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Reportaje

Ya somos todos Apurinã

Los virus llegados de fuera han estado a punto de acabar con los pueblos originarios de la Amazonia en repetidas ocasiones. Conforme crece el número de contagiados por Covid-19 en Brasil, se palpa la preocupación de los líderes indígenas

Andy Robinson 28/04/2020

<p>El cacique Manary (Francisco Apurinã), líder de una aldea indígena</p>

El cacique Manary (Francisco Apurinã), líder de una aldea indígena

A.R.

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“Ya hay casos en Boca do Acre y tenemos mucho miedo. Estamos en cuarentena; nadie entra pero no podemos cruzar a Boca do Acre para comprar comida por el peligro de contagio”, me explicó hace tres días en una conversación por whatsapp el cacique de la aldea indígena camicua, Manary Kankyty o Francisco Apurinã.

Conocí a Manary a finales de febrero, cuando visité su pueblo en la orilla del enorme río Purús, en el estado amazónico de Acre, accesible en lancha desde el municipio de Boca de Acre a dos horas de Rio Branco.

Entonces, hablamos cara a cara del peligro que suponen para los indígenas los misioneros evangélicos, normalmente vinculados a  alguna sonriente oenegé estadounidense, que traen dogmas y enfermedades a las tierras indígenas de Acre. La madre de Manary, de ochenta y pico años, recordaba aquellos tiempos en los que el servicio de salud indígena no era responsabilidad de la organización neopentecostal Caiuá sino del pajé (chamán). “Éramos más sanos entonces”, dijo Manary mientras que una decena de jóvenes apurinã llegaba de la recolecta de frutos silvestres.

Ya entonces el cacique Manary me explicó cómo los virus traídos por los evangelizadores de las macro iglesias de Florida constituyen un peligro para los pueblos aislados indígenas en Acre. Poco podía imaginarme que, en solo seis semanas, el peligro se convertiría en una  amenaza directa, una cuestión inmediata de vida o muerte. Como se puede ver en el video, la Covid-19 ya está en la Amazonia y Manary pide ayuda alimentaria para que él y su pueblo no se vean forzados a exponerse al virus (cualquier posible donante puede escribir un comentario y le facilitaré el contacto).

Para nosotros la pandemia siembra un miedo antes desconocido. Una sensación nueva de desamparo. Pero en  Acre, al sur de la Amazonia brasileña, en el cruce de los gigantescos ríos Purús y Acre, se conoce desde hace más de cinco siglos el miedo a quedarse desprotegido ante un virus. Las enfermedades contagiosas y letales procedentes del extranjero ante las que los indígenas no tenían defensas: la gripe, el sarampión, la varicela, la tuberculosis y ahora el coronavirus.

En varias ocasiones, los virus llegados de allende han estado a punto de acabar con los pueblos originarios de la Amazonia. Pero resistieron. Casi un millón de indígenas vive en el Amazonas y aún existen un centenar de pueblos aislados o que mantienen contactos mínimos con la sociedad mayoritaria.

En la densa selva de Acre, cuatro tribus indígenas, integradas por unas 600 personas, viven sin contacto. Pero, bajo la presidencia del ultraconservador Jair Bolsonaro, “los pueblos aislados están amenazados como nunca”, advierte Douglas Rodríguez, experto en salud indígena de la Universidad de Sao Paulo.

Y una de las amenazas más graves es la misma que llegó por el río Amazonas en el bergantín del fraile dominico Gaspar de Carvajal, en enero de 1542: la biblia y el virus.

Los últimos misioneros son neopentecostales, enviados de oenegés internacionales como Misión Nuevas Tribus –Ethnos360 en inglés– o Youth with a Mission, financiadas desde Estados Unidos y apoyadas por el gobierno de Bolsonaro.

Según un análisis del diario O Globo, estas organizaciones evangélicas ya han intentado en los últimos años alcanzar a 13 de los 26 pueblos indígenas considerados totalmente aislados. Nuevas Tribus, fundada en 1953, en Florida, acaba de financiar la compra de un helicóptero Robinson R66 que “ayudará a llegar a las aldeas donde no hay pistas de aterrizaje”, según anunció su director en Brasil, Edward Luz.

