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VIDA COLECTIVA

Comunes cotidianos y comunes emergentes

Ahora que tantos patrimonios cuentan con una comunidad de concernidos dispuesta a defenderlos, nos toca a todos y a todas alinearnos en estas luchas para hacerlas más robustas

Antonio Lafuente 21/04/2021

<p><em>The Plaza</em> (1991), obra del pintor hiperrealista Richard Estes.</p>

The Plaza (1991), obra del pintor hiperrealista Richard Estes.

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Hablar bien de lo común siempre fue algo extraño. No fue hasta los albores del mayo del 68 que se hizo manifiesta la sospecha de que la cultura solo era otra impostura de nuestro tiempo. Ser cultos, al menos desde la Ilustración, siempre fue una forma de salir de la caverna, sacudirse el pelo de la dehesa y abandonar el bosque primigenio. La escuela, en fin, institucionalizaba la promesa de sacarnos de lo común o, en otras palabras, de su perfil soez, bravo, desaliñado y bárbaro. Civilizarse equivalía a esquivar lo común.

Todo buen ciudadano debía conocer y respetar la ley, el patrimonio y la gramática. Para eso íbamos al colegio, para liberarnos de todas las formas de autoridad no certificadas y ser capaces de apreciar las más canónicas. Ser libres coincidía con ser ortodoxos. Culto y común eran condiciones antagónicas.

Ser común era como vivir extramuros: representaba una amenaza y recordaba nuestro origen primitivo. Sentir lástima o experimentar rabia por los excluidos, los discapacitados o los olvidados, podía ser una forma de estigmatizar a las mismas personas que a continuación queríamos salvar de su condición primitiva. Ya Calibán, y fue Shakespeare quien lo contó, lamentó amargamente el paternalismo colonial de querer imponer a los aborígenes una educación que decía querer emanciparlos mientras que, con el mismo gesto, negaba su condición humana. Ellos representaban todo aquello de lo que había que huir. Y ese parecía ser el destino de los comunes: disolverse, desaparecer, desposeerse.

Hace cincuenta años, allá por los sesenta, algo cambió. Mucha gente comenzó a ver en lo culto demasiado artificio, excesivo almizcle y abundante pedantería. Los dadaístas de unas décadas antes habían fracasado en su asalto al arte, pero a cambio lograron que la propia noción de arte se ensanchara para contener lo cotidiano y lo comunitario. Tanto así, que el movimiento Fluxus convirtió el lema ¡Todos somos artistas! en una proclama epocal que aún estamos dilucidando. La escena punk y hippy hicieron el trabajo contra la bastilla gramatical, la izquierda caviar y la cultura superior.

Ser mundano era una forma legítima de estar en el mundo: otra manera de relacionarnos más directa, cordial y transparente. Ser civilizado equivalía a ser aburrido

Lo común, en cambio, parecía muy auténtico, más verdadero y menos impostor. Así que, desde entonces, lo moderno también podía ser callejero, ordinario y simple. Lo mundano estaba de moda y tenía mucho predicamento moral. Ser mundano era una forma legítima de estar en el mundo: otra manera de relacionarnos más directa, cordial y transparente. Ser civilizado equivalía a ser aburrido. Lo común entonces emergía lleno de valores que garantizaban una vida buena que no renunciaba al goce y el roce.

Los comunes habitaban lo concreto y se atrevían a ser diferentes, eran capaces de cuestionar lo canónico y, en consecuencia, de politizar lo ordinario. Eran realistas y plantaban cara. Parecían más sabios. Había una inteligencia que descubrir en la condición de lo común. Y en el extremo, ser sabios, que no cultos, implicaba ser modestos, partícipes y empáticos.

Los comunes movilizaban prácticas que podían ser vistas con admiración. Parecía que les resultaba fácil ser solidarios, cómplices y resilientes. Tenían facilidad para la vida colectiva. Sacaban mucho beneficio de sus habilidades manuales, aprovechaban mejor sus escasos recursos, compartían más sus alegrías y, en fin, parecían felices entre tantos obstáculos.

La literatura sobre catástrofes nos ha proporcionado cientos de ejemplos que prueban la facilidad para organizarse, ser solidarios, distribuir tareas y afrontar responsablemente las dificultades. La literatura sobre cuidados también ha sabido poner en valor prácticas colaborativas y empáticas hasta muy recientemente desdeñadas. Los estudiosos de la vida en la favela descubrieron hace ya mucho tiempo el valor del urbanismo kitsch y de la autofabricación como práctica cultural. Los más recientes acercamientos a la innovación frugal, también conocida como Jugaad Innovation, muestran a los pobres, los excluidos y los comunes como gentes que cada día, teniendo que inventarse la vida, representan una fuente inagotable y paradigmática de creatividad.

