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ESTÉTICA Y VERDAD

Dilemas de la belleza en los orígenes de la modernidad poética

Las vanguardias favorecieron el desbordamiento de la poesía del cauce estrecho en que discurría, acercando el discurso poético al espacio común de la vida de los individuos

Mario Campaña 8/11/2021

<p><em>Amarillo, rojo y azul.</em> Abstracción lírica. (Vasili Kandinsky, 1925).</p>

Amarillo, rojo y azul. Abstracción lírica. (Vasili Kandinsky, 1925).

National museum of modern art

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En otra ocasión hemos afirmado que las vanguardias poéticas del siglo XX no hubieran podido surgir sin la transformación previa de la noción de belleza imperante y la consiguiente apreciación de materiales poéticos que antes parecían extraños. Queremos comentar ahora en qué consistió ese cambio en el dominio estético que condujo a la poesía al lugar que ocupa en la cultura occidental desde mediados del siglo XIX. En nuestro breve recorrido consideramos a la poesía y al poema, según es de rigor, como un arte.  

Arte y belleza no siempre estuvieron directamente vinculados. No lo estuvieron antes del Renacimiento ni después del siglo XIX. El arte del siglo XX relegó la belleza como meta o vehículo. En la Grecia antigua lo que llamamos arte formaba parte de los dispositivos del culto religioso, no de la búsqueda de la belleza. Como actividad autónoma “despertaba desconfianza porque no estaba ‘directamente conectada con la verdad’” (Umberto Eco). En el griego clásico la palabra belleza (καλός, kalós) mencionaba una cierta forma exterior, generalmente de las personas, sí, pero también denotaba lo admirable, lo verdadero, virtuoso, bueno, correcto: cualidades morales o profesionales. A tal punto esto era así que en el diálogo platónico titulado Filebo Sócrates discute sobre la belleza no en relación al arte sino al “verdadero bien del hombre”, a “lo más ventajoso para la vida humana”, tratando de determinar si el supremo bien humano es la inteligencia y la sabiduría, por una parte; o los placeres, por otra. Sócrates convence a su oponente de que este no radica ni en el uno ni en el otro sino en un tercer elemento, mezcla de ambos, basado en la medida y la proporción. Ahora bien: “La justa medida y la proporción son [también] la esencia de lo bello o la belleza”, afirma Sócrates. “La medida y la simetría dan como resultado en todas partes belleza y virtud”. Sócrates agrega enseguida a la verdad, sin la cual “nada puede nunca nacer ni haber nacido”. Así pues, la belleza es para Platón uno de los tres componentes del bien de los seres humanos, junto a la proporción [entre la inteligencia y los placeres] y la verdad. En el mismo sentido, Aristóteles consideró que lo bello era “lo que es a la vez deseable por sí mismo y merecedor de elogio, o lo que complace porque es bueno”, y sus formas eran el orden, la simetría o la proporción de las partes entre sí. Siglos más tarde la proximidad entre belleza y virtud llevó a un pensador como Rousseau a creer que lo bello era “lo bueno en acción”.

El siglo XX abandonó el ideal de belleza, pero no hay que olvidar que la relación entre belleza y moral fue un factor de primer orden en la transformación de la poesía occidental

Se puede decir que, con variantes y complementos diversos y una serie de elementos aportados a lo largo del tiempo, estas son las líneas maestras de lo que ha sido llamado la Gran Teoría europea de la belleza, vigente en Europa, en términos generales, hasta el siglo XVIII, según los historiadores de arte. Si mencionamos ahora la idea dominante de belleza de la cultura europea y, a través de esta, vigente en todo el mundo occidental, es porque pone la lente en un asunto que, pese a todo, sigue latiendo en nuestra época. Aún en 2012 el profesor Howard Gardner, de la Universidad de Harvard, que recibió el premio Príncipe de Asturias en 2011, se lamentaba en su libro Verdad, belleza y bondad reformuladas (Paidós) de que “en Occidente, los conceptos de lo verdadero, lo bello y lo bueno sufren desde hace varias décadas una presión considerable” y defendía a la belleza como “una virtud humana esencial”. El siglo XX abandonó el ideal de belleza y el XXI no lo ha recuperado, pero no por ello hay que olvidar que la relación intensamente debatida entre belleza y moral fue un factor de primer orden en la transformación ocurrida en la poesía occidental a mediados del siglo XIX, que iba a abrir camino a la aparición de las vanguardias. 

