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REVOLUCIONES SOÑADAS

Izquierda de balcón

He empezado a aplaudir desde la terraza, pero solo tras descubrir cuánto molestaba esto al vecino más derechista de todo el edificio

Francisco Pastor 16/04/2020

<p>Balcones de Madrid</p>

Balcones de Madrid

Adriana M. Andrade

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En un capítulo de El ministerio del tiempo tocó convertir por un día aquellas dependencias mágicas, ocultas y repletas de fenómenos inexplicables en un gabinete convencional, ocupado por funcionarios comunes. Así que los empleados se vistieron con ropa de los años 90 y despojaron las pantallas de sus ordenadores de cualquier atisbo de trabajo. Por último, levantaron una máquina de café en medio del pasillo. “Aquí, muy bien. Ahora, que siempre haya dos o tres haciendo cola y hablando de lo mal que está el sindicato”, espetaba una de las directoras del lugar. Y ahí los guionistas, Diego San José y Borja Cobeaga, voluntariamente o no, dieron en el clavo: las personas de izquierdas nos recreamos como nadie en los tiempos perdidos.

También lo clamó Pablo Casado, en aquel mitin en el que dejó de ser un desconocido para el gran público: “Los de izquierdas son unos carcas. Todo el día con la guerra del abuelo”. El aplauso envilecido del auditorio llegó cuando mostró un 68 –el mayo de París– pintado sobre una cartulina y, al darle la vuelta, este se convirtió en un 89. Celebraba el final del muro de Berlín y el llamado final de la historia. Años más tarde, Casado se disculpó por aquellas palabras, y quizá no tendría por qué haberlo hecho. Había acertado de pleno: incluso en 1968 aludían a los tiempos de la revolución francesa, y algo así le acabo de leer a Marc Augé en su último ensayo, Las pequeñas alegrías. La política, al menos la que trata de emocionarnos, acostumbra a recrear los éxitos del pasado –los cuales, a la vez, apelaron a la emoción de brotes anteriores.

Hoy, al calor de la filosofía política, el Podemos de Lavapiés y demás banquetes académicos, hay quienes llaman a estas situaciones ventanas de oportunidad

Ocurrió en la contienda de la que hablaba Casado, la del abuelo. Quienes defendían que nuestra guerra civil debía traer consigo el final de la propiedad privada aludían, sin ir más lejos, a la revuelta de octubre de 1917. Aquella también ocurrió durante un conflicto bélico y gozaba del antecedente de una revolución burguesa –la de febrero de ese mismo año–. Si abril de 1931, y la bandera tricolor de la que tanto claudicaba Largo Caballero, compuso un motín burgués, y España se encontraba en aquel momento en guerra, entonces podría repetirse la fórmula: lo que llegaría en 1936 sería, por un imperativo de la abstracción y de la Historia, otra revolución obrera. Hoy, al calor de la filosofía política, el Podemos de Lavapiés y demás banquetes académicos, hay quienes llaman a estas situaciones ventanas de oportunidad –la universidad, esencialmente, consiste en ponerle nombre a las cosas–. Un gran malestar, un estado de ánimo colectivo y, en realidad, cualquier situación excepcional logran, por unos días, que lo inimaginable pueda devenir en algo factible.

Pero, como sabemos, aquella revolución obrera no ocurrió. Tampoco más adelante, en 1982, cuando la victoria de Felipe González, para algunos, suponía una suerte de revancha simbólica; como si más de cuatro décadas después los hijos hubieran ganado la guerra de los padres, pero en las urnas. Pasaron aún más décadas, llegaron los nietos y en las celebraciones de la calle de Ferraz se dejaron ver banderas de tres colores. Y eso que en ningún momento Zapatero, ni siquiera durante la convulsa redacción de la ley de memoria histórica, propuso una verdadera discusión sobre la república –no digamos ya sobre aquellos que quisieron imitar a Lenin en plena guerra, y de los que más adelante se acordaría poco más que el cineasta Ken Loach–. No lo dijo en una cita textual, pero Casado lo clavó también con su cartulina: los de izquierdas somos, sobre todo, unos iconoclastas. Nuestra pasión por el significante nos lleva, en muchas ocasiones, a olvidar que este quizá carezca de significado; a leer el presente desde el pasado. Según la filósofa Chantal Mouffe, el discurso político solo emociona cuando retoma, aunque siempre desde un cauce cívico, la idea misma de la guerra; lo político es el lugar en el que sustituimos al viejo enemigo, el objeto de nuestra violencia, por el suave concepto de adversario. Teorías así abundan sobre el fútbol: es la celebración de lo bélico en un entorno seguro.

Quizá desde que le pusieron un nombre, las ventanas de oportunidad –como aquella que imaginaron en plena guerra– se asemejan a los eclipses. Todas prometen ser únicas. ¡Las primeras en mucho tiempo y las últimas que veremos, a saber hasta cuándo! Y así ocurrió durante la reciente crisis económica, las posteriores acampadas en Sol y, de alguna manera, también con los más recientes feminismos. Situaciones de excepción y significantes abiertos que los izquierdistas, que traemos el significado de casa, tratamos de cortejar. Así, cuando en el 15M había quienes solo pedían una reforma de la ley electoral –recordemos que hasta UPyD mostró su simpatía por ese movimiento, y no escondamos que quizá Ciudadanos y hasta Vox nazcan de aquel jaque al bipartidismo–, otros nos imaginábamos a Juan Carlos y a Sofía escapando de España, escondidos en un tren. Todo ello, claro, tras censurar nuestras pulsiones más bajas, y en las que estos habrían compartido destino con los zares Nicolás y Alejandra. Los de izquierdas seremos carcas y lo que toque, pero mucho más divertidos.