Los bienes comunes no sólo eran inimaginables sin pensar en su comunidad, sino que también eran inalienables. Dos consecuencias radicales y para muchos revolucionarias

Elinor Ostrom ganó un premio Nobel de economía (2009) pensando en los bienes comunes. Construyó toda una maquinaria conceptual basada en una idea muy simple y que, como todas las cosas interesantes, no son binarias ni dicotómicas, sino trilces (triple y dulce, decía César Vallejo): un bien común es una cosa, una comunidad que sostiene y es sostenida por el bien y un protocolo que regula las relaciones de las personas con el recurso.  Así que los bienes comunes no sólo eran inimaginables sin pensar en su comunidad, sino que también eran inalienables. Dos consecuencias radicales y para muchos revolucionarias.

Detengámonos en esa noción de protocolo que acabo de mencionar. Un protocolo es un conjunto de reglas o convenciones que sirven para gestionar los conflictos y para garantizar la estabilidad de la comunidad, es decir del recurso que llamamos bien común. Esas reglas dan sentido a lo que se hace y ponen límites a las conductas individuales o, en otros términos, crean las condiciones para que la comunidad sobreviva.  En fin, dicho con pocas palabras, un bien común sólo es una forma particular de gestionar las cosas. Nace y se mantiene cuando se gestiona de otra manera. Los bienes comunes entonces son producidos día a día.

Alrededor de esos bienes puede haber imperios, mafias, corporaciones, competidores o sectas. Los bienes comunes no están aislados del mundo.  No son burbujas de marcianos. Sobrevivir nunca les fue fácil, porque las fronteras siempre son porosas a los contagios, los contrabandeos y las rivalidades. Relacionarse con esos mundos hostiles reclama mucha inteligencia y mucha fluidez. Hay que estar atentos a todo lo que pueda representar una amenaza y analizar los signos, documentar los riesgos, contrastar las discrepancias, jerarquizar las opciones, ejecutar los acuerdos y evaluar las consecuencias. Todo además debe hacerse gestionado los tempos, sin precipitación y con agilidad. Ser comunes entonces, habitar un bien común, reclama mucho conocimiento contrastado. Ostrom nos enseñó a admirar la creatividad colectiva y a descubrir la sabiduría del común.

 

Ostrom hizo muchas cosas asombrosas. Demostró que los bienes comunes no eran una reliquia del pasado, ni un residuo resistente a la modernidad. Nos enseñó que los comunes, el procomún, son modernos, están entre nosotros y pueden ser productivos, eficientes o rentables, además de cuidar de la comunidad. No siempre lo logran. No es fácil. Pero nunca son un milagro: son fruto de la inteligencia humana. Para ser comunes, hay que ser empáticos, colaborativos y honestos, pero también abiertos, experimentales y recursivos: hay que demostrar capacidad para tomar decisiones acertadas todos los días, y entre todos y todas.

Un procomún es una forma singular e innovadora de infraestructurar los cuidados, sin descuidar los resultados. No hay alternativa: los bienes comunes o son sostenibles o se desvanecen. Siendo hostil el entorno, o se crean las condiciones para acertar en las decisiones, o el bien común desaparece y, tras él, la comunidad misma. Y sí, lo que estamos diciendo es que un bien común tiene que actuar como un laboratorio ciudadano.

Ya habitamos un mundo sin refugio. Un mundo que necesitará aprender mucho de la gente común

Común, comunes, comunales, comunitarios son términos que mantienen estrechas relaciones de vecindad con palabras que ya nos hemos encontrado, como ordinario, mundano o cotidiano. Son palabras que fraternizan entre sí. Y que también sororizan, pues es cierto que describen espacios ignorados, precarizados y femeninos. Ser comunes suele ser identificado con vulnerables, invisibles y relegados. Pero mi punto de vista, sin embargo, es diferente. Serán víctimas, no lo niego, pero también son sabias, tienen maña y dan la vida. Y las nombré ahora en femenino para poder decir que muchas, como decía Hélène Cixious, escriben con leche blanca: saben hacer sin imponer, se comunican mediante códigos secretos y saben moverse sigilosamente bajo el radar.

