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MEDITERRANEANDO. UN ROAD TRIP POR LOS PIGS (III)

Lord Byron también era grafitero

En el siglo XIX, a muchos viajeros les dio por escribir su nombre en las piedras que quedaban en pie en Grecia. El poeta romántico británico dejó su firma en el templo de Poseidón, en el Cabo Sunión

Steven Forti 10/08/2021

<p>El cabo Sunión con el templo de Poseidón.</p>

El cabo Sunión con el templo de Poseidón.

María Elizalde

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“Lord Byron sí que era un poeta. Nada que ver con ese payaso de D’Annunzio”, nos soltó KITT mientras nos espabilábamos de la enésima siesta. “¿Hemos llegado a Predappio?”, preguntó Marco con los párpados aún cerrados y el sabor de los arrosticini de Campo Imperatore aún en la boca. Ya habíamos asumido que pasaríamos las vacaciones siguiendo una supuesta ruta nostálgica de los lugares símbolos del fascismo. Sin embargo, lo que veíamos desde la ventanilla no se parecía en nada a las colinas de la Romaña donde nació el Duce. “Estamos en Mesolongi, chavales”, dijo con un cierto orgullo KITT. “Aquí es donde murió Byron, a la edad de 36 años. Hagamos un minuto de silencio”. Nos miramos extrañados, pero no tuvimos el coraje de contradecirlo.

Había estado en Mesolongi en verano de 2015. Tsipras acababa de convocar elecciones anticipadas tras haber aceptado, en una noche de pasión y sufrimiento bruselense, el tercer memorándum de la troika. Varoufakis había abandonado el gobierno de Syriza, el halcón Schäuble amenazaba con echar a Grecia del euro, el corralito no era una posibilidad tan descabellada y la izquierda europea miraba con una mezcla de esperanza, infantil ingenuidad y pureza rabiosa a los asuntos helenos. A pesar de todo esto, en Mesolongi, ese verano reinaba una bochornosa calma chicha. A nadie parecía importarle lo más mínimo lo que acontecía en los palacios del poder. Los viejos seguían tomándose sus cafés griegos mientras jugaban a las cartas, los flamencos no dejaban de bailar un lento sirtaki en la laguna que separaba la ciudad del golfo de Corinto, y la estatua de Markos Botsaris, uno de los héroes de la guerra de independencia griega en los años veinte del siglo XIX, seguía erguida delante del ayuntamiento. Nada había cambiado en los últimos seis años.

El ayuntamiento de Mesolongi con la estatua de Markos Botsaris, héroe de la guerra de independencia de Grecia. | Steven Forti

“Por cierto, ¿sabéis cómo murió Byron?”. KITT no esperaba que lo supiésemos, así que continuó con su explicación profesoral. “Después de una vida que ni podéis soñar, dando tumbos por Europa, escribiendo poemas memorables, enamorando a más mujeres que Julio Iglesias, Byron se sumó a los rebeldes griegos que luchaban por la independencia de los otomanos. Se estableció en Mesolongi y planeó atacar la fortaleza de Lepanto, pero cayó enfermo en la primavera de 1824. Las sangrías que le prescribieron los médicos lo debilitaron aún más y le produjeron una infección que pudo con él. Cuando le habían extraído ya unos dos litros de sangre, les llamó asesinos. Es comprensible. Luego embalsamaron el cadáver y se lo llevaron a Inglaterra en una cuba de coñac”. En ese instante, se abrió una mesita y, encima de una bandeja, había dos chupitos de coñac: “¡A tu salud, George!”, exclamó entusiasta nuestro coche fantástico. “Amén”, gritamos como dos boy scouts mientras el alcohol nos calentaba el estómago. 

