MUNDO LITERARIO
Trece razones por las cuales no resulta (demasiado) conveniente contestar a una crítica de tu propio libro
Breve manual de instrucciones
Iban Zaldúa 16/01/2022

Livraria Lello (Portugal).
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Has publicado un libro. Es, por supuesto, magnífico, una obra maestra. Tu editorial lo promocionará con más o menos ahínco; tus familiares y tus amistades lo jalearán, con mayor o menor descaro, en las redes sociales –y tú, fiel a las leyes de la autopropaganda, lo rebotarás todo–. Y, además, si tienes suerte, perdón, si hay justicia en el mundo, te harán alguna entrevista, se publicarán reseñas, incluso alguna crítica más o menos elogiosa.
Pero, inesperadamente, alguien salta con una nota no demasiado halagüeña sobre tu obra en un artículo de opinión, o, las divinidades del panteón literario no lo quieran, aparece en la prensa o en Internet una crítica negativa. Es absolutamente injusta, desde luego. Y en un primer, o segundo, o tercer impulso, decidirás que es una afrenta que no puede quedar sin respuesta.
Quieta ahí, quieto ahí: piénsatelo un momento. O lee este breve manual de instrucciones en que se explica por qué no resulta –demasiado– conveniente dar réplica a la crítica negativa de tu propio libro.
1.- Porque nunca vas a poder ser objetivo: a fin de cuentas, se han metido con tu criatura. Y la crítica, por supuesto, no ha sido objetiva, no puede serlo si es una crítica que merezca mínimamente ser tenida en cuenta. Pero tiene que adoptar un cierto aspecto de objetividad, si está hecha en serio, algo que de ninguna manera podrá conseguir, por su propia naturaleza, tu respuesta. Esta cita de Mary McCarthy lo expresa bastante bien: “En otro tiempo había una suerte de ética en virtud de la cual nadie atacaba por escrito a alguien con quien tuviera diferencias personales: existía esa noción liberal de que había que evitar mostrar apariencia de parcialidad al escribir una crítica (...). Pero hoy en día nadie parece tener vergüenza de nada”. Es decir, intenta no ser tan contemporáneo, al menos en ese sentido.
2.- Porque no es elegante. El olimpismo es siempre mucho más efectivo: como decía –en un tiempo, al menos– la cantante Isabel Pantoja,”Dientes, dientes, que es lo que les jode”. Y se podría añadir: más aún que no hagas ni caso. En eso siempre puedes proceder como John Grisham, que decía lo siguiente: “No presto atención a lo que dicen los críticos, ésa es una batalla que gané hace mucho. Sé que no me tratan demasiado bien, cosa que antes me molestaba, pero ahora ya no. Me imagino que habrá muchos escritores que no consiguen publicar o que venden muy poco que se sienten amargados y no pueden soportar que haya escritores que venden a mansalva, pero en todo caso no tengo trato con ellos”. Más aun teniendo en cuenta que tú, por supuesto, eres mejor, incluso muchísimo mejor escritor o escritora que Grisham…
Si el texto se ha escrito principalmente con la escritora o escritor en mente, el resultado nunca podrá constituir una buena crítica
3.- Porque hay que procurar no ser demasiado presuntuoso o presuntuosa: la crítica, por definición, no la han escrito para ti, sino para el público lector en general –o en especial–, es decir, con el objeto de promover la conversación entre lectores, y puede que incluso el debate cultural. Si el texto se ha escrito principalmente con la escritora o escritor en mente –sea para atacarla/lo, sea para halagarla/lo: ambas posturas serían igualmente perniciosas–, el resultado nunca podrá constituir una buena crítica. En cuyo caso más vale que no le dediques la mínima atención.
4.- Porque si el autor o autora de la crítica es profesional o amateur de la crítica, es decir, escribe en un suplemento literario –o incluso en una revista universitaria–, lleva un blog literario o participa en los comentarios de Goodreads o de Amazon, para qué preocuparse: ya sabemos que los críticos son, siempre y sin excepción, escritores frustrados.
5.- Porque si –cosa más rara hoy en día, teniendo en cuenta que en el sector reina el “perro no come perro”– la autora o autor de la crítica es una escritora o un escritor, tampoco hay que preocuparse demasiado: si estás por encima del mismo o la misma en el escalafón de la cadena trófico-literaria, actúa según lo prescrito en el punto 4 de este panfleto, es decir, como si fuera un crítico profesional o aficionado –también es un escritor frustrado, aunque haya llegado a publicar–. Y si por un casual estuviera por encima, ni caso tampoco, porque sin duda envidia, desde sus antiguos laureles, tu trayectoria ascendente. Y, en todo caso, el tiempo te dará la razón, cuando triunfes y su equivocada crítica –que tú habrás guardado celosamente y te encargarás de reflotar, discretamente, cuando toque– lo deje en evidencia, como le ocurrió a Virginia Woolf con el Ulysses, a André Gide con En busca del tiempo perdido, o la mayoría de los departamentos de recepción de originales de las editoriales norteamericanas con La conjura de los necios –o con Carrie, ya puestos–. Etcétera, etcétera.
6.- Porque, si protestas por una mala crítica, es muy fácil caer en el victimismo, es decir, en la filosofía más exitosa y, al mismo tiempo, más perniciosa de la posmodernidad en la que habitamos. En la medida de que, como señalan, a derecha o a izquierda, autores tan dispares como Pascal Bruckner o Daniele Giglioli, el victimismo es proclive a encerrarse en una identidad inamovible y subalterna y, sobre todo, en la irresponsabilidad y la inocencia perpetua.
Algo de lo que, por mucho que duela, debería huir cualquier autora o autor, que ante todo debería ser consciente –es decir, responsable– de lo que escribe.