Defender los comunes entonces tiene mucho que ver con hacerlos visibles, y no esperar la tragedia de su desaparición para apreciarlos. Un bien común concede un premio doble a quien lo descubre y conoce: primero aprende que hay mucha inteligencia detrás de esas comunidades ignoradas y, segundo, comprueba que hay maneras distintas de hacer las cosas. Reconocerlos te da sabiduría y te hace esperanzado. Te enseña que otro mundo es posible. Con los comunes se aprende a pensar a pie de obra, ante casos reales, junto a interacciones tácitas, con faltas de ortografía y, muchas veces, entre ruinas.

Los tiempos de pandemia corroboran que quienes vaticinaban el antropoceno no andaban desquiciados, pues ya habitamos un mundo sin refugio. Un mundo que necesitará aprender mucho de la gente común. Tendremos que descubrir esa sabiduría que les hizo adaptativos, frugales y confiados. Y hay muchos ejemplos para entender de qué hablamos. Alcohólicos Anónimos es el primero y lo traemos a este texto como modelo de organización eficiente, capaz de afrontar un problema dificilísimo y de encontrar soluciones que siempre se les han resistido a los expertos. En 2016, Alejandro Aravena obtuvo el Premio Pritzker, el Nobel de arquitectura, por una propuesta que era social y, sin embargo, no era roñosa, chabacana o especulativa. Su proyecto consistía en diseñar viviendas que, a partir de un módulo inicial, podían evolucionar y crecer por autoconstrucción en función de las necesidades del usuario. Aravena no imaginaba la arquitectura como una manera de corregir las prácticas populares, sino como una forma de potenciarlas. Hasta hace 100 años era ridículo el número de personas que habían conocido a un médico, un arquitecto o un abogado y, sin embargo, eso no nos impidió resolver nuestros asuntos sanitarios, habitacionales o conflictivos. Sin ellos, sin los expertos, tuvimos que arreglar nuestros problemas.  El mundo, entonces, en su conjunto era y sigue siendo una producción amateur.

Que nadie se inquiete, porque nunca diremos que sobran los expertos.  Al contrario, no es que sobre talento, sino que faltan muchos actores. ¡Claro que vamos a necesitar los saberes expertos!  ¡Sólo faltaría!  Pero será en un nuevo régimen de distribución del saber donde ya no nos podremos permitir el lujo de desdeñar lo experiencial, lo tácito y lo afectivo. Sean o no cosas de mujeres, sean o no relatos de perdedores, son prácticas necesarias y urgentes. Todos tenemos la oportunidad, creo, de hacer visible su presencia cotidiana en nuestras vidas.

La lengua, la gastronomía y la fiesta son ejemplos que podrían compartir ese pedestal reservado para las creaciones colectivas

Pero no basta con crear otros relatos, también necesitamos distintas métricas, pues no medimos lo que valoramos, sino que valoramos lo que medimos. Ningún ejemplo es más poderoso para aclarar lo que decimos de la evolución: un proceso que hizo del azar el motor del cambio, de la chapuza para mezclar lo heterogéneo la herramienta por antonomasia y del altruismo la brújula que orientó los procesos. En fin, que la vida nunca habría surgido de habérsela encomendado a expertos en planificación estratégica. También nos habríamos quedado sin el blues, el jazz y el rock. Tampoco habríamos conocido Wikipedia, Arduino o GitHub.

Necesitamos hacer cosas diferentes para producir resultados distintos.  Lo sabemos, y por eso otra aritmética es urgente: una que sea capaz de sumar peras con manzanas. Y también necesitamos otra ingeniería que disfrute reinventando la rueda, porque aunque parezca la misma, nació en otro contexto, con diferentes preguntas y distintos actores. Que funcione igual, no significa que sean la misma cosa. No importa qué ontología lo demuestre, ni qué documentalista lo catalogue, ni qué archivo lo registre: son ruedas distintas y tenemos que aprender a proclamarlo sin complejos ni juicios sumarísimos. Los nuevos ingenieros no harán chistes tontos con lo que ignoraban sus abuelos. Juntar lo heterogéneo, hibridar códigos, hacer collage y mezclar linajes, serán la norma. Isabel Stengers le llama hacer cosmopolíticas.  Los nuevos aritméticos serán conscientes de la diferencia que somos y no querrán invisibilizarla invocando la saga de Euclides o de Arquímedes.

El mundo que habitamos está preñado de comunes creados entre todos para hacer viable la vida colectiva. La lengua, la gastronomía y la fiesta son ejemplos que podrían compartir ese pedestal reservado para las creaciones colectivas, junto a las semillas, la tabla de multiplicar y los juegos infantiles. La justicia, la palabra de Dios y la ciencia, además de las montañas, las selvas y la luz del Sol, también son bienes comunes. El ángulo de giro del eje de la Tierra, el genoma humano y la tabla periódica de los elementos son bienes comunes que tienen una característica singular: para reclamarlos, antes hay que descubrirlos. Si abundantes son los bienes comunes creados por los humanos en su tránsito por el planeta, mucho más numerosos son los bienes descubiertos y por descubrir.

