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movimientos

Sobre la deriva protofascista del electorado europeo

Controversias en torno al ‘Manual de instrucciones para combatir a la extrema derecha’ de Steven Forti

Martin Gak 2/03/2021

<p>Poster de campaña Hitler-Hindenburg “El mariscal y el hombre libre. Lucha con nosotros por la paz y la igualdad.”</p>

Poster de campaña Hitler-Hindenburg “El mariscal y el hombre libre. Lucha con nosotros por la paz y la igualdad.”

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Steven Forti tiene razón cuando dice que no hacía falta esperar a ver el paroxismo de violencia a principios de enero en Washington para reconocer que el espectro de la barbarie política se cierne nuevamente sobre las democracias occidentales. También tiene razón cuando señala que el carnaval de presunto patriotismo, con sus participantes disfrazados para matar o morir, debería suponer una última y desesperada llamada de atención a quienes aún les pueda quedar alguna duda sobre la gravedad de la amenaza y de la promesa que esa amenaza encierra. Al igual que la respuesta de Ramón Mantovani en “Neoliberalismo, globalización y crisis de la democracia”, mi intención no es necesariamente dar réplica al manual que Forti ofreció en estas páginas en enero. Más bien lo que busco es contribuir al diagnóstico del estado de situación y a rearticular la amenaza, que, a mi parecer, excede lo que normalmente solemos llamar la extrema derecha, tanto a la antigua como a la 2.0. 

¿Qué combatimos?

No estoy convencido de que sea suficiente hablar de la extrema derecha. Me gustaría empezar haciendo lo que espero sea una afirmación algo controvertida: el espectro que acecha a la política europea ha desbordado desde hace tiempo los márgenes de la extrema derecha para forjar un organismo político mucho más peligroso, que ha desarrollado metástasis en espacios políticos que durante mucho tiempo se han asumido como impermeables a la agenda política, social y cultural de la extrema derecha. El crecimiento explosivo de las fuerzas políticas de extrema derecha, hasta convertirse en agrupaciones políticas de gran importancia o mayoritarias en lugares como Alemania, Italia, Francia, Suecia, Reino Unido y Estados Unidos, muestra no sólo la radicalización de la derecha, sino sobre todo la más que notable transformación política de los votantes que tradicionalmente se han contado entre la izquierda. 

Esta amplia coalición de fuerzas se ha estado gestando durante casi dos décadas y los signos de la amenaza política han sido visibles para aquellos que seguíamos la trayectoria de las fuerzas políticas de extrema derecha que buscaban recrearse como fuerzas políticas convencionales con ideas y programas políticos convencionales. Sin embargo, la mayoría de estas derivas tectónicas permanecieron ocultas al público general y tuvieron lugar en la intimidad de los hogares y en las cabinas de votación. Para mí, se hicieron alarmantemente evidentes en un patrón que surgió en conversaciones primero con estadounidenses y luego con europeos que se habían sentido traicionados por los partidos de izquierda y centro izquierda a los que habían visto como el principal conducto de sus aspiraciones políticas.

Este cambio, que para mí se personificó en un inmigrante ecuatoriano simpatizante de Trump en Brooklyn en 2016, en un sindicalista francés votante de Marine Le Pen en 2017 en París y en un comunista toscano partidario de Salvini en 2018, recibió el 6 de enero en Washington un nombre propio: Ashli Babbitt, la mujer asesinada a tiros en el Congreso.

Ashli Babbitt no era una activista de extrema derecha aunque se había convertido desde principios de 2020 en lo que podríamos llamar una replicadora de sus mensajes políticos y una propulsora de sus vectores. Más bien, la señora Babbitt era una libertaria que no sólo había votado a Obama, sino que seguía defendiendo el historial del expresidente, incluso cuando se convirtió, según la mayoría de los testimonios, en una ardiente partidaria de Trump. En un tuit escribió: “Creo que Obama hizo grandes cosas. Creo que hizo mucho bien... en un momento en que lo necesitábamos”. En los relatos sobre la radicalización de Babbitt elaborados tras su muerte, la imagen que se desprende es la de una mujer que se había sentido traicionada por el Partido Demócrata y que había visto cómo su negocio se hundía en unas condiciones de mercado anárquicas que la convirtieron en víctima de préstamos depredadores y la pusieron en el punto de mira de las medidas establecidas para frenar la propagación de la pandemia. Babbitt vio a Trump como una solución. 