Para avanzar en nuestro cometido conviene recordar que la historia del arte y de la poesía no ha transcurrido en un limbo de buenas intenciones, armonía y racionalidad. Lo irracional y dionisíaco, lo feo, grotesco y horroroso, lo negado y censurado, lo oscuro del ser humano, el mal, en suma, forma parte de la cultura artística y literaria de Occidente con menos glamur pero quizá con igual aunque secreto arraigo. 

A mediados del siglo XIX, los embates de esta heterodoxia y el ascenso del romanticismo y el realismo, que relativizaban la importancia de lo bello y reconocían la prioridad de la experiencia estética, consecuencia, todo ello, de la explosión que experimentaron las grandes ciudades al entrar en la modernidad industrial –la de las grandes masas; la proliferación de “lo feo”, lo “sucio” y lo inarmónico–, provocaron dos reacciones significativas. 

La primera vino del lado de la antes mencionada Gran Teoría, colocada en una situación de áspera insuficiencia. En 1853 el filósofo alemán Karl Rosenkranz publicó Estética de lo feo, una reacción contra las manifestaciones culturales que desbordaban los límites de lo estético y amenazaban el estatus del arte histórico. Rosenkranz aseguraba que “estamos inmersos en el mal y el pecado, pero también en lo feo”, renegaba de lo “burdo”, lo “vulgar”, lo “banal”, lo “obsceno”, lo “lascivo”, a los que veía formando parte de un “género infame”, y reconocía por doquier “el terror de lo informe y de la deformidad, de la vulgaridad y de la atrocidad”. En ese escenario, el marqués de Sade le parece “el clásico más eminente”. Discípulo de Hegel, quien creía que la belleza era la idea absoluta expresada de modo sensible, Rosenkranz, en una desesperada pirueta dialéctica, concibió “lo feo” como lo bello negativo, un momento de lo bello destinado a ser superado por lo cómico, porque “el espíritu es por su esencia superior a la naturaleza”. 

La otra reacción vino del lado progresista, del ‘progreso’: poco después de la publicación de Estética de lo feo, Victor Hugo, en su exilio de Guernesey, escribe su poema-libro El fin de Satán, con el que escenifica el triunfo del bien y el amor sobre el mal, de lo que daba testimonio la historia, la emancipación de la humanidad anunciada por los avances materiales, los avances de la época. Era una idea que circulaba en varios medios intelectuales europeos. El poeta y editor Maxime du Camp, por ejemplo, gran amigo de Flaubert, la desarrolló en La mort du diable: la derrota del mal era forzosa ante el poder universal de la libertad, la tolerancia, la fraternidad, la piedad, el bien, la renovación de la vida: los atributos del nuevo mundo próspero e ilustrado, representado por el Segundo Imperio napoleónico.

Con la mención de Rosenkranz, Hugo y Du Camp mencionamos las vías por las cuales el racionalismo de la modernidad intentó afrontar la crisis provocada por el agotamiento de la Gran Teoría. Pero otro era el camino que conduciría al arte y la poesía moderna. Fueron la estética del mal; la belleza del mal y su rebelión; la exigencia de atención al presente, a lo fugaz y efímero, una forma de poesía concebida como “diccionario de crímenes, vicios y melancolías”, y la vida, la obra y las convicciones más profundas de Baudelaire las que engendraron la estética y la ética nuevas, capaces de acoger por primera vez como materia artística el estremecedor heroísmo de la vida moderna y esa realidad misteriosa “como sueño de piedra”, como “esfinge incomprendida”, antes proscrita, a la que hasta entonces se negaba la dignidad de la poesía.

La nueva estética se oponía a la vez a la complacencia parnasiana en que había desembocado la Gran Teoría, basada ya en la caricatura de lo bello y el bien o en la separación de ambos, y al progresismo al modo de Victor Hugo, que subordinaba la fuerza de lo estético a una espuria benevolencia, unas intenciones mistificadas y ambiguos ideales morales y políticos. Solo la convergencia en el mal de lo estético y lo ético, con predominio de lo primero sobre lo segundo, la objetivación de lo bello en lo insumiso y lo socialmente censurado y negado, pudo producir una poesía, la de Baudelaire, en la que el mismo Victor Hugo reconociera “un estremecimiento nuevo”. 

