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Insurrecciones, resurrecciones y excepciones

En tiempos de neofascismo, la brutalidad policial no puede considerarse como un problema específico. Es un revelador de funcionamientos sociales, políticos y económicos que se alimentan mutuamente: la austeridad se acompaña de represión

Vicente Rubio-Pueyo 7/06/2020

<p>Protesta en Minneapolis por el asesinato de George Floyd.</p>

Protesta en Minneapolis por el asesinato de George Floyd.

Jenny Salita

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Al intentar pensar el presente, recurrimos continuamente al pasado. Se habla de si estas protestas pueden compararse con las revueltas de los 60, con la batalla de Los Ángeles de 1992, o incluso qué similitudes y qué diferencias guardan con la más reciente ola que dio lugar a Black Lives Matter en Ferguson, Baltimore y tantos otros lugares. 

La pregunta obvia es ¿por qué ahora? ¿Por qué con esta intensidad? Como ha explicado Keeanga Yahmatta Taylor, las protestas de las últimas semanas son el fruto de la convergencia de tres factores. Primero, la asfixiante continuidad de los asesinatos policiales. George Floyd, Breonna Taylor y Ahmaud Arbery son los tres últimos nombres de una eterna y ominosa lista. Segundo, los efectos de la pandemia, que la población afroamericana ha sufrido con mucha mayor intensidad que otras: un número escandalosamente mayor de muertes, un impacto claramente delimitado por barrios y vecindarios, y una mayor exposición al virus por ser la población afroamericana y latina la que ejerce mayoritariamente esos trabajos hasta hace poco denominados como “poco cualificados” y que, como hemos descubierto ahora, resultan ser esenciales. El tercer factor es el fracaso (o la negación simplemente) del Estado en construir una mínima protección (sanitaria, laboral, económica) para la población negra en la presente situación.  “I can’t breathe” fueron las últimas palabras de George Floyd, como fueron las últimas de Eric Garner en Staten Island en 2014. Como explicaba la profesora Amelia Gibson en twitter, hay algo que resuena diferente en ellas ahora: la ausencia de protecciones y ayudas en medio de un virus que ataca principalmente al sistema respiratorio hace que ese “I can’t breathe” se reformule ahora como “We can’t breathe”. Esta convergencia temporal, esta casualidad, ha revelado la causalidad: la violencia policial, el impacto de la covid-19, la desprotección social, todas estas muertes, dolores y opresiones se fundamentan en el capitalismo racial. Una madre y maestra neoyorquina (@ah_di_teacher en twitter) lo describia perfectamente en una entrevista en la televisión: “They’re sick and tired of being sick and tired”. “Sick and tired” es una frase hecha que normalmente expresa la idea de hartazgo, pero que en este contexto adquiere un significado preciso, exacto: “Estamos enfermos y cansados”. Esta convergencia ha dado lugar a una “rebelión de clase que tiene en su centro el rechazo al racismo y al terrorismo racial”, como describía de nuevo Yahmatta Taylor en una entrevista en Democracy Now. 

Al fondo del todo, lo que esta convergencia de factores revela ahora con claridad es una cuestión al mismo tiempo compleja pero simple. Un par de datos: el equipamiento antidisturbios de un solo agente cuesta lo mismo que proveer a 55 enfermeros de monos, mascarilla y protector facial para luchar y salvar vidas del coronavirus. Esos medios han sido escasos y mal provistos durante la pandemia en todo el país, traumatizado con las imágenes de médicos y enfermeros vestidos con bolsas de basura. Otro detalle: el centro de convenciones de Los Ángeles, que ha permanecido inutilizado estas semanas como recurso en la pandemia, mientras se sucedían la escasez de camas, o decenas de miles de personas no podían realizar el confinamiento en casa por carecer de hogar,  fue inmediatamente activado como centro logístico de la policía este fin de semana. Lo que la presente situación demuestra es que EE.UU. se encuentra en un momento de autoreconocimiento sobre qué tipo de país es, y qué tipo de país quiere ser: un país que mata, tortura y reprime a sus ciudadanos, o un país que los acoge y cuida. 