Salvando la distancia y la crudeza de la respuesta, la deriva de votantes tradicionalmente de izquierda hacia las filas de la ultraderecha en Europa puede ser vista de forma similar y representa los mismos peligros. Permítanme sugerir una segunda idea, probablemente también controvertida: de lo que debemos hablar es de una deriva protofascista y no solo en la derecha, sino en el electorado en general, incluyendo a la izquierda. Esta deriva no es nueva y en sus peores formas se dio entre los comunistas italianos que encontraron un hogar en el fascismo o los socialistas alemanes que vieron con buenos ojos las políticas sociales del nazismo. 

En este sentido, la primera prioridad debe ser frenar la deriva del votante de centro y de centro izquierda hacia las filas de la extrema derecha. Esto también significa  que es esencial dejar de utilizar la palabra fascista de manera abusiva en contra de antagonistas ideológicos y reconocer que la fascistización del electorado depende de la capacidad de reclutamiento de fuerzas ajenas a la extrema derecha en la configuración de una masa crítica política.

Necesitamos una izquierda

La migración de votantes, incluso de segmentos distantes en el campo político, responde, en mi opinión, al colapso de la izquierda y del centro izquierda. Dos tendencias han contribuido igualmente a dejar en situación de desamparo político a muchos de estos votantes y ambas deben ser revertidas: los partidos de izquierda ya no son de izquierda y la izquierda ideológica no sabe hacer política. 

La primera cuestión, que Forti señaló en su artículo y ha sido subrayada por Ramón Mantovani en su respuesta, comprende la deriva neoliberal del centro izquierda, la destrucción del centro izquierda, que comenzó con el clintonismo en EE.UU. y el blairismo en Reino Unido como proyectos diseñados para reconquistar el espacio de centro de los partidos conservadores. Este proceso dejó a los votantes tradicionales de centro izquierda sin opciones políticas. Tras quedarse a merced de poderosas fuerzas económicas sobre las que no tenían control, la falta de un conducto político dejó a muchos de estos votantes indefensos. Esta es, en cierto sentido, la trayectoria ideológica de Ashli Babbitt. 

Uno de los brebajes más peligrosos para la izquierda es la importación de la política identitaria estadounidense al ámbito europeo

Este patrón de devastación política se impuso también en la Europa continental con las reformas de Schroeder en Alemania, la reforma socialdemócrata del Estado del bienestar en Suecia, el giro radical a la derecha y la consiguiente devastación de los socialistas franceses a manos de Macron y Hollande y la destrucción del PSI en Italia a manos de Renzi. Frente a la fuerza tan destructiva de las economías de mercado globales, con un marcado gusto por la desregulación anárquica, y tras los experimentos políticos y sociales más catastróficos, el centro izquierda tradicional abandonó al ciudadano a su suerte.

La segunda tendencia es la ideologización del sector restante de la izquierda, que a menudo ha perseguido agendas ideológicas en detrimento de las urgencias en materia de políticas públicas. Uno de los brebajes más peligrosos para la izquierda es la importación de la política identitaria estadounidense al ámbito europeo. Hay un gran número de razones para afirmar esto, pero desde un punto de vista estratégico hay una que se alza por encima de todas las demás: el hecho de que ante la pobreza endémica y creciente entre la clase media, el hambre, el desempleo, la falta de un sistema sanitario apto, la obsolescencia de infraestructuras, etc., los derechos de las mujeres, de las minorías sexuales, de los inmigrantes, la salud de los árboles y de las ballenas y la transformación del lenguaje para incluir a aquellos que puedan sentirse marginados por el masculino genérico no son más que problemas del primer mundo.