Como Baudelaire, también Rimbaud libró el combate de la época en torno al arte y la poesía y la existencia o no de un vínculo entre la belleza y la moral, entre lo bello y el bien. En ese terrible ajuste de cuentas autobiográfico llamado Una temporada en el infierno, Rimbaud confesaba: “Una noche senté a la belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié”. Esa belleza “amarga” es la del esteticismo, la belleza ajena a la existencia, a la vida. Al llegar al final de la sección “Alquimia del verbo”, escribe: “Hoy sé saludar a la belleza”. Que Rimbaud salude a la belleza a la que antes había injuriado se debe a que Una temporada en el infierno dibuja el itinerario de la retractación del poeta maldito. En los borradores de ese libro Rimbaud había escrito “saludar a la bondad” donde luego escribió “saludar a la belleza”. En el mismo pasaje anotó: “Odio las inspiraciones místicas y las extravagancias del estilo […] el arte es una estupidez”. 

Así pues, en Una temporada... vemos a Rimbaud infamando a la belleza de las ‘tonterías’ pseudomísticas y las extravagancias de estilo, la belleza del arte que no va más allá de la mera ‘estupidez’, a lo que él llama “la locura que se recluye”, y saludando a una belleza que integra en sí a la bondad y la crítica de la existencia moderna, con lo que llega a su idea estética más alta, la que nutre Las Iluminaciones, el último libro de Rimbaud, donde hace el siguiente diagnóstico del mundo: “¡Te afirmamos, método! No olvidamos que glorificaste ayer cada una de nuestras edades. Tenemos fe en el veneno. Sabemos dar nuestra vida entera todos los días. He aquí el tiempo de los asesinos”. 

Como Baudelaire, también Rimbaud libró el combate de la época en torno al arte y la poesía y la existencia o no de un vínculo entre la belleza y la moral

La transformación de la idea de belleza tiene otro hito en Lautréamont, que en Los cantos de Maldoror bosqueja un género aterrador, en el mismo horizonte estético de Baudelaire: “Es bello –dice– como la retractilidad de las garras en las aves de rapiña [...] O mejor, como esa ratonera perpetua, constantemente tendida de nuevo por el animal atrapado”. La “ratonera perpetua” y “el animal atrapado” son harto elocuentes del dilema de la vida y del alejamiento del ideal estético aristotélico, una materia conspicua y una belleza agradable, definida por el equilibrio y la armonía, que produjera placer porque es buena. Lautréamont sitúa a la belleza en la zona en que los objetos convergen de modo irracional, para fundar un espacio nuevo: “[Bello] como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”, frase que luego sería una consigna de los surrealistas. La exacerbada preocupación por lo moral queda patente en sus proyectos posteriores, en las Poesías I y II. En la primera defiende las “causas finales” y “el amor a la familia, el matrimonio y las instituciones sociales”. Las pasiones, dice,  “deben ser sometidas a una alta moralidad”. Los “primeros principios deben estar fuera de toda discusión”.

La estética que cobra plena forma de Baudelaire a Lautréamont, entre 1857 y 1871 proclama el predominio de lo estético sobre lo ético pero confirma el vínculo de lo bello con lo moral, dejando definitivamente atrás la belleza basada en la justa medida, la proporción, la armonía y el placer, y abriendo el camino al dadaísmo, el surrealismo y el expresionismo, las mayores empresas vanguardistas de la poesía del siglo XX. Lo crudo y lo grotesco de Morgue (1912), el primer libro del expresionista Gottfried Benn, la proclamación de la muerte de la belleza por Tristan Tzara en su Primer Manifiesto Dadá (1918) y la descripción del poeta como alguien “enteramente en lucha con el mal” que hiciera René Char, un destacado militante surrealista y miembro de la Resistencia francesa, lo confirman. Nada falsifica más esa empresa revolucionaria que la negación esteticista del vínculo ético de lo estético en la que se empeñó en otro tiempo cierto hedonismo pequeño burgués. Los revolucionarios franceses de la segunda mitad del siglo XIX y las vanguardias poéticas del XX favorecieron el desbordamiento de la poesía del cauce estrecho en que discurría antes, acercando el discurso poético al espacio común de la vida de los individuos. 

En otra ocasión hemos afirmado que las vanguardias poéticas del siglo XX no hubieran podido surgir sin la transformación previa de la...

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Mario Campaña

Nacido en Guayaquil (Ecuador) en 1959. Es poeta y ensayista. Colaborador en revistas y suplementos literarios de Ecuador, Venezuela, México, Argentina, Estados Unidos, Francia y España, dirige la revista de cultura latinoamericana Guaraguao, pero reside en Barcelona desde 1992.

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