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Polarización política

Un cuento para Pablo Casado

La historia de un país crispado y lleno de bulos, cloacas y discursos de odio, en el que la foto de Colón fue demasiado lejos. Cualquier parecido con la realidad no es ninguna coincidencia

Bruno Bimbi 23/07/2020

<p>Pablo Casado pregunta a Pedro Sánchez, durante la sesión de control del pasado 22 de abril.</p>

Pablo Casado pregunta a Pedro Sánchez, durante la sesión de control del pasado 22 de abril.

Congreso de los diputados

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Había una vez un país que, tras una sangrienta dictadura que duró más de lo previsto, al fin conquistó la democracia. No hubo una revolución, sino un fin de ciclo que obligó a una negociación, como otras veces en su historia. Hubo un gobierno de transición que no surgió del voto popular, sino de una elección indirecta aún tutelada por el régimen de facto, pero con el primer presidente civil volvieron las libertades y las urnas. Se eligió un nuevo Congreso y, gracias a un acuerdo entre las principales fuerzas políticas, se redactó una nueva constitución que –más allá de sus muchos defectos– ponía un punto final a los golpes de Estado, rediseñaba las instituciones y planteaba una ambiciosa agenda de garantía de derechos civiles, políticos, económicos y sociales.

La cultura autoritaria, sin embargo, no se había ido. A diferencia de otros países, aquí no hubo justicia para los perseguidos, encarcelados, torturados y asesinados por la dictadura. No hubo transparencia sobre sus crímenes, que no fueron sometidos al escrutinio público ni al juicio de los tribunales. No hubo una reflexión colectiva auspiciada por las instituciones democráticas que permitiera condenarlos, jurídica y socialmente. Sin su Núremberg y libres, muchos de los responsables del horror continuaban integrados a la política institucional. Su gente tampoco fue apartada de las fuerzas armadas y de seguridad, ni de los servicios de inteligencia, y allí seguían operando en silencio. Un conocido torturador, símbolo de los sótanos donde se decidía la vida y la muerte, mantuvo su salario público, envejeció y falleció sin haber pisado la cárcel. Las ideas que habían sostenido tantos años de represión y oscurantismo continuaban vivas y podían, inclusive, decirse en voz alta y sin vergüenza, como si fueran, encima, patrióticas. El borrón y cuenta nueva de la transición había dejado heridas abiertas y silencios.

Con la primera elección general que renovó todos los cargos, inclusive la presidencia, nació un sistema político que, sin grandes cambios, sobreviviría por décadas. Lo lideraban dos grandes partidos y la formación de gobiernos era siempre una disputa entre ellos, a veces con alianzas que incluían a otros grupos menores, más ideológicos, o que representaban intereses territoriales, corporativos o electorados de nicho. Algo más de un tercio de la población votaba al bloque de derechas (con un programa de conservadurismo social y el liberalismo económico), otro tercio lo hacía por el de izquierdas (para ser más precisos, una socialdemocracia que a veces se corría un poco más a la izquierda, otras al centro) y quedaba en manos del tercio restante –y de los acuerdos con los grupos menores, más fluctuantes– inclinar la balanza.

Ningún gobierno se salía de ciertos márgenes y, por ello, serios problemas estructurales que la transición no había resuelto continuaron intocables, aunque las diferencias en la manera de gestionarlos eran muy importantes entre los bloques.

Hubo reformas neoliberales a mediados de los noventa, acompañadas de retrocesos en derechos civiles, y un giro a la izquierda en la década posterior, acompañado por nuevos derechos que abrían la puerta al siglo XXI. Durante los gobiernos de izquierdas, hubo una gran inclusión de sectores postergados, pero, más adelante, el impacto de la crisis económica internacional los convenció de aplicar recetas de austeridad que fracasaron y los distanciaron de su base social. Hubo, también, casos de corrupción y escándalos en gobiernos de distinto signo y crisis económicas y sociales seguidas de períodos de mayor prosperidad. Pero, en algún momento, algo se rompió.

