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los poetas malditos

Último encuentro de Rimbaud y Verlaine en Stuttgart

El autor reconstruye imaginariamente la reunión entre los dos poetas, en la que el escritor marsellés le habría entregado el manuscrito de sus ‘Iluminaciones’

Mario Campaña 9/04/2021

<p>Verlaine y Rimbaud. Fragmento del cuadro 'Un rincón de la mesa' (1872) de Henri Fantin-Latour.</p>

Verlaine y Rimbaud. Fragmento del cuadro 'Un rincón de la mesa' (1872) de Henri Fantin-Latour.

Wikimedia Commons

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Respiraba con dificultad cuando llegó a la Hasenbergstrasse, en las afueras de la ciudad, al pie de una de las colinas, pero no tardó en encontrar la dirección precisa, el número 7. Subió la escalera lentamente. Tenía treinta y un años pero su andar indeciso revelaba la fatiga de un hombre mayor, músculos flácidos y pulmones convalecientes. Eso y la calvicie avanzada, la piel cerúlea, los bigotes y la barba desordenados aludían a su pasado: los años de cárcel impregnaron su ser de un visible dramatismo, un aire roído, gastado. Había hecho de la culpa un bulto abrumador, excesivo para sus hombros, cuya inclinación resultaba ostensible. No era un expresidiario sino un desterrado quien llegaba a la vieja ciudad protestante tras ocho días de meditación en la abadía benedictina de Chimay y en la trapa de Forges. Iba a Stuttgart para terminar de purgar su culpa, por una necesidad de su alma, no de su corazón. Es cierto que en la cárcel, durante casi dos años, añoró la presencia del joven, aquel efluvio cálido que durante unos años solo él fue capaz de respirar. Es cierto: añoraba también su cuerpo compacto, e incluso su violencia de ángel malo, su cólera irreductible; pero ahora quería verle por una conminación de su conciencia. El destino del joven le concernía. 

Arthur, enterado de la fecha de excarcelación, no se sorprendió al verle en la puerta de su departamento. De un golpe de vista reconoció en la figura de Paul todo lo que necesitaba saber para descartar el arrepentimiento. Lo imaginó despertándose después de dos años de obligada somnolencia y dejándose llevar por su antigua inclinación a discutir acerca de todo antes de vivirlo. Era uno de esos hombres que necesita debatir con otros más que consigo mismo el fundamento de sus actos: comparar –se trataba de eso– le daba confianza; vencer el argumento de otro era la prueba de que no se equivocaba, como si sus juicios debieran servir no para su vida sino para la de todos los hombres. Y ahora, según sabía ya Arthur gracias a Ernest, Paul era militante de una nueva fe, como él mismo. Los dos eran, en efecto, conversos. Soldados de ejércitos opuestos.

También Arthur comparaba en silencio, para sí mismo. Lo hacemos todos. Se convenció de que no cabía esperar nada de un hombre de tipo mongoloide que se apoyaba en un bastón y enredaba entre sus dedos las cuentas de un rosario. El desprecio se volvió causticidad cuando advirtió una ridícula cantimplora gris sobre el pecho:

—¿Qué has venido a hacer aquí, especie de Loyola? –le preguntó con tono a la vez ligero y desdeñoso, mirándolo de soslayo, no al rostro sino al bulto.

Paul no se sorprendió:

–Quería ver por mí mismo –dijo– quién eres ahora.

La brusquedad inicial no presagiaba, sin embargo, nada malo. Por un instante se miraron sin decir palabra. Arthur vestía un abrigo largo muy ancho y pantalones raídos y manchados tan flojos que parecían a punto de caer. Llevaba apenas dos semanas en esa habitación casi desnuda que Paul alcanzó a repasar de reojo: vio un colchón y un somier, huesos de manzana y hojas de papel en el suelo, una mesa cubierta de ropa estrujada, un pequeño lavamanos y una silla similar a la que él mismo usara en prisión. Pensó que no habían vivido de modo tan distinto en estos dos años. Arthur, tal vez por precaución ante las severas restricciones que le imponía su arrendador, no lo invitó a pasar; le quitó de la mano la valija, la puso en un rincón, tomó el sombrero de cuero marrón y señaló la escalera. 

El día era frío y lluvioso y el cielo estaba negro como un barrizal; la lluvia mínima caía envuelta en un vaho que le daba un aspecto de leyendas góticas: un día de invierno de Stuttgar. Se enrumbaban al centro de la ciudad cuando Arthur dijo que había conseguido salir de la habitación cerrada, llena de espejos, de la poesía; ahora trataba de alejarse de ella, dejarla atrás.

–¿Habitación cerrada? Es un camino, tal vez el único digno que tenemos. Ese no fue el error –Paul pronunció sus palabras con parsimonia pero sin reservas.

