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Gramática rojiparda

Florilegio de ficciones rojipardas

En pocos lugares como en España se ha aplaudido tanto la crueldad como rasgo de lo masculino y su incompatibilidad con el diálogo y el razonamiento

Xandru Fernández 11/07/2021

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Hace unos meses, en pleno auge de la ofensiva felipista contra la llamada Ley Trans, salió al mercado un nuevo concepto, el del “borrado de mujeres”. Gráfica expresión del temor a que el nuevo marco legal hiciera desaparecer lo femenino(sic) de la faz de la tierra. Siempre hay que sospechar de las hipérboles. Si alguien te dice que le fascina una ciudad, generalmente es alguien que la ha pisado poco y lo que le fascina es, en efecto, la excepcionalidad extática de esa experiencia. Con las mismas, si alguien se queja del borrado de las mujeres, no debería extrañarnos que lo que le preocupe que desaparezca sean los hombres.

La masculinidad herida es la única forma de victimismo que ha conseguido exhibir la extrema derecha sin pegarse un tiro en el pie. Cierto que la islamofobia y el racismo aún gozan de buena salud, pero casan mal con la desafección de los católicos hacia sus propios ritos y con el hábito de comprar toallas y bombillas en el bazar chino. En cambio, la defensa del hombre de pelo en pecho, con toda su agresividad banal, su falta de sentido del humor, su rijosidad a prueba de bombas y su amor por lo natural, lo espontáneo y lo “de toda la vida”, es una cruzada en la que pueden hermanarse y de hecho se hermanan candidatos de Vox y legionarios, humoristas en horas bajas y barones del PSOE, toreros posfranquistas y ponentes de la Escuela Rosario Acuña.

No sostengo que la masculinidad tradicional sea el factor que lo explique todo. Me limito a sugerir que puede ser el síntoma de que todo ese lote de creencias, afectos y prejuicios que hasta hace poco llamábamos, acertadamente, “patriarcado” va en caída libre y provocará más de una conmoción antes de estrellarse definitivamente contra el suelo. En combinación con otros hits del pensamiento conservador, puede llevarse por delante décadas de progreso científico y millones de euros invertidos en educación para la ciudadanía. De prevenir esos efectos es de lo que deberíamos estar hablando, y no de fantasías distópicas donde se hormona a los niños para parecerse a sus Barbies o se sacrifica a los carnívoros en el altar de la Sagrada Espinaca.

Romperse la crisma por defender unas convicciones impopulares puede ser una señal de coherencia política, pero rompérsela por querer parecer el más bobo del país es difícil de justificar

De masculinidad tradicional va todo esto, y es difícil pensar otra cosa si prestamos atención a las reacciones cosechadas por los comentarios de Alberto Garzón sobre el consumo de carne. Dicho sea de paso y sin ánimo de ofender, comienza a ser preocupante la incapacidad del ministro de Consumo para llevar una política comunicativa normalita, sin hacer olas ni romper nada. Pero, con todo, más preocupante es la impudicia con que el presidente del gobierno se tira a piscinas donde no es que cubra mucho o poco, es que no hay agua: romperse la crisma por defender unas convicciones impopulares puede ser, a la larga, una señal de entereza moral y coherencia política, pero rompérsela por querer parecer el más bobo del país es difícil de justificar ante el juicio de la Historia (sobre todo si compites con Lambán y García-Page, que ya son ganas).

El elogio sanchista del chuletón al punto no solo evidencia el elitismo de siempre en la nomenklatura del PSOE, su indiferencia hacia los hábitos y estrecheces de las clases subalternas, que amarán los chuletones pero consumirán con más frecuencia derivados cárnicos mucho más baratos. También deja en evidencia a buena parte de esa izquierda presuntamente radical que se tira a la yugular del ministro en solidaridad con los productores de carne, señores y dadores de vida, sin hacer distinciones entre los grandes accionistas de la industria cárnica y los curritos de sus macrogranjas, ignorando de paso a otros tantos miles de trabajadores, los agricultores, a quienes toda esta torsión nacionalista debe de haberles pillado un poco a contrapié, acostumbrados como estaban a que la hortaliza y la fruta reflejaran la potencia del campo español frente al vecino europeo que nos tiraba los tomates, qué tiempos. Seguramente hay más de un cliché sobre el campesinado que nos impulsa a considerar a todos los obreros del campo como si fueran iguales y tuvieran idénticos problemas, pero si me preguntan por qué los trabajadores de las granjas de pollos necesitan más likes que los productores de hortalizas, tampoco sabría decirles. Al menos no sabría decirles nada con sentido si me eliminan de la ecuación a la dichosa masculinidad tradicional con sus cánticos de caza.