Cada año, la misma diatriba ocurre en torno a los significantes abiertos –hay quien los llamaría vacíos, al estilo de Ernesto Laclau– que suponen el 8M feminista y el Orgullo de las minorías sexuales. Para algunos, estos deberían conformar el eslabón, o la palanca de cambio, desde el que plantear una alternativa: un discurso global que nos lleve a reflexionar sobre el resto de desigualdades –como aquellos que creían que, al ganar la guerra, las demás injusticias se resolverían de improviso–. Al tiempo, las mismas industrias que explotan alegremente a mujeres y maricas se visten, durante sendas semanas, de violeta y arcoíris. En lo puramente estético, las derechas nos dan mil vueltas a las izquierdas: mientras nosotros reclamamos que este o aquel icono nos pertenecen por entero –ahí nuestros sueños de una economía feminista–, ellos resultan mucho más simpáticos. ¡Esto de todos, esto de todos!, sonríen. Quienes hablan de convertir la política en algo sexy, naturalmente, se refieren a esto: para seducir a la gente, y que a las manifestaciones vayan miles de personas, y no solo unos cuantos, es mejor esquivar los significantes demasiado cargados. Hasta Sigmund Freud reconoció que a veces un puro es solo un puro.

Hoy llega hasta nosotros, de nuevo, una excepción inabarcable. Y desde los balcones nacen más significantes: vigorosos aplausos a los que cada uno concedemos, de nuevo, nuestro color. Para los izquierdistas, estos ponen en valor nuestra sanidad pública. Mientras tanto, las noticias del frente nos hablan de cómo Ana Botín y Amancio Ortega, al otro lado del cuadrilátero, realizan donaciones millonarias. Colaboran con una sanidad que, de forma excepcional, renuncia por unos días a distinguir entre lo público y lo privado. Cotiza alto ese significante, el del calor y la solidaridad, el de la raza humana y el abrazo a quienes sí están en la primera línea de fuego; no nos lo van a regalar tan fácilmente.

Pero la historia aún se puede retorcer un poco: mientras España vive esa epidemia que, entre otras cosas, nos deja encerrados en casa, contando bajas y lejos de nuestros allegados, se conocen los últimos escándalos de la familia real. Informe semanal, el mítico programa de Televisión Española, se lo tomó con cierta guasa: tituló a una de sus piezas Monarquía en Estado de alarma. También Jordi Évole dejó ver en uno de sus programas que las caceroladas contra el rey parecían mucho más ensordecedoras que las palabras del jefe del Estado. Hasta Àngels Barceló, desde el Hoy por hoy, habló de que los siete minutos de discurso del monarca llegaban tarde. Desde luego, parece una ventana de oportunidad, de las que dicen, y la derecha nos vuelve a ganar en la retórica.

Ellos nos hablan de un enemigo –la enfermedad– que, tal y como señalan, está vacío. Para que los liberales quepan bajo el abrigo de un significante, es preciso que este carezca por entero de significado. Y nosotros, mientras tanto, venga a hablar de cómo el sistema nos divide entre pacientes de primera y de segunda, y venga a decorar lo azaroso de la dolencia y del duelo con un discurso político. Perseguimos un final a esta diatriba que cristalice, qué sé yo, en la nacionalización –tan del siglo XX– de esta y aquella industria, ahora que se han mostrado fundamentales para el Estado.

Hasta adivinamos la crisis económica que llegará tras los meses de quietud, y nos enredamos entre sueños, como ya hicimos al calor de la recesión, creyendo que el capitalismo llegará a su final. ¡Vamos! A fantasear, también, con que el hartazgo traerá consigo el final de la monarquía. Imaginamos que los aplausos componen, en realidad, una enmienda ya no solo a la –para nosotros, paradoja de la– sanidad privada, sino a la naturaleza por entero de lo comercial. No aplaudo, que dice alguno, porque yo voto, que es mucho más importante. Razón no le falta, pero qué pereza: la de todas las ventanas –y balcones– que se cerraron y nos dejaron como estábamos. Cuando salgamos de esto, no seremos los mismos, dicen otros; cuando regresó por fin a Ítaca, Odiseo estaba muy cambiado. Y yo, poco acostumbrado a los significantes sin significado, y a los enemigos no perversos, que decía la periodista Leila Guerriero, he empezado a aplaudir desde la terraza, pero solo tras descubrir cuánto molestaba esto al vecino más derechista de todo el edificio. Que algunos seguimos en la guerra del abuelo ya lo sabíamos; también lo es que está muy mal el sindicato.

En un capítulo de El ministerio del tiempo tocó convertir por un día aquellas dependencias mágicas, ocultas y repletas de fenómenos inexplicables en un gabinete convencional, ocupado por funcionarios comunes. Así que los empleados se vistieron con ropa de los años 90 y despojaron las pantallas de sus...

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Francisco Pastor

Publiqué un libro muy, muy aburrido. En la ficción escribí para el 'Crónica' y soñé con Mulholland Drive.

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