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HIGIENE DEMOCRÁTICA

Juan Carlos I: un año de exilio radioactivo

Olvidarse de la evasión fiscal y del blanqueo de capitales que se atribuyen al rey emérito no ayudará a conquistar la progresividad tributaria necesaria para financiar derechos sociales robustos para el conjunto de las gentes trabajadoras

Gerardo Pisarello 3/08/2021

<p>Rey Juan Carlos.</p>

Rey Juan Carlos.

Malagón

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Hace exactamente un año, Juan Carlos de Borbón abandonaba abruptamente España y se trasladaba a una villa de lujo en Abu Dhabi. Lo hacía pocos meses después de que la propia Casa Real, en una nota firmada por su hijo Felipe VI, lo señalara como posible autor de graves delitos de evasión fiscal y blanqueo de capitales. Aún hoy no está claro si se trató de un autodestierro o de un exilio forzado. Lo cierto es que sus efectos han sido inequívocamente radioactivos. Para el rey emérito y para el conjunto de la Familia Real. Como consecuencia de ello, el juancarlismo, entendido como una forma de consenso en torno a la legitimidad de la monarquía, se ha desmoronado como un edificio en ruinas. Y se ha convertido, de paso, en un lastre para la monarquía reinstaurada por Francisco Franco y caracterizada como parlamentaria en la Constitución de 1978.

 El exilio: una respuesta española a la degradación de la monarquía

Con su súbita huida a la mansión que le facilitó el jeque Bin Zayed Al Nahayan en la isla de Nurai, Juan Carlos I repetía la historia de muchos Borbones que le precedieron. Tras las revueltas de 1840, María Cristina se vio obligada, siendo reina regente, a zarpar a Marsella y acabó sus días en el exilio francés. Su hija, Isabel II, también tuvo que huir a París tras la Revolución Gloriosa de 1868, y allí moriría con 73 años. Su nieto Alfonso, abuelo del actual emérito, también se vio forzado a exiliarse en Roma, tras la llegada de la II República.

En realidad, el exilio ha sido una manera española de responder a la degradación de la monarquía y, de manera más específica, de la monarquía borbónica. Casi siempre ha sido el resultado de revueltas producidas por escándalos de corrupción o por las inclinaciones reaccionarias de los monarcas de turno. A diferencia de lo que ocurrió con la Revolución inglesa del siglo XVII o con la francesa del XVIII, en España los reyes disolutos no han acabado en el cadalso. Ni siquiera han tenido que sentarse ante un tribunal o ante una comisión parlamentaria. Simplemente, se les ha facilitado el exilio o se los ha forzado a emprenderlo.

Un regreso cada vez más improbable

Comparado con las respuestas de algunas revoluciones modernas, el exilio, al igual que el ostracismo griego, aparece como una medida humanitaria, carente de la crueldad de otras alternativas más drásticas. Eso sí, casi siempre los reyes exiliados han conspirado para regresar, e incluso para vengarse de quienes forzaron su salida. María Cristina no dudó en intrigar desde París contra los progresistas y los demócratas que se levantaron contra ella. Isabel II fue algo más cauta. Alfonso XIII de Borbón, en cambio, no dudó en utilizar su exilio para conspirar junto a Mussolini contra la II República.

Hasta que las encuestas le comenzaron a ser claramente adversas, Juan Carlos I no pensó nunca que tendría que abdicar. Mucho menos que podría acabar sus días fuera de España contra su voluntad. La elección de Abu Dhabi, sin embargo, terminó siendo una forma, acaso inconsciente, de vetarse un posible retorno.