Nuevas Tribus fue uno de los primeros grupos evangélicos en usar aviones para establecer contacto con los indígenas aislados. Los misioneros norteamericanos construyeron en los años ochenta una pista de aterrizaje cerca de la aldea de una tribu conocida como los zo’és, en el lejano norte amazónico, para sus trabajos de evangelización. El resultado: catastróficos brotes de gripe, tifus y malaria. Uno de cada cuatro zo’és murió entre 1982 y 1988. Fue un caso entre muchos.

De ahí la preocupación actual en las comunidades indígenas por la noticia de que Ricardo Lopes Dias, neopentecostal y ex misionero de Nuevas Tribus en Brasil, es el nuevo responsable de las políticas de pueblos aislados de la Fundación Nacional del Indio (Funai), el organismo federal que supuestamente vela por los intereses de los pueblos originarios.

“Un indígena puede morir de neumonía en 24 horas después de contraer una gripe. Es lo que ocurrió con los zo’és”, dijo en una entrevista en O Globo, el exdirector de la Funai, Sydney Possuelo, que en su día prohibió las actividades de Nuevas Tribus en los años ochenta. La protección de los pueblos aislados es obligatoria, según la Constitución brasileña, de 1988, pero, como en tantas otras áreas de la protección del Amazonas, Bolsonaro considera la Constitución un obstáculo que hay que sortear.

La cuestión se vuelve crítica ahora que el coronavirus llega a la Amazonia. Aunque la Covid-19 no es necesariamente más peligrosa para un pueblo aislado que la gripe (ambas son letales), la elevada virulencia del coronavirus puede causar estragos tanto para los  indígenas sin contacto como para los demás.

Los misioneros son el peligro más grande. Su objetivo a fin de cuentas es precisamente entrar en contacto con los pueblos aislados con el fin de evangelizarlos

Conforme va creciendo el número de contagiados confirmados en Brasil –ya son más del 10.000–, se palpa la preocupación de los líderes indígenas. La semana pasada se registró la primera muerte de un indígena por el virus, un joven de la etnia yanomami en el estado de Roraima. Se ha  contagiado también una veinteañera de la etnia kokama, en el norte del estado de Amazonas, cerca de la frontera con Colombia. “Los pueblos indígenas son uno de los grupos humanos más vulnerables y necesitan atención especial”, dijo en una entrevista Ailton Krenak, escritor de la etnia krenak y autor del  libro Ideas para posponer el fin del mundo. “La gripe también puede matar a mucha gente aquí, pero el contagio de la Covid-19 es mucho más rápido”.

La entrada ilegal de miles de mineros artesanales o garimpeiros en busca de oro y piedras preciosas en las tierras indígenas –bajo la vista gorda de Bolsonaro– es un grave peligro. Ante la pasividad del gobierno de Bolsonaro, indígenas como los yanomami, en el estado de Roraima, o los munduruku, en la región del río Tapajós, afluente del Amazonas, han cerrado carreteras de acceso para protegerse. Otros pueblos han cerrado el acceso de visitantes. “Por el coronavirus las aldeas paralizaron todas las actividades de turismo y visitas de extranjeros”, dijo Arison Jardim, que trabaja con los indígenas de Tarauacá, en el oeste de Acre.

Pero los misioneros son el peligro más grande. Su objetivo a fin de cuentas es precisamente entrar en contacto con los pueblos aislados con el fin de evangelizarlos. Se sospecha que el misionero estadounidense Andrew Tonkin, oriundo de Carolina del Norte, de la organización evangélica Frontier International, pretende contactar con tribus aisladas en el Valle de Javari, un área con una superficie parecida a Austria, cerca de la frontera de Perú, pese al elevado peligro de contagio en estos momentos. “Tienen drones y GPS para hacer contacto”, afirmó Lucas Marrubio, un líder indígena del valle, en declaraciones a la página web de noticias ambientales Mongabay. Dieciséis de los grupos indígenas en el Valle de Javari –que abarca los estados de Acre y Amazonas– son pueblos aislados.

“Yo he conocido a varios misioneros de Nuevas Tribus y no son las personas indicadas para hacer el primer contacto”, me explicó Antonio Apurinã, líder político de la tribu apurinã.