Nunca habría debido regalarle a KITT esa edición comentada de La divina commedia. Desde que la leyó, en el largo invierno en que no pudo casi salir de su garaje por las restricciones de la covid, se ha identificado tanto con la figura de Virgilio que, a veces, incluso me habla en latín. Le ha dado por convertirse en una especie de Cicerón cachondo del siglo XXI que explica todo lo que lee en la Wikipedia. “¿Con qué nos quedamos, muchacho? ¿Soy Virgilio o Cicerón?”, me suelta medio en broma. “¿Consigues también leer el pensamiento?”, le respondí asombrado. “Por lo menos ahora no nos da la chapa con las camisas negras y toda la parafernalia fascista”, me susurró al oído Marco. “No lo digas dos veces, por favor”, le contesté. 

“¿Qué hacemos al otro lado del Adriático?”, me permití preguntarle a KITT al cabo de un rato. “Disfrutar del verano. Ahora vamos a Lefkada. Google Maps me dice que hay una calita cojonuda y quiero darme un baño. ¿Me lo merezco, no? Además, hay una reseña de un pavo italiano que dice que  ‘L’acqua è turchese come nei Caraibi’”.

La calita de Milos cerca de Agios Nikitas, en la isla de Lefkada. | Marco Prati

Lefkada es una de las islas jónicas que se encuentran en el litoral griego, justo debajo de la frontera con Albania, pero, a diferencia de Corfú, Ítaca o Cefalonia, está conectada a la costa por un estrecho puente levadizo. A la altura de Agios Nikitas nos paramos debajo de un tamarindo. Mientras KITT se pegaba un chapuzón, Marco y yo nos metimos en la primera taberna que encontramos y pedimos dos cervezas heladas. Debíamos recomponernos. La camarera nos trajo dolmades caseros, unas berenjenas asadas con tomate y feta y un pulpo a la plancha. Antes de pagar, nos dejó en la mesa también sandía y una botellita de tsipouro. “¡Qué Dios bendiga a Grecia!”, exclamó Marco. Necesitábamos ya otra siesta.

El puente de Río-Antirio que conecta el norte de Grecia con el Peloponeso a la altura de Patra. | Marco Prati

“Aquí es dónde se libró la batalla de Lepanto”, nos dijo KITT mientras cruzábamos el puente de Río-Antirio que nos llevaba al Peloponeso. Sin pedírselo, como ya era costumbre, empezó a explicarnos que, allá por 1571, en la guerra que enfrentó a la Liga Santa con los otomanos, participaron unas 100.000 personas, entre remadores, marineros y soldados, y cerca de 400 galeras. “El capitán de los turcos no tenía intención de meterse en una batalla que pintaba más que complicada. Llevaba meses arriba y abajo por el Mediterráneo, los hombres estaban cansados y además ya era principios de octubre. Las galeras no suelen navegar entre noviembre y marzo. Bastaba que se quedase unas semanas más protegido en Lepanto y los cristianos habrían vuelto a casa con el rabo entre las piernas. Unos días antes de la batalla, el genovés Andrea Doria, de hecho, dejó escrito que la expedición había sido un fracaso”. “¿Y entonces?”, preguntó Marco. “Pues resulta que el comando central de la expedición otomana estaba en Constantinopla: la última comunicación que había recibido Alí Bajá era que debían dar batalla con honor sí o sí en cuanto avistasen los navíos enemigos”. “Es decir, ¿el capitán decidió, en la práctica, suicidarse?”. “Así es, chavales. Para no contradecir las órdenes del sultán. La vida es extraña”. “Y la muerte puede ser muy estúpida”, zanjó Marco. 

Estábamos bajando hacia Atenas. El país estaba sufriendo la mayor ola de calor de los últimos treinta años. Alrededor de la capital, el humo oscurecía el cielo casi por completo: Grecia estaba literalmente ardiendo. En la isla de Eubea, poco más al norte, habían tenido que evacuar ya a unas 20.000 personas, abandonadas por el gobierno derechista de Mitsotakis. “Y luego tenemos que tragarnos las mentiras de Abascal que dice que el cambio climático no existe”, nos comentó KITT. Rodeamos Atenas y paramos en Lavrio, un puerto de tercer orden en el sur-este de Ática. Tras la guerra civil griega, de aquí salían los barcos para llevar a los prisioneros políticos, sobre todo comunistas, a la deshabitada isla de Makronisos.

