuera el mercado quien pusiera orden en la fonoesfera. Y ahí seguimos, sacando a relucir las cifras de ventas cada vez que alguien se atreve a sugerir que el reguetón con todas sus derivadas no es más que la penúltima versión del orientalismo made in USA.

Me temo que así es: por más que en algunos cenáculos se celebre el auge del reguetón como una especie de revolución cultural sin precedentes, lo cierto es que la relación de este género musical con el tinglado mediático y discográfico estadounidense no es muy diferente de la que pudieron mantener las demás caricaturas de lo latino que llevan sacudiendo las listas de éxitos desde los años ochenta. Un negocio suculento, al igual que el del rock, en el que uno encuentra trazas de todos y cada uno de los tópicos que una mentalidad colonial puede arrojar sobre las clases subalternas de su Oriente (o Sur) ideal: primitivismo, irracionalidad, desenfreno sexual, tribalismo, infantilismo, machismo y violencia. Querer hacer pasar ese cóctel de clichés por una descripción precisa de una comunidad humana, sea la que sea, es pura prevaricación intelectual. Convertirlo en un ideal político y estético me parece simplemente un disparate, pero eso lo veremos en nuestra próxima cita.

 

 

El tiempo pasa. Es un hecho. Es lo único que hace, lo único que es y, paradójicamente, lo que le impide ser algo. El tiempo no es nada, no recibe ni padece nada, no sostiene nada en absoluto. Pasa.

Este artículo es exclusivo para las personas suscritas a CTXT. Puedes suscribirte aquí

Autor >

Suscríbete a CTXT

Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias

Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí

Artículos relacionados >

Los comentarios solo están habilitados para las personas suscritas a CTXT. Puedes suscribirte aquí