Para un rey acusado de cobrar comisiones por venta de armas, de petróleo, o por la construcción de infraestructuras como el AVE a la Meca, trasladarse a una isla de lujo invitado por un autócrata de los Emiratos Árabes es como regresar a la escena de un crimen. Como reconocer que la fortuna acuñada al margen de sus funciones constitucionales se forjó con el tipo de amistades que ahora le ofrecen refugio. Protegido durante meses por jeques de Oriente Medio, todos los negocios irregulares atribuidos a Juan Carlos de Borbón desde antes de que fuera rey han ganado verosimilitud. Despojado del férreo blindaje mediático del que se benefició en sus días de gloria, las investigaciones que lo vinculan al cobro de favores al margen de la ley adquieren un halo de credibilidad incontestable. Desde las millonarias transacciones con diferentes reyes de Arabia Saudita a los opacos servicios prestados a sus “hermanos”, el emir Yaber III, de Kuwait, o los reyes de Marruecos Hassan II y Mohamed VI.

No sorprende, por eso, que el retorno del Rey exiliado sea una hipótesis que se antoja cada vez más lejana. Especialmente, cuando el propio exmonarca ha intentado regularizar desesperadamente su fortuna, asumiendo así la condición de evasor de la que se le acusaba. El “regreso del rey” salió tímidamente a colación en las últimas navidades, pero pronto se disolvió como un azucarillo. Hubo algunos sectores de la derecha que, con el pecho henchido, pero con la boca pequeña, declararon que el “rey puede volver cuando le venga en gana”. Pero ni los sectores monárquicos más influyentes ni el propio Felipe VI mostraron entusiasmo alguno sobre esa operación retorno. Es más, conscientes de que cualquier contacto directo con el exrey abrasaría a la institución y al monarca actual, han tendido a pensar que el único favor que el emérito estaría en condiciones de prestar a la institución es acabar sus días en la lejana villa de Nurai.

Exilio forzoso a cambio de impunidad interna

El exilio en Abu Dhabi, en todo caso, no solo puede entenderse como un castigo de lujo. Es la condición para una contrapartida interna: que ciertos actores políticos, económicos y judiciales se comprometan con denuedo a trabajar en España para la impunidad del exmonarca.

Desde que Juan Carlos de Borbón, en efecto, anunció que gozaba de los favores de Bin Zayed Al Nahyan, se registraron en el Congreso quince peticiones de comisiones de investigación. Su objetivo no era controlar al emérito. Era obligarlo a informar ante la sede institucional por excelencia de la soberanía popular de lo que sabía sobre los hechos que se le atribuían. Todas fueron vetadas con por la postura contraria de  Vox, PP y PSOE. 

A pesar de las graves acusaciones en su contra y de la confesión que sus intentos de regularización fiscal “voluntaria” suponen, Juan Carlos I sigue sin estar imputado ante el Tribunal Supremo. Las actuaciones de la Fiscalía están siendo lentas y no han dado todavía ningún resultado tangible. Tampoco ha sido diligente la actuación de Hacienda. Sus propios sindicatos de técnicos han denunciado la impúdica pasividad mostrada en el caso del rey emérito, sobre todo si se compara con otros casos en los que se hubieran detectado incumplimientos fiscales similares.

A decir verdad, las principales esperanzas de que Juan Carlos I responda ante un tribunal están hoy depositadas en la actuación de jurisdicciones extranjeras. Por un lado, en lo que pueda hacer el valiente fiscal suizo Yves Bertossa. Ya en el verano de 2018, Bertossa descubrió una cuenta de la fundación panameña Lucum, en el banco Mirabaud. En ella se ocultaban 65 millones de euros que Juan Carlos I recibió en 2008 del Ministerio de Finanzas de Arabia Saudí. Habrá que ver qué sale de allí.

La otra vía abierta es la que pueda derivarse de la demanda civil, recientemente presentada por Corinna Larsen, ante un tribunal inglés contra su expareja. Su acusación de acoso, seguimiento y difamación, involucra al emérito y a los propios servicios de inteligencia españoles. En este último caso, podría ocurrir que si el exmonarca invocara su condición de ex Jefe de Estado, se le podría aplicar la doctrina utilizada en el caso Pinochet en 1999. En aquella ocasión, el comité judicial de la Cámara de los Lores falló contra la inmunidad del dictador y facilitó su extradición a España.