Políticos jactándose de comer carne los ha habido en España desde que se sugirió por primera vez que alguien podría no ser feliz zampándose un entrecot. Vacas locas, gripes aviares, fiebres de Malta y triquinosis son algunos de los enemigos invisibles contra los que luchan denodadamente todos esos patriotas masticadores de músculos y clembuterol, persuadidos de que, con cada hebra de carne desgarrada que se embuten, salvan una porción equivalente de España. Y claro que hay mucho en juego y que, nada más que alguien con peso en la opinión pública insinúa cualquier cosa que amenace las cuentas de resultados de los empresarios del sector, los teléfonos empiezan a sonar y los fogones a humear para el espectáculo. Pero lo verdaderamente aterrador es que también las glándulas salivales empiezan a salivar, en una suerte de reflejo pavloviano que conecta el tinglado político-empresarial de la industria cárnica con la trama simbólico-libidinal del español muy español y sus delirios campeadores.

En la construcción del imaginario español ha pesado demasiado la retórica de la virilidad feudal, el mito del garrote como herramienta de liderazgo ergonómico, la exaltación del nervio y las efusiones sólidamente enraizadas en la tradición frente a la amenaza disolvente de lo urbano con sus afeites y sus trampas dialécticas. No es que en otros lugares del planeta no haya sesgos de género que combinen a la perfección con sus correspondientes fanfarrias nacionalistas, pero en pocos se ha aplaudido hasta tal punto la crueldad como rasgo de lo masculino y su incompatibilidad con el diálogo y el razonamiento. El varón español es “de pocas palabras”, una curiosa virtud que se comprende mejor en cuanto reparamos en que las mujeres son con frecuencia acusadas de hablar como cotorras. ¿Recuerdan el latiguillo de Vox: “Que te calles, progre”? Ese mandar callar, ese imponer silencio. El cazador silencioso: no levantar la liebre.

No tengo demasiadas dudas de que la deriva rojiparda de muchos jóvenes aspirantes a líder de masas (o a tertuliano de La Sexta) se sustenta en una sonrojante incapacidad de entender lo que critican

El cliché se replica a todos los niveles de la pirámide social y se encuentra repartido por igual en todas las instancias de aceptación masculina de las cartas marcadas, lo que hace más verosímil el peligro de un trasvase de simpatías desde la izquierda más heteronormativa hacia la derecha más casposa y desinhibida. El blanco de las iras de esa izquierda científicamente pura que, por mil razones, se siente superada por el empuje social del feminismo y el movimiento LGTBI es la “palabrería posmoderna”, la “cháchara queer”. Llámenme desconfiado, pero hay críticas que evidencian una clara merma intelectual, y no tengo demasiadas dudas de que la deriva rojiparda de muchos jóvenes aspirantes a líder de masas (o a tertuliano de La Sexta, lo que primero llegue) se sustenta en una sonrojante incapacidad de entender lo que critican. Pero creo que, más decisiva aún, y más dramática, es la convicción de que entender no es importante, que las sutilezas teóricas son algo despreciable no por sutiles sino por teóricas y que mucho mejor llamar al pan, pan y al vino, vino. Como toda la vida. Y el chuletón, al punto.

“En España hemos pasado de pegar palizas a los homosexuales a que ahora esos colectivos impongan su ley”. Si Espinosa de los Monteros hubiera dicho “han pasado”, sus palabras simplemente expresarían una falsedad, pero al decir “hemos” se sitúa del lado de quien efectivamente pegaba (y pega) las palizas: ese “nosotros” que identifica “español” con “masculino” y “masculinidad” con “violencia”. Maricón el último. Si no sabe aguantar una broma, márchese del pueblo, que diría Gila. Me temo que este verano asistiremos a más de una hazaña de los chicos del pueblo y ya solo aspiro a que no vuelvan a contar con el aplauso de los que creen que la homofobia es revolucionaria, el cambio climático un invento y los nuggets del Mercadona, dieta mediterránea.

Hace unos meses, en pleno auge de la ofensiva felipista contra la llamada Ley Trans, salió al mercado un nuevo concepto, el del “borrado de mujeres”. Gráfica expresión del temor a que el nuevo marco legal hiciera desaparecer lo femenino(sic) de la faz de la tierra. Siempre hay que sospechar de...

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1 comentario(s)

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  1. Miquel

    El artículo dice algunas cosas interesantes. Pero el "En pocos lugares como en España..." no se argumenta en parte alguna del texto. ¿Nos lo podría argumentar el autor porque ha vivido y trabajado en otros países o al menos ha estudidado a otros paises para decirlo? ¿Le sale sin pensar como latiguillo para flagelarse, para justificar, para el derrotismo de siempre? Que un fenómeno o proceso o hecho ocurra en España ya es suficiente en sí mismo; en este caso, el latiguillo es falso en sí mismo, y no ayuda a cambiar la realidad.

    Hace 2 años 8 meses

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