El puerto de Lavrio y al fondo la isla de Makronisos. | Steven Forti

En su estupenda y surrealista novela Lo poco que sé de Glafcos Zrasakis, Vasilis Vasilikos, el autor de Z, imaginó ya, a mediados de los años setenta, que Makronisos, en un futuro no muy lejano, se habría convertido en una especie de “nuevo Partenón de la tecnología contemporánea”. Los exiliados que habían sufrido las penas del infierno en la que se conocía como la isla del Diablo regresaban a su tierra, aterrizando en un aeropuerto reluciente, en la misma isla donde habían vivido su dramático exilio interior. Vasilikos se adelantó a sus tiempos en la imagen de una Grecia convertida al turismo de masas, aunque Makronisos se quedó tal cual era en los años oscuros. La estatua desangelada de una mujer recuerda el sufrimiento de los millares de griegos que pasaron por este campo de concentración, que se mantuvo abierto hasta los años setenta. “La madre, la esposa, la viuda del prisionero de Makronisos que defiende la isla”, se lee en la base de la estatua.

Estatua de mujer en el puerto de Lavrio. | Steven Forti

En la antigüedad Makronisos se llamaba Helena porque, según la leyenda, ahí, la mujer de Menelao, raptada por Paris, paró de camino a Troya. Por lo que parece, las mujeres han sufrido siempre en Makronisos.

KITT estaba extrañamente callado. Nos llevó en silencio hasta Cabo Sunión, donde se yergue el poderoso templo de Poseidón. En tiempos de Temístocles, la ciudadela fortificada de Sunión fue clave para Atenas. Permitía controlar la entrada de los barcos en el golfo Sarónico y comerciar la plata que se extraía de las ricas minas de Lavrio. Cuando la batalla de Salamina, las tropas persas de Jerjes destrozaron la ciudad y arrasaron el templo: Pericles lo reconstruyó conjuntamente con el Partenón de Atenas. En el siglo XIX, a muchos les dio por escribir su nombre en las piedras que quedaban en pie. Incluso Byron, antes de palmarla en Mesolongi, dejó su graffiti. “Nadie es perfecto”, comentó KITT con la boca medio cerrada.

El templo de Poseidón en el Cabo Sunión. | María Elizalde

El calor era aterrador. El sol no daba tregua. Marco empezó de repente a quemar. Me saludó con la mano y una sonrisa en la boca. ¡Zas! Se hizo cenizas y su espíritu se libró en el aire. El viento lo llevó Egeo adentro. “Dios, tengo alucinaciones. ¿Una insolación?”, me dije. En ese instante, detrás de una columna del templo apareció una mujer. Era morena y esbelta: su mirada me penetró en las entrañas. “¿Quién eres?”, le espeté con un hilo de voz. “Soy Atenea. He venido para cuidarte. Poseidón es un cabrón; siempre le da por jugar malas pasadas desde que le gané en la votación para ser la deidad protectora de Atenas. Y KITT está más chalado que el Pocholo; no quiero dejarte en sus manos. Con la tontería esa de buscar monumentos raros, a ver si te lleva hasta Turkmenistán para ver la estatua dorada del perro favorito de Gurbanguly Berdymukhamedov”. En ese instante me desmayé. La caída fue suave: Atenea me había ya cogido entre sus brazos.

“Lord Byron sí que era un poeta. Nada que ver con ese payaso de D’Annunzio”, nos soltó KITT mientras nos espabilábamos de la enésima siesta. “¿Hemos llegado a Predappio?”, preguntó Marco con los párpados aún cerrados y el sabor de los arrosticini de Campo Imperatore aún en la boca. Ya habíamos asumido...

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Steven Forti

Profesor de Historia Contemporánea en la Universitat Autònoma de Barcelona. Miembro del Consejo de Redacción de CTXT, es autor de 'Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla' (Siglo XXI de España, 2021).

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