 Era probable que en eso estuvieran de acuerdo: el pasado fue un error y cada uno por su cuenta y a su modo intentaba ahora salir de él.  

–Yo he terminado ya –replicó Arthur–. El camino en que estábamos no llevaba a ninguna parte. En todo caso, no a la vida, y no puede ni debe haber nada fuera. Lo que en el delirio parece ficción o apariencia es la realidad verdadera. La vida ordinaria es la única que existe y por eso la única que importa. Mierda para mí y mierda para ti.

Caminaba de modo maquinal, rápido, los gestos de quien sabe lo que quiere y se impacienta cuando no está intentando conseguirlo. Pero no había persona más adecuada que Paul para hablar de esto, así que se dispuso a continuar. Sin embargo, fue Paul quien habló:

–Fueron dos años de equivocación, pero no por la poesía –dijo, esforzándose por apresurar el paso–, ni por el desacuerdo con el mundo, sino por haber perdido de vista el bien. Nada puede ser benéfico para los hombres fuera del bien. Nosotros quisimos negarlo. Si es al margen de la virtud, todo es estupidez. Leí tu Temporada en el infierno. No has abandonado la atracción luciferina y la violencia, por mucho que digas que te arrepientes. En eso siempre me has llevado ventaja, pero fui yo quien disparó y fue a la cárcel. Las calles están llenas de hombres como tú, pero las cárceles se llenan de gente como yo.

Al decir esto Paul se detuvo en la mitad de la acera. Estaban muy cerca el uno del otro. Arthur le miró con rabia. Enarboló las manos, en un gesto maniático; dejó caer de modo cortante la derecha y la volvió a levantar; y repitió todo rápidamente. Al final, dijo:

–No. Jamás he sido como tú. Si ahora buscas la religión es porque ya no hay lugar para ti. El crimen te dejó fuera de juego. No tienes a quién más confíar tu alma, salvo a la iglesia –acusaba no solo con sus palabras sino también con la mirada y la feroz expresión de su rostro–. Toda Europa está poseída por la muerte. Sois todos unos cobardes asesinos –concluyó, con las dos manos otra vez en el aire.

Paul había pasado los dos años de prisión en Mons pensando en el crimen, en la muerte y la culpa. Purgó frente a los hombres aquel arrebato que le hizo disparar contra Arthur; pero ahora era el momento de la verdadera prueba: 

–El que no ha conocido el castigo –empezó a decir, con intención de defenderse, traicionando así su deseo– puede tratar de asesino a quien no rehúye sus culpas. Su capacidad de condenar está intacta porque no ha sufrido un castigo. Acusas a todos porque aún no han demostrado tu culpa: llamas crimen a lo que tú mismo has hecho con aquello que recibiste al nacer. ¿Cómo te mantienes ahora? ¿Cómo piensas vivir? ¿Vas a ser un maestro de francés toda tu vida?

Llegaron a uno de los bares descubiertos por Arthur en sus vagabundeos, un sitio pequeño con muebles y paredes recubiertos por la mugre que Paul observó con cautela. No había entrado a un antro así desde el período de Londres; el arrepentimiento a que le invitaba su nueva conciencia católica le impedía aventurarse en lugares inciertos, evitando así cualquier posibilidad de volver a ser lo que fue: un borracho.

–No quiero terminar como tú –dijo Arthur–: domesticado, engañado y pobre. Estoy dispuesto al trabajo, la salvación de todos, pero que tú nunca aceptarás. ¿Vas a vivir de la caridad?

Paul no esperaba esas palabras. Supo que necesitaba fuerzas superiores a aquellas de que disponía. En el fondo alimentaba la esperanza de atraer al joven hacia su nuevo credo y crecer juntos en esa fe y en el amor. Pidieron dos vasos de Riesling. El vino blanco, según acordaron con voz seca, era una necesidad para ambos en ese momento. Esforzándose por parecer conciliador, Paul respondió:

–Ha habido mucho orgullo en nosotros, Arthur. Hay que volver; aprender de quien haya acertado a hacer camino con la humildad. No podemos avanzar solos. Reconozcamos nuestra impotencia. La fe nos salva de lo que nos lastima. El secreto de la eucaristía encierra todo lo que tenemos para la salvación. La iglesia lo ha construido todo... 

Arthur lo miró con asco, como se mira a un niño depravado y sucio:

–No me interesa la religión. Ninguna moral, aunque puedo apreciar el bien. Toda doctrina tiene su cepo –dijo, subrayando cada palabra–. ¿Qué pueden darme la Iglesia, París, Francia o Alemania...? Toda eternidad ha sido perdida. Estáis todos de luto y hacéis alarde de ello. El arte es una estupidez. Quiero dinero. Oro. Mucha gente lo ha conseguido fuera de Europa...