El equipamiento antidisturbios de un solo agente cuesta lo mismo que proveer a 55 enfermeros de monos, mascarilla y protector facial 

La radicalidad de esa disyuntiva, ese dilema brutal y doloroso, hace que propuestas hasta hace poco tenidas por utópicas adquieran ahora un sentido tan crucial como evidente. Una de las ideas-fuerza que están elevando estas protestas es la de #DefundthePolice o #AbolishthePolice, esto es, un rango de medidas que van desde significativos recortes de presupuestos para los cuerpos de policía hasta la propia abolición de la institución policial. Pueden parecer propuestas radicales, pero lo que estos días han demostrado es que, simplemente, la reforma es imposible. No sirven ni los talleres de formación de los agentes para evitar el “racial profiling”, ni cámaras de autovigilancia que siempre están apagadas en los momentos clave, ni desde luego bonitos mensajes que luego nunca se traducen en nada. Los cuerpos policiales en EE.UU. son, en su propia constitución histórica, pervivencias del sistema esclavista, creados explícitamente para la protección de la propiedad privada y la persecución de esclavos fugitivos o, en esa siniestra lógica, meros bienes que hubieran logrado escapar a esa propiedad. La histórica organización Critical Resistance ofrece herramientas informativas y organizativas que explican el sentido del horizonte abolicionista: se trata de otra disyuntiva radical, la de elegir entre medidas que mantienen o incluso aumentan el poder la policía como institución o generar, apoyar e implementar medidas que reduzcan en términos reales, efectivos y tangibles su poder. (En este hilo pueden encontrarse casi 300 casos documentados con videos). ¿Es imposible? Bien, el consejo municipal de Minneapolis está discutiendo seriamente disolver su actual departamento de policía para crear un nuevo tipo de agencia de seguridad comunitaria. En Los Ángeles, el alcalde ha anunciado recortes de 150 millones de dólares en el presupuesto policial. En Nueva York, que aloja al NYPD, al que el alcalde Bloomberg se refirió una vez como “mi ejército, el séptimo ejército más grande del mundo”, la situación ha dejado en una posición de extrema debilidad al actual alcalde De Blasio, arrinconado entre manifestantes que piden su dimisión, y un cuerpo policial que le amenaza personalmente (publicaron el atestado de detención de su hija en una de las marchas) y que, como ha sido tradición desde siempre en la ciudad, actúa como un actor político independiente, con voluntad, intereses y estrategias propios. Hay quien habla, de hecho, de que a lo que estamos asistiendo es a un “police riot”, una revuelta de la policía contra los ciudadanos.

“Riot” es una palabra clave para entender la situación, uno de los más viejos fantasmas de la conciencia (y del inconsciente) estadounidense. Tradicionalmente el término se ha usado para describir la revuelta caótica, los saqueos a la sacrosanta propiedad privada, inmediatamente tildados como “violencia” en una definición unívoca. Como mucha gente ha recordado, el “riot” puede ser resignificado: la propia fundación del país nace de un “riot”, la conquista de los derechos más fundamentales nace de “riots” (Stonewall, por poner solo un ejemplo). Pero además, recorriendo la historia del país, el “riot” ha sufrido todo tipo de resignificaciones, pasando de nombrar los ataques blancos a la población negra (como los Draft Riots de Nueva York en 1863 o  la matanza de Tulsa en 1921) a hacerlo con la posibilidad de una explosión de rabia incontrolada por parte de la población negra (Watts o Newark en 1967-68, Los Ángeles en 1992). Esa continua sospecha de cuándo llegará el próximo “riot” (ese “fuego de la próxima vez” por usar el título de James Baldwin), en su consideración deshumanizadora (los negros solo pueden estallar irracionalmente, no rebelarse), deja ver en qué medida el ‘riot’ es un fantasma de la América blanca. Un fantasma que contiene su propia proyección y, con ella, su propia confesión: el represor actúa reprimiendo, porque sabe que esa explosión es, finalmente, la respuesta que verdaderamente merece. Su miedo le delata. 