En este sentido, no estoy de acuerdo con Forti. Las necesidades materiales de poblaciones a las que el Estado ha abandonado en sus obligaciones se presentan con una urgencia política tal que ponerlas en la misma lista de prioridades que los debates sobre patriarcado o el colonialismo es un enorme error. En el discurso público, equiparar la falta de comida con derechos de género no puede más que ser visto como la trivialización del hambre. Es irrelevante si estamos de acuerdo con esta afirmación o no. La evidencia de ello la ofrece toda la ultraderecha europea y americana que se ha nutrido de la falta de claridad en cuanto a prioridades políticas de la izquierda militante y que en muchos casos se ha instalado en los recovecos de política pública que la izquierda tradicional ha abandonado. Particularmente interesantes quizás sean, en este sentido, las posiciones del AfD en Alemania y los Demócratas Suecos.

Polarización y cuñas

Cuando hace unos años Bannon llegó a Europa, los medios de comunicación europeos parecían desconcertados y malinterpretaron su misión como el intento de construir un partido político paneuropeo. Esto era totalmente erróneo. Lo que Bannon vino a hacer a Europa fue construir una infraestructura política para los partidos políticos de ultraderecha de toda Europa. 

Europa carecía de una derecha cristiana del tipo que EE.UU. tiene desde hace décadas y que está constituída por el votante cautivo de los candidatos conservadores. Lo que Bannon sabía es que ningún votante es más rentable que el proverbial votante de un solo tema. Si se pudiera construir alrededor de Europa un electorado antigay o antiaborto, sus votantes estarían encantados de votar en contra de sus propios intereses económicos y políticos para impulsar su único tema de agenda. Fetos salvados y clase social completamente olvidada.

Cuando se examina el estado de los medios de comunicación europeos se puede ver a una ultraderecha despachada en los salones como entretenimiento político

Los artefactos ideológicos como el aborto, derechos de los homosexuales o inmigración, funcionan como cuñas que permiten dividir a un electorado. Muy a menudo lo hacen muy cerca de la mitad. De hecho, son los temas cuña los que suelen ser la fuente de lo que ahora está de moda llamar polarización. La polarización tiene un gran beneficio político para los activistas y estrategas políticos: sólo se necesita una fracción muy pequeña del electorado para inclinar una elección. Por supuesto, un sistema político bipartidista es más vulnerable a este tipo de maniobras que un sistema de representación proporcional, pero eso no debe ser fuente de tranquilidad.

Las cuñas suelen estar íntimamente relacionadas con las intuiciones morales y, como tales, no son fácilmente susceptibles de un escrutinio racional. Por eso se construyen tan a menudo a partir del material político tomado de las normas religiosas y tienen la textura y el tacto de las grandes certezas. La estrategia que la izquierda tiene que aprender a despegar tiene como fin desmontar la lógica de la política de cuña. Esto no quiere decir defender con uñas y dientes un lado y otro de esta brecha. Por el contrario, esto quiere decir circunnavegar la brecha. Muy a menudo esto significa dejar el discurso ideológico fuera del debate político y concentrarse en cuestiones de política pública. 

La indignación como argumento y la crispación como fin

Mientras que las cuñas son naturales en todos los debates políticos, el uso de las cuñas como arma política es el resultado de su cuidadosa construcción y despliegue y ambas cosas se basan en la incitación de lo que hoy es la fuerza más poderosa de la política: la indignación.

La indignación puede ser fácilmente incitada por la presentación minuciosa de un estado de crisis y, en buena medida, varias formas de crisis tienden a interactuar entre sí para engendrar nuevas y más poderosas corrientes de indignación. Por ejemplo, una crisis de inmigración que podría haber sido invisible en un periodo de prosperidad puede convertirse en una amenaza individual en un periodo de recesión económica en el que el empleo escasea.

La maquinaria política ha aprendido en la última década las formas más eficaces de incitar a la indignación y lo ha hecho construyendo amplias narrativas que se apoyan en un amplio espectro de fuentes de información (online y offline) como mecanismos de confirmación mutua. En términos generales, hay tres áreas principales en las que debe construirse un programa eficaz contra la estrategia de la tensión informativa:

Los grupos políticos y la sociedad civil deben construir war-rooms digitales a gran escala. Las lecciones de Cambridge Analytica no deben perderse porque el ágora y los operadores de esa tecnología con la que la empresa participó en más de 200 elecciones en todo el mundo siguen en pleno funcionamiento mediante lo que ahora es una gran comunidad de activistas y plataformas de campaña digitales que no operan sobre el espacio público, sino que tienen penetración directa en el espacio de lo privado. Para hacer frente a estas campañas no van a bastar las buenas intenciones. 