Al escuchar a Arthur, Paul se preguntó cómo haría para que los caminos de los dos pudieran unirse. Aunque abrigaba la esperanza de volver a vivir con él, no le interesaba ningún viaje cuyo propósito fuera hacer fortuna. Tampoco estaba seguro de que las desavenencias sobre los fines de la vida fueran suficiente para separar a dos personas. Iba a aprenderlo más tarde.

Poco menos de una hora duró la conversación en el bar. Había dejado de llover; del sol ahora llegaba un melancólico resplandor. Entraron en tres o cuatro tabernas antes de alcanzar las penumbras del parque de Schlossgarten y sus caminos boscosos, siempre húmedos y frescos por la brisa del río Neckar. Arthur sintió deseos de introducirse en esa atmósfera y acercarse a la orilla. Le gustaban los ríos. Los poetas son hijos de los ríos, creyó casi a su pesar en ese instante. Creció junto al Meuse y nunca fue indiferente a su corriente tersa, impasible. Le pareció que, si no era la pradera de un río, un bosque o una habitación furtiva, no existía ningún lugar en que él y Paul pudieran volver a estar juntos. El fragor de la corriente veloz y el viento blanco lo excitó. Arrancó un puñado de hierba húmeda y fría y se reclinó sobre el tronco de un árbol.

Quiso hablar entonces de lo imposible, de lo que él y Paul y otros como ellos habían concebido por equivocación y vanidad. De las malditas quimeras. Hablaba con voz exacerbada, casi convulsa. No volvería a escribir. Eso también era imposible. Se despidió de los sueños cuando admitió que, pese a sus fantasías, sus sentimientos eran al fin y al cabo consonantes con la vida ordinaria. El poema se sale de la vida.

Paul escuchaba con una agitación que iba convirtiéndose en angustia. Arthur lo miró y pensó que aquel espantajo ya nada podía darle. En cuanto al dinero, le debía de quedar muy poco. Quiso probarlo. Deseaba una mensualidad, quizá ciento cincuenta francos, tres veces más de la cantidad que le enviaba cada mes su madre, de una insuficiencia irritante. El bosque, el alcohol y la proximidad física habían hecho su trabajo: Paul estaba ebrio y Arthur creyó que era un buen momento para volver a persuadirse de que nada iba a unirlos. Le pidió el dinero sin rodeos y con modos humillantes, burlones; el escarnio era ostentoso e hizo estrago. Él tenía esa facultad, sus palabras eran capaces de hacer detonar en Paul aquel depósito de material inflamable que se acumula día tras día en la sangre de todos.

–Cínico. Mugriento –le espetó por fin Paul, separándose con rabia ya incontenida.

–Quien dice que desprecia el dinero –empezó a responder Arthur, subrayando las sílabas y arrugando la cara– miente, es un hipócrita y un vanidoso. Nunca serás inocente, amigo. ¿Qué pureza? Nuestras manos siempre estarán manchadas. Y hay que someterse a ello. ¿Cómo? Eso es lo único en lo que cabe pensar.

De golpe Paul se sintió poseído por una extraña y poderosa influencia; en un instante dejó de ser un hombre para convertirse en una gigantesca y metálica corporización del bien, compelido a actuar contra el ángel deletéreo que tenía ante sí. Esta vez no iba a hacer falta un revólver, como en Bruselas, ni cuchillos, como en Londres: él mismo era el elegido.

Cerrando los ojos se lanzó hacia el cuello de Arthur con las dos manos contraídas en forma de garras. Consiguió asirlo de modo férreo, pero de pronto, en una nueva visión fantástica, observó cómo el cuerpo de Arthur se deshacía en pequeños trozos huidizos, en ojos, cabellos, piernas que primero se precipitaron hacia atrás, en caída lenta, y luego volaron en el aire gris de la noche sin estrellas. Los dos hombres rodaron por el suelo. Paul se revolvía como un hombre que sufre convulsiones. Lanzaba los manotazos y golpes de cabeza que un esposo infernal asestaría a su mujer infiel, virgen y loca.

Arthur carecía de esa furia alucinada; su mente poderosa era más fuerte que su desprecio y dominaba sus actos. Nunca había conseguido deshacerse de su altanera autoridad, que le dictaba siempre con nitidez desacostumbrada entre los seres humanos lo más conveniente. Eso le impidió convertirse en el vidente, el loco y el gran criminal que durante unos años deseó ser. No era capaz de vivir alucinaciones y no hubiera podido matar ni a su amigo ni a nadie. Pero no toleraba la arrogante y miserable cobardía de Paul, asquerosamente revestida de fraternidad y concordia. Consiguió zafarse. Por largos segundos estuvo sobre el cuerpo de su contrincante descargando su puño derecho sobre la cabeza, el cuello, la oreja izquierda. Después, durante un nuevo forcejeo, tuvo un momento de debilidad y permitió que Paul le rodeara la espalda con sus brazos. El gesto le tomó por sorpresa y le gustó, pero rehusó esa sensación.