El “riot” puede ser resignificado: la propia fundación del país nace de un “riot”, la conquista de los derechos más fundamentales nace de “riots”

La historia no es lineal ni cíclica, sino acumulativa. No es que las luchas y momentos pasados no importen ahora. Todo lo contrario: importan y se hacen presentes aquí y ahora. Una rebelión es siempre una reacción contra el tiempo y lugar que vivimos, pero también una “fiesta de resurrección” de otros tiempos, lugares y significados. Es quizás por eso que en los últimos días la estatua del general Lee en Richmond, la ciudad que fuera capital de la Confederación, ha sido iluminada con el rostro de George Floyd y palabras como “No justice. No peace”. En otros lugares se han derribado efigies y monumentos de otras figuras del pasado esclavista. Pero también otras del pasado más reciente: la estatua de Frank Rizzo, quien fuera el comisionado de policía de Philadelphia, y posteriormente alcalde de la ciudad entre 1972 y 1980, ha sido finalmente desmontada durante estas protestas. Es fácil pensar que esto son gestos puramente simbólicos, pero hablan del grado de profundidad con el que estas protestas llegan hasta la fundación misma de este país. No se trata, de nuevo, únicamente de la violencia policial, sino de cómo ésta expresa todo un orden sobre el que este país mismo se fundó, se ha sostenido y sigue sosteniéndose cada dia. Tal vez por esa razón flota en el aire la posibilidad, el deseo de, como escribía hace unos días el activista y pensador Kazembe Balagun, “resetear la historia americana”

Performing the Reichstag

Una insurrección es una resurrección. Y al mismo tiempo, en esa insurrección y en esa resurrección, late también algo fundamentalmente diferente. A toda esta convergencia de causas hay que sumar la presidencia de Trump como factor desestabilizador. El pasado fin de semana asistimos a un espectáculo inédito en este país. Primero, como nos tiene acostumbrados, un tuit declarando “Antifa” como organización terrorista. Es fácil reírse de la torpeza de Trump al declarar a algo que no es una organización como una entidad susceptible de ser perseguida, pero detrás de la tontería late la peligrosa posibilidad de que la vaguedad de la acusación sirva precisamente para perseguir, detener, encarcelar y torturar a cualquiera. Se trata de poner en circulación un sello previamente criminalizado (y no solo por él, sino por muchos medios, incluidos los supuestamente progresistas) que después puede ser aplicado a cualquier persona o colectivo. 

No obstante, en una dinámica habitual en Trump, lo que el escándalo de su tuit logro velar es la puesta en marcha de otras medidas securitarias, menos espectaculares, pero más concretas, y que en manos de esta presidencia, y de estos cuerpos policiales, pueden resultar igualmente o más inquietantes. 

El lunes 1 de junio por la tarde, Trump se montaba una complicada sesión de fotos que incluía la disolución violenta, justo a tiempo, de los manifestantes que rodeaban la residencia presidencial, y un paseo hasta una iglesia cercana en la que –sin permiso de los responsables de la misma– hacía unas declaraciones blandiendo una biblia, hablando de “ley y orden”, invocando la “Insurrection Act” de 1807 y anunciando su disposición a movilizar el ejército. En realidad –y Trump lo sabe, o debería saberlo– la actuación del ejército sólo es posible si los estados la solicitan al Departamento de Defensa. Hasta ahora no ha registrado solicitud alguna. 

Si Hitler se sirvió de un incendio falsamente atribuido a los comunistas para asentarse en el poder, lo que ha hecho Trump es buscar un enemigo interno

Como ha escrito Masha Gessen, con estos gestos Trump estaba haciendo una “performance del fascismo”. En otras palabras, estos gestos de Trump deben entenderse sobre todo como un “farol” y como una provocación. Un farol peligroso, malvado e irresponsable, pero un farol. Trump se mueve siempre en la lógica de la provocación. La finalidad de esa performance es movilizar a su electorado. Y lo hace porque sabe que está perdiendo la carta económica, que era su gran baza hasta ahora. Para ello, lanza estos gestos autoritarios, que luego es difícil que el Tribunal constitucional, u otros poderes y agencias, acepten y sigan realmente, como demostraron las declaraciones del secretario de Defensa Mark Esper. Pero son gesticulaciones histéricas que tienen el efecto de excitar a su base. Y que, dicho esto, no dejan de contener un peligro, ya que suponen abrir la puerta a posibilidades inciertas, tanto por la generación “espontánea” de respuestas, como las escuadras de simpatizantes de Trump que se han visto paseando impunemente por las calles de Philadelphia, como por la propia deriva autoritaria de las estructuras y agencias securitarias del estado. 