Si los bienes comunes invisibles son importantes, los bienes comunes emergentes nos obligan a un nuevo pacto social por la ciencia. La calidad del aire que respiramos, de los alimentos que ingerimos o del agua que bebemos depende de prácticas regulatorias que son responsabilidad del sector público.  De alguna manera, entonces, el agua, el aire o los peces son producciones humanas en la medida que tenemos que protegerlas de su degradación mediante normas cuya elaboración reclama ingentes conocimientos de biología, química o oceanografía, además de costosas infraestructuras para almacenar, gestionar y compartir datos. Decir que el aire es un bien común no es decir mucho, pues para reclamarlo necesitamos conocerlo y estar atentos a todo cuanto pueda amenazarlo mediante sensores de alerta temprana. Ese es el papel de los movimientos sociales y por eso tenemos con ellos una deuda tan gigantesca como urgente de reconocerles su papel civilizatorio. 

Los bienes comunes eran laboratorios ciudadanos, y ahora vemos cómo los emergentes también reclaman conocimientos sofisticados

No bastará con la filosofía para defender los bienes comunes, necesitaremos mucha ingeniería y mucha experimentación. Los bienes comunes son asuntos que precisan de laboratorios. No es que sobre la ética, sino que tendremos que crearla con las manos y no con palabras, más con experimentos que con discursos. No sobran los principios, pero tendremos que entender los patrones que regulan los sistemas complejos, los dispositivos epigenéticos y la parafernalia de soluciones evolutivas o inmunológicas. Cuando hablamos de los bienes comunes cotidianos también quisimos subrayar la importancia de disponer de información contrastada antes de tomar decisiones. Decíamos unos párrafos atrás que tales conocimientos no eran un lujo, pues de ellos dependía la propia supervivencia de la comunidad. Los bienes comunes eran laboratorios ciudadanos, y ahora vemos cómo los emergentes también reclaman conocimientos sofisticados, no sólo contrastados, sino actualizados.

Dos formas emergentes de bienes comunes hemos esbozado. Los que comenzamos a apreciar cuando empiezan a degradarse, como por ejemplo el aire contaminado o el agua mercantilizada. Son bienes cuya degradación crea una comunidad de afectados que se ve forzada a movilizarse para proteger su vida. También son emergentes los bienes que surgen de hallazgos científicos que, descubiertos con fondos públicos, son privatizados mediante el uso abusivo de las leyes de propiedad intelectual.  Así, disponemos de centenares de ejemplos que han convertido en propiedad privada un descubrimiento y no, como sucedía antes de la Bayh-Dole Act (1980), una invención. ¿Imaginan un mundo donde el teorema de Pitágoras, la influencia en la salud de una mutación genética o la fórmula química del agua no fueran bienes comunes? Ese es el mundo que habitamos y que entre todos tenemos que revertir.

Ahora que tantos patrimonios, naturales o históricos, populares o sofisticados, cuentan con una comunidad de concernidos dispuesta a defenderlos, nos toca a todos y a todas alinearnos en algunas de estas luchas para hacerlas más robustas. Pero hay más de una manera de ubicarse junto al mundo de los comunes. No todo se tiene que politizar obligatoriamente. No es el Parlamento el único espacio donde defenderlos. Hay otras formas de intentarlo. Podemos aprender de los feminismos y tratar de cambiar el mundo sin atrapar el poder.

Necesitamos trabajar menos desde lo antagónico y más desde los cuidados. La respuesta a cómo luchar es fácil: hacer visible el enorme esfuerzo que reclama la diferencia. Mostrar esa inteligencia que sostiene el procomún. Hablar más de la capacidad de innovación, organización y adaptación que prueba la existencia de bienes comunes. Aparcar temporalmente los análisis agónicos y darle una oportunidad a los relatos poéticos: estar menos en la confrontación y más en la creación.

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Antonio Lafuente (Granada, 1953) es investigador científico del Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CSIC) en el área de estudios de la ciencia.

Hablar bien de lo común siempre fue algo extraño. No fue hasta los albores del mayo del 68 que se hizo manifiesta la sospecha de que la cultura solo era otra impostura de nuestro tiempo. Ser cultos, al menos desde la Ilustración, siempre fue una forma de salir de la caverna, sacudirse el pelo de la dehesa y...

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Antonio Lafuente

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