Las sucesivas crisis habían dejado cada vez más descontentos y surgían nuevas fuerzas políticas y movimientos sociales dispuestos a representarlos. Los conflictos históricos que se habían escondido bajo la alfombra seguían ahí y cada temblor amenazaba con hacerlos explotar. También nacían grupos de extrema derecha –como los que ya había en otros países que parecían lejanos–, que trataban de canalizar las frustraciones de toda esa gente a la que el capitalismo iba dejando atrás, sin hablar de las verdaderas causas de sus problemas. Apuntaban con el dedo a otros excluidos como culpables de todo, sobre todo minorías estigmatizadas, como los inmigrantes pobres y la población LGTB, o movimientos reivindicativos como el feminismo, revisitando los clásicos del fascismo del siglo pasado adaptados a los temas de nuestra época. Muchos financiadores de estos grupos no esperaban que llegasen al poder, pero sí que hicieran mucho ruido y sirvieran a sus intereses mientras hablaban de otra cosa.

La política del odio comenzó a circular, al principio, como un fenómeno marginal. Como atacaba principalmente a minorías, fue subestimado por el resto, inclusive por sectores democráticos que deberían haber reaccionado ante las primeras señales. Vino acompañada de fanatismo religioso, discursos del viejo régimen reciclados, teorías conspirativas y mentiras que las nuevas tecnologías de la comunicación ayudaban a hacer “virales”, degradando el debate de ideas y las nociones básicas sobre los hechos. Las fake news podían usarse para atacar adversarios políticos y destruir sus reputaciones, para echar leña al fuego del prejuicio y el odio contra las minorías difamadas o inclusive para poner en cuestión el conocimiento científico o la historia.

Por otra parte, hubo un cambio en el comportamiento político de las elites. Períodos de mayor distribución habían sido tolerados cuando coincidían con ciclos de expansión económica, en los que todos ganaban –y los de siempre ganaban muchísimo más, inclusive con gobiernos de izquierda. Pero las sucesivas crisis internacionales achicaron los márgenes y los más privilegiados no estaban dispuestos a perder ni uno solo de sus privilegios. La alternancia democrática dejó de ser vista por esa gente como un mal necesario y pasó a significar un problema, como en los viejos tiempos.

Tras la victoria electoral de la izquierda en unas elecciones generales que se dieron en un período de muchos conflictos –y que, muy polarizados, acabaron uniendo a la izquierda más moderada con otra más radical, que quiso impedir el regreso al poder de la derecha–, el candidato derrotado, un típico hijo mimado de las oligarquías políticas conservadoras que se creía predestinado a ser presidente, no aceptó el resultado.

Su campaña, arrogante y agresiva, había roto los códigos, resucitando el macartismo en un formato vintage y conspiranoico, trayendo de regreso el lenguaje de la Guerra Fría, acusando a sus adversarios de ser enemigos del país, traidores a la patria, corruptos, terroristas, e incorporando algunas consignas de la nueva ultraderecha a la que pretendía atraer. El discurso era tan exagerado que, cuando abrieron las urnas, ya no podía presentar su derrota como la de un partido, sino como una catástrofe nacional, una derrota de la patria, con mayúsculas y enormes banderas, y de todos los ciudadanos honestos.

La confrontación con el adversario político había cambiado de códigos y los cuadros de la izquierda vistos como más “radicales” en sus propuestas de transformación social pasaron a ser atacados con una virulencia propia de otras épocas, que ya no buscaba apenas derrotarlos en las urnas, sino destruirlos, quebrarlos, destrozar su reputación y, si fuera posible, meterlos presos. No se atacaban sus ideas, sino a ellos mismos, presentándolos como enemigos públicos a los que había que erradicar.

El plato estaba servido. Primero, el candidato derrotado hizo todo lo posible por revertir el resultado electoral e impedir que quienes habían ganado pudieran formar su gobierno. Luego, cuando vio que no lo conseguía, redobló la apuesta. El nuevo gobierno apenas había elegido a sus ministros y la oposición ya pedía renuncias, de la presidencia para abajo. Que se vayan, decían a quienes recién habían llegado. Se inauguró un modelo de oposición que era oposición a absolutamente todo, inclusive a aquello que en cualquier democracia desarrollada sería objeto de negociación y acuerdos.