Quizás, para profundizar en la idea de Gessen, y acotarla un poco más, podríamos decir que esta semana hemos vivido una performance del Reichstag alemán de 1933. Si entonces Hitler se sirvió de un incendio falsamente atribuido a los comunistas para iniciar las medidas de excepción que le asentaron en el poder, lo que ha hecho Trump es sugerir la posibilidad de la excepcionalidad mediante el recurso a un enemigo interno, los misteriosos Antifa, o simplemente, los “agitadores externos”. Trump es especialista en reciclar los peores tropos de la historia americana, desde “America First” hasta “when the looting starts, the shooting starts”. En este rescate de los “agitadores externos” Trump no ha estado solo. Unos días antes, medios y figuras supuestamente progresistas, como Joy Reid o MSNBC, habían estado impulsando una narrativa de las protestas según la cual supuestos anarquistas blancos crean disturbios a partir de las pacíficas marchas de la población negra. Así, les sirvieron a Trump y al secretario de Justicia William Barr el marco en bandeja: las manifestaciones estaban siendo secuestradas por malvados agitadores externos, y por tanto esto justifica la implementación de medidas de excepción. 

Esa acusación hacia ciertas actitudes de militantes blancos tiene una parte de verdad. Las tácticas más agresivas con la policía en las manifestaciones tienden a reflejar un privilegio marcado racialmente. Pero en este contexto es una narrativa cínica y de hecho racista, ya que reduce a los manifestantes negros a una suerte de entidad pasiva, fácilmente influenciable. Puede parecer un detalle, pero este episodio revela una cierta simbiosis entre Trump y la versión neoliberal, individualista, de las políticas de identidad. Estos días, sin embargo, muchos jóvenes, negros y blancos, han dotado a la noción de “aliado” de nuevos matices y prácticas, como las ejercidas por jóvenes blancos protegiendo a sus compañeros negros de la policía, interponiendo su privilegio entre la máquina represora y los cuerpos amigos. La figura del “agitador externo”, común a tantos países, está ligada en EE.UU. al feroz anticomunismo –ejercido por la derecha, desde luego, pero incrustado ideológicamente, muy profundamente, también en muchos liberales demócratas. De nuevo volvemos al terreno de los fantasmas y los miedos: esos discursos revelan su propósito de bloquear por todos los medios cualquier posibilidad de una alianza entre diferentes poblaciones, diferentes identificaciones racializadas, diferentes colectivos y personas. De fondo late un pánico a una verdadera alianza multiclasista, multirracial, multigeneracional. 

Conviene, por tanto, no enfocarse tanto en las peculiaridades del individuo Trump. Trump no es sino, como explicaron en su libro Ignasi Gozalo-Salellas, Alvaro Guzman Bastida y Hector Muniente, un síntoma. Un síntoma de la podredumbre de todo un sistema político, económico y social que se derrumba. El ascenso de Trump no se debe sólo a sí mismo y a las siniestras pasiones políticas que despierta. También a la ineptitud y cinismo de unas élites políticas y mediáticas que le han normalizado de acuerdo a una falaz neutralidad liberal. El periodico de referencia, el New York Times, publicaba este martes 2 de junio una vergonzosa portada: “Mientras el caos se extiende, Trump promete ‘terminarlo ya’” rezaba el titular principal. Pocos días después, acogía en su sección de opinión un artículo del senador republicano por Arkansas Tom Cotton que llamaba a la intervención militar.  