Sin que supieran cómo, los dos se vieron de pie, uno frente al otro. Paul sangraba por la cabeza y la ceja derecha y Arthur tenía una gran mancha de fango en el pecho. Pudieron sentir y escuchar el aliento del Neckar; la turbulencia de las aguas resonaba a pocos metros y el viento producía extraños rumores al atravesar las ramas. Era la hora más cruda de la noche; tal vez las tres. Se acometieron otra vez, con poco equilibrio y precisión, pero con saña; sin duda querían hacerse daño. Arthur palpó en el pantalón la empuñadura del fierro que lo acompañaba. Una ráfaga le trajo el recuerdo de los combates con Paul en Londres. Dos fieras arrastrándose, mordiéndose los hombros, la nuca, las manos. Dos sombras acosándose, por instantes zumbando como moscas alrededor del otro, puñal en mano. Se abalanzaron una contra el otro repetidas veces. Paul volvió a buscar con sus garras el cuello de Arthur.

Nada más puede decirse. Se despertaron en casa, en el suelo, junto al colchón, cansados, sucios y heridos. Estaban a medio desvestir. No recordaban cómo habían llegado. Aún confundido, Paul estiró la mano hacia donde parecía yacer el cuerpo de Arthur. El frío de la noche había morigerado el dolor de la carne, entumeciéndola, pero ahora todo empezaba a reanimarse. Se palpó la cabeza, la cara. Su mano tocó primero el extremo inferior de una pierna. Notó el barro en ella. La frotó levemente, de abajo hacia arriba. Después se empujó con los pies, con dificultad, acercando su cuerpo adolorido al otro. Le puso la mano derecha entre las piernas y apreció, masajeándolo con íntima y recatada alegría, el bulto conocido, por fin reencontrado. Sintió entonces ternura, un brillo de felicidad. Arthur estiró su brazo y posó su mano sobre la cabeza de Paul. Este saltó como un pez y ganó dos cuartas hacia arriba. Entonces Arthur se tendió hacia un lado y apretó una de las nalgas de Paul. Carecían de volumen pero sabían contraerse de modo excitante. Se oyeron dos o tres chasquidos de lenguas. Emergió el olor de tigre que los inflamaba. Volvió la furia. Arthur se sacudió y volteó a Paul con fuerza, le tiró de los pantalones, metió su cabeza entre las nalgas al tiempo que, con las manos, le buscaba el pene, pequeño, puntiagudo y curvado hacia arriba. Lo acarició con vehemencia de arriba hacia abajo y recorrió con su mano aquella región musgosa que va del ano al pene, que a él le parecía un jardín, paradisíaco y mínimo. Paul se retorcía, entregado a la gran fiesta del pecado, a la pasión de la que esperaba escapar en vano.

Cuando volvieron en sí era casi mediodía. Paul cogió su valija y su abrigo y se dispuso a partir. Aunque no tenían nada que decirse, pidió a Arthur que le escribiera. Vio cómo este se arrastraba hacia la mesa, un cocodrilo amarillo pringado de barro que busca la orilla humana, en los comienzos del mundo; al llegar lanzó un manotazo hacia el tablón y agarró un manojo de papeles que acercó a Paul sin palabras. Llevaba dos años con ellos; ya no los sentía suyos. Paul lo miró perplejo. Entendía el significado de esa entrega. Cerró la boca, tomó el legajo y caminó hacia la puerta. En el umbral se detuvo, inclinó la cabeza, volteó la primera página y alcanzó a leer “Después del diluvio”, con aquella letra mínima y caprichosa que él conocía bien. Arthur dijo: “Nouveau los hará imprimir”. Pero Paul había salido ya, ajustando la puerta. 

Respiraba con dificultad cuando llegó a la Hasenbergstrasse, en las afueras de la ciudad, al pie de una de las colinas, pero no tardó en encontrar la dirección precisa, el número 7. Subió la escalera lentamente. Tenía treinta y un años pero su andar indeciso revelaba la fatiga de un hombre mayor, músculos...

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Autor >

Mario Campaña

Nacido en Guayaquil (Ecuador) en 1959. Es poeta y ensayista. Colaborador en revistas y suplementos literarios de Ecuador, Venezuela, México, Argentina, Estados Unidos, Francia y España, dirige la revista de cultura latinoamericana Guaraguao, pero reside en Barcelona desde 1992.

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