7.- Porque no merece el esfuerzo: ¿vas a malgastar tu enorme talento en esa menudencia? Dedícalo a crear tu próxima obra maestra y, si no llega la inspiración, a hacer crítica de un libro ajeno –evidentemente, no de la autora o autor de la crítica: no sería muy elegante, recuérdese el punto 3 de este listado–, donde, esta vez sí, podrás mostrar plenamente tu ecuanimidad.
8.- Porque actuando así corres el peligro de precipitarte, sin quererlo, en una cierta deriva conspirativa. Pues una vez que denuncias por su injusticia al autor o a la autora de una crítica negativa –se entiende: de la primera de todas las que puedan venir–, deberás hacer lo mismo con todas los que le sigan. Y no solo con quienes te criticaron, sino con quienes no lo hicieron –si ya resulta vidrioso protestar por una crítica que le hayan dedicado a tu libro, hacerlo por una que nunca llegó a escribirse roza los límites de lo patético, más aún si utilizas como altavoz, yo qué sé, desde una columna del mismo periódico que no la ha publicado todavía–. O con quienes te ignoren al perpetrar la lista de los mejores libros de la semana / el mes / el año / la década / el milenio, o con quienes te nieguen aviesamente alguno de los premios anuales –locales / provinciales / autonómicos / nacionales / internacionales / siderales– del género a que pertenezca tu obra. Lo que, al fin y a la postre, no puede sino conducir a la conclusión de que hay un complot contra ti o –lo que es lo mismo– contra tu obra. Y si sigues por ese camino, ten por seguro que, al final, te encontrarás con el 5G, Bill Gates, la masonería, los illuminati y los reptilianos. Entre otros.
9.- Porque no hay mal que por bien no venga: en el panorama cultural contemporáneo la cuestión es que hablen de lo tuyo, bien o mal, pero de lo tuyo. No de ti, que es lo que conseguirías respondiendo. (De acuerdo, puede que esto me haya quedado un tanto extemporáneo: seguro que alguien me sale que ese es, precisamente, el Zeitgeist que impera hoy en día, y probablemente tenga razón. Pero qué queréis que haga: mi ideario cultural se rige aún, de forma probablemente errónea, por las reglas previas a la era de la “literatura instagram”…).
En el panorama cultural contemporáneo la cuestión es que hablen de lo tuyo, bien o mal, pero de lo tuyo
10.- Porque si la cuestión es desahogarte, para eso están –según la etapa de la vida en la que te encuentres como autor o autora– tus progenitores, tu pareja, tus amistades, tu(s) cuadrilla(s), tus primas, tus sobrinos y demás familia extensa, quienes se hayan matriculado en taller literario que diriges, tu camarera o camarero de confianza, tu dealer, tus hijas e hijos, tus nietos y nietas, el personal de la residencia o de la gasolinera en que te han abandonado tus descendientes.
11.- Porque, una vez más, para eso están las amistades –del mundo literario–, es decir, para que no te manches las manos. Sea por medio de una horda de trolls en las redes sociales, una carta al director bien situada en el medio de comunicación en que se haya publicado la reseña, una rebelión de los y las colaboradoras del suplemento cultural en que apareció –o incluso, mejor aún, presionando a la dirección de la publicación con el fin de que prescinda del crítico o la crítica en cuestión–, o un manifiesto de protesta en change.org o Avaaz, en el que debes cuidarte de que firme toda la gente posible –menos tú–.
12.- Porque si lo decides en caliente, lo que va a dominar en tu respuesta, probablemente, será la ira o rabia, un sentimiento que no es muy presentable y, lo que es más importante en estos tiempos turbocapitalistas, no es nada vendible –salvo, claro está, en el mercado de los ofendiditos, cada vez más amplio; cfr. Lucía Lijtmaer.
Es decir, por ese camino puedes fácilmente caer en el insulto, algo que hay que evitar, en general: como comentaba Ian Buruma, es importante reconocer “la distinción entre ofensivo e insultante. Lo primero puede ser consecuencia de una opinión honesta que algunos pueden juzgar ofensiva. Lo segundo es un acto hostil. La ofensa se toma. El insulto se da. No hay excusa para el insulto en el discurso civilizado. Pero a veces la ofensa es inevitable”. Es mejor dejar pasar el tiempo, que agudiza el sentido del humor y, por lo tanto, puede darte la clave para responder, siempre indirectamente, de manera más efectiva.
13.- Porque, pese a que el tiempo no lo cura todo, y menos aún una afrenta como la que habéis recibido, tan injustamente, tú y tu obra, sí que puede llegar a atenuarla. Recuerda que un autor jamás perdona, pero puede olvidar –aunque no quiera–. ¡ O también puedes acogerte a aquello que escribió Jorge Luis Borges: “Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón”.
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Iban Zaldúa ha escrito, por lo general en euskera y a veces en esa lengua tan imperial que es el castellano, libros de relatos tan poco comerciales como Etorkizuna (Alberdania 2005, traducido como Porvenir, Lengua de Trapo, 2007), Biodiskografíak (Erein 2011; Biodiscografías, Páginas de Espuma, 2015) y Como si todo hubiera pasado (Galaxia Gutenberg, 2018), novelas fallidas como Si Sabino viviría (Lengua de Trapo, 2005) y cuasiensayos como Ese idioma raro y poderoso. (Lengua de Trapo, 2012) o Panfletario (Pepitas, 2021). Que no pare la autopropaganda.
Has publicado un libro. Es, por supuesto, magnífico, una obra maestra. Tu editorial lo promocionará con más o menos ahínco; tus familiares y tus amistades lo jalearán, con mayor o menor descaro, en las redes sociales –y tú, fiel a las leyes de la autopropaganda, lo rebotarás todo–. Y, además, si tienes...
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