El ascenso de Trump también se debe a la ineptitud y cinismo de unas élites políticas y mediáticas que le han normalizado de acuerdo a una falaz neutralidad liberal

En la cúpula de las instituciones, el paisaje es el de un vacío atronador. El Partido Demócrata está totalmente ausente. Tras largos días en silencio, Biden salió para balbucir que, en ciertas situaciones, tal vez los agentes de policía deberían disparar a la pierna en vez de al corazón. Nancy Pelosi solo supo responder a la sesión fotográfica biblia en mano de Trump con… otra sesión fotográfica biblia en mano. Bernie Sanders, por su parte, intenta representar el descontento. Pero su prematura retirada le ha dejado posiblemente en una posición inservible para un momento crítico de estas características. Para buena parte de sus bases, sobre todo los jóvenes, pero también latinos y migrantes, aleccionados en los últimos meses en las virtudes del compromise y la transacción y negociación políticas, era Bernie quien representaba todo eso. Ahora ya no les queda nada.

Lo que planea estos días es el fantasma de una descomposición social y política, como explicaba Pablo Bustinduy hace unos días. La demostración y el autorreconocimiento de que EE.UU., como ha explicado el filósofo y teólogo Cornel West, es “un experimento social fallido”. Si este momento de revelación para muchos, de confirmación para otros tantos, resulta tan crítico es porque sacude hasta sus cimientos la historia de este país, su imagen propia, y su posibilidad de convivencia futura. 

En cierto modo, hay una ironía histórica operando, ya desde hace décadas, pero que este momento ha dejado totalmente a la luz. Aquel fin de la historia, triunfo que se quería definitivo de la democracia liberal capitalista sobre el eterno enemigo soviético, ha vuelto con una sutil venganza. Lo ha hecho mostrando a este país el reflejo que achacaba a su némesis. Durante décadas, la imagen de la URSS como régimen totalitario, burocrático e ineficiente, que despreciaba las vidas humanas en pos de una causa trascendente, proveyó por contraste la oportunidad (propagandística, pero efectiva) de presentarse como esa esa tierra de oportunidades, libertad, responsabilidad e iniciativa individuales. Hace unas semanas, el vicegobernador de Texas, Dan Patrick, sugería que, en el contexto de la crisis económica generada por el virus, tal vez “los abuelos deberían sacrificar su vida por sus descendientes”para reactivar la economía. El neoliberalismo ha pasado de ser aquella doctrina (supuestamente) eficaz y racional para convertirse en un culto de muerte a Moloch. Puede ser un ejemplo exagerado, pero la vida cotidiana en este país está plagado de un profundo desprecio a la vida humana. Empezando, evidentemente, por las vidas negras.

Cada tantos años, este país que se quiere todavía joven asiste, se nos suele contar, a una pérdida de la inocencia. Este momento pre-, proto-, pseudo-, -post, o  directamente fascista que ha traído Trump no es una excepción. Quizás una diferencia de este momento con el de la emergencia de Black Lives Matter en 2014 es que entonces las reivindicaciones se dirigían con el primer presidente negro de la historia del país, y adquieren por tanto el carácter de una decepcion. Ahora con Trump, el aparato policial es exactamente el mismo, pero su histrionismo hace ver las podridas correas que conectan aparatos e instituciones, las calles y los pasillos del poder. Además ha dado espacio a todo tipo de grupos fascistas, neonazis, alt-right, supremacistas, muchos de cuyos miembros suelen ser (sorpresa) agentes de departamentos de policía locales.  

Es significativo que esa maquinaria del imaginario estadounidense que son el cine y la TV ha tratado de procesar el clima político y social de la era Trump recurriendo a diversas representaciones distopicas con el fascismo en el centro: The Handmaid’s Tale, The Plot Against America, Hunters, o The Man in the High Castle, entre otras. Hay un debate latente entre esas representaciones: ¿es el fascismo un elemento endógeno o exógeno a la historia y cultura estadounidense? La inanidad de las más floja de esas series, The Man in the High Castle, se debe precisamente a que opta por la versión exógena:  bajo la apariencia de una crítica progre al fascismo, la serie borra un aspecto crucial. No es necesario traer el fascismo a los EE.UU., puesto que los EE.UU. son un país generador del fascismo, del colonialismo (interno y externo). En ese gesto late una de las venas principales de la cultura estadounidense: su autorredención continua, su necesidad de ser, al final, en el fondo, siempre “los buenos”. El fascismo, para esta mentalidad, solo puede venir de fuera, solo puede comprenderse como un elemento extraño y antiamericano. La historia lo desmiente: nociones nazis como el Lebensraum o la segregación de los judíos fueron modeladas por los ejemplos que ofrecían la doctrina expansiva del Destino Manifiesto o el Jim Crow. 