Una onda radioactiva de alcances imprevistos

A pesar de todos las precauciones adoptadas en el ámbito interno para que Juan Carlos I no comparezca ante el Congreso ni se siente ante un tribunal, la constante catarata de acusaciones en su contra no deja de emitir material altamente radioactivo. Ese material está corroyendo todos los muros que se intentan levantar entre el exmonarca y Felipe VI. El rey actual tiene así un doble problema. Cada vez que un nuevo escándalo sacude a su antecesor, debe dedicar tiempo a encubrirlo o a simular que nada ocurre. Pero ese silencio, lejos de alejarlo de su padre, lo acerca irremisiblemente a él. Sobre todo, porque es poco verosímil que Felipe de Borbón no supiera nada sobre operaciones financieras de su progenitor, acordadas cuando él era un adulto que llevaba tiempo preparándose para ser rey.

Sus propios sindicatos de técnicos han denunciado la impúdica pasividad mostrada en el caso del rey emérito, sobre todo si se compara con otros casos

Esta dificultad de Felipe VI para deshacerse de la pegadiza sombra de su padre es una razón de peso para que no tenga interés alguno en que este abandone Abu Dhabi. Sin embargo, algunos sectores monárquicos comienzan a pensar que es insuficiente. Que la radiación emitida por Juan Carlos I está afectando a su hijo y que quizás haya que activar con premura un plan B. Ello explicaría las ansiosas y torpes campañas por acelerar la llegada al trono de Leonor, presentada como la cara joven de una monarquía por fin moderna, libre de las hipotecas de su abuelo y de su propio padre.

En un contexto así, las fuerzas republicanas, democráticas, no pueden consentir que la vía de la impunidad se consolide. Su prioridad, en estos tiempos de pandemia, debe ser sin duda priorizar las medidas materiales que la economía y las mayorías sociales precarizadas necesitan de forma urgente. Pero ello no puede hacerse a costa de callar sobre la monarquía. Por el contrario, olvidarse de la evasión fiscal y del blanqueo de capitales que se atribuyen al rey emérito y a otros personajes que se beneficiaron de sus favores, no ayudará a conquistar la progresividad tributaria necesaria para financiar derechos sociales robustos para el conjunto de las gentes trabajadoras. Tampoco se defenderán mejor la educación, la vivienda o la sanidad públicas si no se denuncia el saqueo privado generado por un capitalismo de amiguetes y de comisionistas al que la monarquía ha estado obscenamente vinculada.

Tras reconocer que los escándalos del emérito eran “perturbadores e inquietantes”, Pedro Sánchez se mostró convencido, a finales de 2020, de que Felipe VI daría pasos hacia “la transparencia, la rendición de cuentas y la ejemplaridad”. Desde entonces, no se ha visto ninguno. La monarquía sigue gozando de espacios intolerables de inmunidad y opacidad, y sigue resultándole a la ciudadanía mucho más costosa de lo que los presupuestos de la Casa Real reflejan. Es un deber cívico elemental, pues, impulsar medidas de higiene democrática que pongan coto ya a esos privilegios odiosos. Acometerlas no implica renunciar a ningún horizonte republicano. Por el contrario, implica seguir bregando por ellos con persistencia, recordando, como dejó dicho Galdós, que a veces la paciencia es una forma de heroísmo disuelto en el tiempo. 

Hace exactamente un año, Juan Carlos de Borbón abandonaba abruptamente España y se trasladaba a una villa de lujo en Abu Dhabi. Lo hacía pocos meses después de que la propia Casa Real, en una nota firmada por su hijo Felipe VI, lo señalara como posible autor de graves delitos de evasión fiscal y blanqueo de...

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Autor >

Gerardo Pisarello

Diputado de En Comú Podem. Profesor de Derecho Constitucional de la UB.

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