Los medios de comunicación, como bien indica Forti, tienen una gran parte de responsabilidad en la construcción del contingente político en cuestión. Ningún ejemplo de esto es tan claro como la construcción de la figura política de Trump, que comenzó su vida pública como una figura de celebrity show y prácticamente sin traducción ni rearticulación trasladó la escandalosa frivolidad del reality-TV al campo político. Si los medios de comunicación construyeron a Trump es porque lo vieron como un producto rentable. Cuando se examina el estado de los medios de comunicación europeos –y los casos de Francia, España e Italia son particularmente graves– se puede ver a una ultraderecha despachada en los salones como entretenimiento político del mismo modo que lo fue en su momento Trump.

Pero a diferencia de Forti, no creo que el problema tenga que ver con fake news, contra las que corroborar los hechos sistemáticamente sea un antídoto. A mi parecer, el servicio más importante que los medios de comunicación ofrecen a la ultraderecha es la producción de potentes fragmentos de pornografía emocional sobre la que la extrema derecha construye sus proyectos de pornografía política. A esto no hay fact-checking que le pueda hacer frente. La batalla en los medios de comunicación es una batalla editorial y demanda presión pública constante, periodismo independiente y el uso de las armas legales pertinentes para frenar la incitación, las apologías de violencia o la promoción del odio. Al mismo tiempo, en un sistema de clientelismo, el arma más directa que el público tiene para incidir sobre la línea editorial de un diario o un canal de televisión sigue siendo la salud económica de quienes financian esas operaciones y en general estos tienden a ser sus auspiciantes. 

Necesitamos una respuesta europea

El proyecto político en cuestión es global y en Europa se ha constituido en una red transnacional sustentada no solo por el lobby estadounidense, como bien dice Forti, sino también con un fuerte apoyo financiero, transferencia de tecnología, colaboración y formación estratégicas de cuadros políticos. 

Europa necesita generar una respuesta conjunta. No solo desde sus cuadros políticos y grupos de sociedad civil sino también desde sus instituciones. Es menester que el aparato legislativo europeo se ponga en marcha para modular el tipo de discursos y el movimiento de información y dinero que han sido usados para cultivar el tipo de violencia política que Washington vio a principios de enero. 

El asedio al Capitolio de EE.UU. el 6 de enero debería haber ofrecido una imagen aleccionadora de cuál es el precio que hay que pagar cuando la negligencia reguladora da lugar a una esfera pública digital anárquica. Ya no es necesario hipotetizar el peligro que representa la mala gestión de las redes sociales y los activos digitales. Ahora tenemos la confirmación de dos hechos críticos. En primer lugar, queda establecido, más allá de toda duda razonable, el hecho de que, en su forma actual, el conjunto de herramientas mediáticas digitales a disposición del público en general permiten la construcción y coordinación de algo tan insondable como el asalto armado y frontal a la democracia. En segundo lugar, queda establecido con total certeza el hecho de que los gigantes tecnológicos son incapaces de regularse a sí mismos y de vigilar la actividad de sus usuarios.

Las democracias europeas son imperfectas pero las alternativas son mucho peores. Para preservar las democracias europeas, para detener el desarrollo de las constelaciones proto-fascistas que se conjura en la región, es esencial que Europa construya una esfera pública digital bien regulada. Europa necesita soberanía digital y una ciudadanía digital. Europa necesita un modelo de esfera pública digital vinculado al Estado de Derecho en donde la ley europea, construida para proteger al ciudadano europeo del potencial rebrote de la barbarie política del siglo XX, tenga soberanía sobre el discurso y la práctica política. 

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Martin Gak es periodista y experto en ética y religión en Deutsche Welle.

Steven Forti tiene razón cuando dice que no hacía falta esperar a ver el paroxismo de violencia a principios de enero en Washington para reconocer que el espectro de la barbarie política...

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Martin Gak

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