Lo que quiero expresar con este rodeo es que esa inocencia es una pasión inconsciente y asesina, que penetra muchas capas de la sociedad estadounidense, desde una noción providencialista del país en su historia, a un moralismo político que precisa distinguir siempre entre “los buenos y los malos”, y que pasa, también, por un sacrosanto respeto al ejército y a la policía, las dos instituciones más respetadas del país. La tercera es la pequeña empresa. Queda ahí la imagen de un idilio americano (blanco): un paraíso suburbial donde acercarse al centro del pueblo en tu coche, tomar un batido de fresa y charlar con la camarera del diner, y al cruzar la plaza de la torre con el reloj, saludar al guardia. Regreso al futuro. Da igual que en realidad el diner cerrara hace tiempo y en su lugar abrieran un Starbucks, que todas las tiendas sean de grandes corporaciones, y que la plaza está habitada por sintecho regularmente desalojados a hostias por los amables agentes. Quizás por eso, en medio de estas protestas, resultan particularmente significativas las que se están desarrollando en pequeños pueblos y ciudades de mayoría blanca

Una última nota: he tratado de describir el contexto de estas protestas, narrar algunos acontecimientos de unos días muy intensos, y de trazar algunas líneas de reflexion historica, politica, cultura e ideológica tratando de explicar(me) el sentido de lo que estamos viviendo en EE.UU. Sin embargo, si todo esto se entiende como una excepcionalidad americana, este artículo no servirá para nada. Estos días, en las redes, podían encontrarse imágenes de detenciones en París y en Madrid similares a las que se llevó la vida de George Floyd. Espero que esta situación, con todo lo terrible que es, nos ayude a entender no sólo la brutalidad policial en EE.UU., sino también en España, en Europa, en Latinoamérica, en tantos otros lugares, en donde también debemos hacer nuestras propias “pérdidas de la inocencia”. Obviamente hay dinámicas específicas en cada país, pero todas están atravesadas por el capitalismo, el colonialismo y el racismo. No se trata de una abstracta llamada a las buenas intenciones. El aparato policial estadounidense influye en todo el planeta: William Bratton, ex-comisionado de NYPD, se ha dedicado a exportar su modelo policial por toda Latinoamérica. 

Por esa razón, solo un falso cosmopolitismo elitista (en realidad provinciano e ignorante) es incapaz de ver la importancia, y la esperanza, de que las movilizaciones por las vidas negras se repliquen y multipliquen en Berlín, en París, en Zaragoza o en Madrid. En tiempos de un neofascismo emergente en todo el mundo, la brutalidad policial no puede considerarse como un mero problema específico, sino como un revelador de funcionamientos sociales, políticos y económicos que se alimentan mutuamente: la austeridad se acompaña siempre de represión. El neoliberalismo nunca ha consistido en el abandono del estado, sino en una reconfiguración de sus funciones: la desregulación económica tiene su reflejo en la regulación de las calles y las vidas. 

Quién sabe si esta será la enésima pérdida de la inocencia, después olvidada. O el comienzo de otra cosa. En medio de las muertes, la represión, la incertidumbre y la tensión, ayer me tropezaba con la foto de una pancarta en una marcha que tenía lugar en Providence, Rhode Island, y que reproducía unas bellas palabras del profesor de periodismo Chenjerai Kumanyika.

We’re trying to become something this country has never been” (“Estamos intentando convertirnos en algo que este país nunca ha sido”). La insurrección. La resurrección. De Estados Unidos. Del mundo. De nosotrxs, de todxs nosotrxs. Los otrxs. Los mismxs. 

Al intentar pensar el presente, recurrimos continuamente al pasado. Se habla de si estas protestas pueden compararse con las revueltas de los 60, con la batalla de Los Ángeles de 1992, o incluso qué similitudes y qué diferencias guardan con la más reciente ola que dio lugar a Black Lives Matter en...

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Autor >

Vicente Rubio-Pueyo

Es profesor adjunto en Fordham University (Nueva York). Investiga y escribe sobre cultura y política en la España contemporánea.

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