Cada medida del gobierno pasó a ser señalada por la oposición como un ataque enemigo, otro paso para el desmonte del país, para su destrucción física y simbólica, una agresión a la historia, a la nación, que solo podía ser una. Las protestas contra el gobierno usaban los símbolos patrios y los colores de la bandera, que fueron apropiados como si le fueran ajenos a la otra mitad del país –provocando, de hecho, que mucha gente que ama a su país dejara de usar su bandera, porque ya no era suya–, e incorporaban también viejos símbolos y consignas del antiguo régimen, como salidos del túnel del tiempo.

Para instalar un clima de crispación, odio e intolerancia, necesario para derrocar al gobierno como fuese posible, dentro o fuera de la constitución y la ley, aquel partido que había representado por décadas el lado derecho de un sistema político estable, previsible y democrático, decidió aliarse a la creciente extrema derecha. Se sacaron fotos con ellos, los invitaron a sus mítines, hicieron alianzas con algunos de sus candidatos y comenzaron a adoptar parte de su discurso en temas sobre los que antes jamás habrían querido parecerse a ellos. Pensaron que podrían usar a los extremistas para desestabilizar al gobierno de izquierdas, provocar odio, caos, enfrentamiento permanente, desconfianza; pero luego, cuando el gobierno cayera, podrían neutralizarlos y enviarlos de nuevo a las sombras. También recurrieron a sectores de las fuerzas de seguridad y del Poder Judicial que, por su propia agenda y por convergencia de intereses coyunturales, fueron habilitados para avanzar sobre las libertades individuales, usando las cloacas para atacar a políticos de izquierda e inclusive armando causas para llevarlos a la cárcel, como en las viejas épocas, pero con una apariencia de legalidad.

Discursos extremistas y odiosos que antes eran marginales pasaron a ser naturalizados, normalizados, invitados a los mítines de uno de los partidos mayoritarios, reproducidos por una parte de la prensa tradicional como si fueran normales, parte del debate político, meras “opiniones polémicas” sobre los inmigrantes, las mujeres, los negros, los gays, la violencia de género, los derechos humanos. De tanto mezclarse con los ultras, la derecha tradicional acabó confundiéndose con ellos, al punto que ya era difícil distinguirla, porque todos gritaban, odiaban, exageraban, insultaban, acusaban, ofendían, amenazaban.

En los debates del Congreso, en los estudios de televisión y en las páginas de ciertos diarios comenzó a hablarse de teorías conspirativas como la “ideología de género”, de mentiras de todo tipo sobre los inmigrantes, el feminismo y hasta de la amenaza de un “comunismo” imaginario. Cuando los temas de la extrema derecha, antes marginales, fueron ayudados a llegar al centro del debate público, también llegaron allí sus figuras, hasta que la derecha tradicional acabó convertida en una mala fotocopia de los ultras, que dejaron de ser marginales y pasaron a conducirla, hasta reducirla a la insignificancia y expulsarla de la foto a la que aquella los había invitado.

Un día, los líderes de la derecha tradicional, cuyo partido siempre había estado al frente de uno de los hemisferios del sistema político y había representado a casi la mitad del electorado, se dieron cuenta de que ya no lideraban nada y que su partido había dejado de ser relevante. Perdieron sus votos, sus banderas, su gente, hasta darse cuenta de que la extrema derecha ya no los necesitaba. Los temas que ocupaban el centro de la agenda ahora eran aquellos que años atrás solo agitaban los gritos de un pequeño grupo de locos al que nadie daba importancia. Esos locos, ahora, les habían sacado el plato y los cubiertos y se comían su almuerzo sin dejarles, ni siquiera, que se sentaran a la mesa.

Hablamos, por supuesto, de Brasil.

Había una vez un país que, tras una sangrienta dictadura que duró más de lo previsto, al fin conquistó la democracia. No hubo una revolución, sino un fin de ciclo que obligó a una negociación, como otras veces en su historia. Hubo un gobierno de transición que no surgió del voto popular, sino de una elección...

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Autor >

Bruno Bimbi

Periodista, narrador y doctor en Estudios del Lenguaje (PUC-Rio). Vivió durante diez años en Brasil, donde fue corresponsal para la televisión argentina. Ha escrito los libros ‘Matrimonio igualitario’ y ‘El fin del armario’.

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