Ya había provocado consternación la decisión del gobierno de Bolsonaro de mandar un equipo de evangélicos a “investigar la salud mental” de los zuruahã, un pueblo semiaislado que habita territorio en la orilla del río Purús. La Secretaria Especial de la Salud Indígena (Sesai), con el apoyo de la excéntrica ministra evangélica Damares Alves, incluyó a dos zuruahã ya convertidos al evangelismo en la expedición para investigar una serie de suicidios en la aldea de los Zuruahã.

Uno de estos indígenas –misioneros de Jocum, la filial brasileña de Youth with a Missión– achacó los suicidios “a falta de esperanza y la falta de evangelio”. (En realidad, tienen que ver con ritos tradicionales que a veces incluyen el auto envenenamiento).

La expedición fue cancelada tras advertencias de la Fiscalía federal de que los misioneros “no siguieron los protocolos de cuarentena exigidos para actividades próximas a pueblos indígenas de reciente contacto”.

Bolsonaro ha minimizado el peligro de la pandemia y sus aliados en la derecha evangélica han calificado como 'histeria obra de Satanás' las advertencias de la OMS

Los evangélicos están muy presentes en las tribus ya contactadas. Unos 100 de los 451 habitantes de la aldea indígena apurinã/humanari, cerca de Boca do Acre, ya son evangélicos. En medio del pueblo, se está construyendo un templo evangélico de ladrillo. “Es difícil. El pueblo está dividido. No soy evangélico pero hay que buscar una convivencia”, dijo el cacique Manary durante nuestra visita.

Bolsonaro ha minimizado el peligro de la pandemia en toda la sociedad brasileña y sus aliados en la derecha evangélica han calificado como “histeria obra de Satanás” las advertencias de la Organización Mundial de Salud. La única voz de la razón en el gobierno ha sido la de Luiz Henrique Mandetta, el ministro de Sanidad que acaba de ser defenestrado porque defendía la ciencia frente a los fundamentalistas.

Asimismo, la Secretaría especial de la salud indígena se ha evangelizado. El 60% de los servicios de atención primaria en los territorios indígenas los proporciona ya la organización neopentecostal Caiuá.

Se suele pensar que las epidemias genocidas en la Amazonia ocurrieron hace cientos de años. Pero lo cierto es que se intensificaron en la segunda mitad del siglo XX. Los proyectos mineros y grandes obras como la carretera panamazónica expusieron a miles de indígenas a virus frente a los que no tienen defensas.

El mal llamado Servicio de Protección de los Indios (SPI) “practicó guerra bacteriológica al introducir entre las tribus de la selva amazónica el sarampión, la gripe, la varicela y el tuberculosis”, explica Marcio Souza, en su nuevo libro Amazonia. “Murieron en gran cantidad y rápidamente”.

La población de los waimiri atroari cayó de 3.000 a 300 tras la inauguración de la carretera transamazónica, en los años setenta, muchos por una epidemia de sarampión. (Los ataques con ametralladora desde helicópteros militares remataron la operación). Cuando algunos indígenas acudieron a hospitales, “las autoridades médicas se negaron atenderlos (…) bajo pretexto de que no había hospitales en Manaos para cuidar al gran número de enfermos”, explica Souza.

El caso de las aldeas de los nambiquara –muy cerca de la carretera panamericana– fue aún peor. Después del primer contacto (a través de misioneros), la población cayó de 10.000 a 1.000 habitantes debido a las epidemias. En el 2014, cuando la tribu de los xinane estableció un primer contacto con representantes de la Funai, los virus ya habían llegado. Los supervivientes dijeron que sus familiares habían muerto por fiebre, tos, diarrea y vómitos.

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Para leer más sobre los indígenas de la Amazonia, te puede interesar mi nuevo libro  Oro, petróleo y aguacates  (Arpa, 2020).

“Ya hay casos en Boca do Acre y tenemos mucho miedo. Estamos en cuarentena; nadie entra pero no podemos cruzar a Boca do Acre para comprar comida por el peligro de contagio”, me explicó hace tres días en una conversación por whatsapp el cacique de la aldea indígena camicua, Manary Kankyty o Francisco Apurinã.

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Autor >

Andy Robinson

Es corresponsal volante de ‘La Vanguardia’ y colaborador de Ctxt desde su fundación. Además, pertenece al Consejo Editorial de este medio. Su último libro es ‘Oro, petróleo y aguacates: Las nuevas venas abiertas de América Latina’ (Arpa 2020)

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