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Memoria

Comparar lo incomparable

La inconmensurabilidad e irrepetibilidad de nuestro dolor, al contrario de lo que ocurre con el amor, nos deja sin armas para enfrentar de nuevo el mal

Santiago Alba Rico 29/01/2020

<p>'Eros y Psique', François Gérand (1798)</p>

'Eros y Psique', François Gérand (1798)

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Hay dos esferas en que las comparaciones, como dice el refrán, son odiosas: el amor y el sufrimiento.

Si en el amor las comparaciones son odiosas es porque el término de la comparación se quiere siempre único e inigualable. ¿Cómo mi amada o sus dientes o sus cabellos van a tener equivalente en el mundo? Encontrarlo y nombrarlo, ¿no será ofender al objeto del amor y cuestionar la pasión del sujeto amoroso? Así que los enamorados que versifican –y todos mentalmente lo hacen– tienen que buscar una comparación fuera del ámbito humano, donde la igualdad es ya degradación, y explorar con afán el exterior inhumano; es decir, la naturaleza y el Olimpo. Toda metáfora amorosa se apoya inevitablemente en una hipérbole: la amada es una diosa, sus dientes son perlas, sus cabellos trigo bajo el sol. En este sentido, si los dioses griegos se esconden para mantener relaciones con humanos o adoptan formas animales (de cisne o de toro, no de insecto o de lenguado) es porque visibles podrían ser comparados y, comparados, dejarían de ser dioses. Por eso Psique tiene prohibido encender la lámpara cada vez que yace con Eros; a la luz del sol, Eros seguiría siendo deseable, pero entonces su belleza incomparable exigiría una comparación en otro lado, saldría de sí misma para reclamar un dios al que parecerse, y Psique querría acostarse quizás no con el cuerpo visible de Eros, ahora incomparable y por lo tanto demandante de una comparación metahumana, sino con el dios invisible al que el amor lo asemeja. En todo caso, hay que decir que Dios y los dioses en general, que no son necesarios para explicar la creación del mundo o el sentido de la vida, sí lo son para nombrar el cuerpo del deseo; como lo es el trigo no ya para hacer el pan sino para fabricar al amado. La cursilería, de la que nadie está a salvo, es uno de los caminos más transitados hacia la religión y también –por qué no decirlo– hacia los trigales, donde crece el cabello de Marta o de Tomás, de manera que se puede establecer una relación de directa proporcionalidad entre el descenso de la cursilería, minada por la soltería capitalista, y el aumento tanto de la incredulidad, umbral de todo fake, como del cambio climático, umbral de toda indiferencia. Desde que hemos dejado de comparar lo incomparable –he aquí la paradoja– nuestros amados se han vuelto intercambiables y nuestro árboles más inflamables. 

Cuando en el Canto XXX del Purgatorio, Beatrice se presenta ante Dante, su aparición, como la del sol, es cegadora; la amada del poeta, además, se oculta tras un velo de nubes y, cuando ella finalmente se vuelve hacia él, “Gli occhi mi cadder giù nel chiaro fonte”, dice el verso, “bajé los ojos hacia la fuente clara”, en la que Dante ve con vergüenza reflejado su rostro, como si la fuente fuese metáfora y metonimia de la mujer amada: Beatrice es, en efecto, clara como ese agua que funge, al mismo tiempo, como prolongación de su mirada, de la que en consecuencia, no importa lo que haga, el enamorado no puede huir. Así que Beatrice es una diosa y se aparece como tal; y es también una fuente o manantial, y en ella aparece Dante cautivo e intimidado. Como diosa y como fuente, Beatrice mira sin ser mirada; ve y es invisible, que es lo propio de los seres sobrenaturales y de las criaturas naturales. Nunca la cursilería ha protegido mejor el carácter sagrado de los cuerpos y de los ríos. 

Cada víctima quiere que su sufrimiento sea exclusivo y sin precedentes; y quiere también que su verdugo no encuentre parangón en maldad en la historia del mundo

La otra esfera donde las comparaciones son odiosas es el sufrimiento. Cada víctima quiere que su sufrimiento sea exclusivo y sin precedentes; y quiere también que su verdugo no encuentre parangón en maldad en la historia del mundo. El dolor es un universo cerrado que se alimenta de sí mismo y que, cuando sale al exterior, ve en las fórmulas consuetudinarias de consuelo una relativización de su suplicio y una justificación de su agresor. El dolor no deja entrar la historia, que nos ofrecería quizás otros casos parecidos, ni las heridas de los demás, que opacan y banalizan las nuestras. Así que, víctimas del mal, necesitamos que nuestro sufrimiento y nuestro verdugo, como el cuerpo de nuestro amado, sean únicos e inigualables. El dolor, en este sentido, es peligrosamente solipsista, no porque no sea transmisible; es que no quiere ser transmitido ni compartido; quiere ser sólo reconocido en su singularidad incomparable. De este modo, mientras que considera humillante toda comparación, el sufrimiento tiende, por eso mismo, a relativizar y desconsiderar el sufrimiento ajeno y, aún peor, los verdugos ajenos, como si –este ejemplo es el más extremo y oportuno– el hecho de ser matado como judío fuese más doloroso o acusatorio que el hecho de ser matado como palestino o como armenio; y como si sólo los asesinos de judíos fuesen lo suficientemente malos como para ser condenados y combatidos; y como si yo mismo, o cualquier otro, no pudiese ser un judío o, aún peor, un asesino de judíos e incluso un asesino judío de judíos. Esta excepcionalidad del Holocausto, que Israel manipula y explota en su favor, contrasta con la obra del judío Primo Levi, que escribió sus libros atroces e indispensables sobre Auschwitz no para desahogarse (¡como si fuera posible!) sino porque, pese a la dificultad que entraña todo sufrimiento humano y el infligido por el nazismo de manera particular, cree que es factible y necesario compartirlo y, si se quiere, “compararlo”. 

Este ejemplo intencionadamente radical se puede extender, en todo caso, a la creciente ola de victimismo identitario que estamos viviendo. En términos generales, sería muy consoladora la certeza engañosa de que el mal sólo puede ocurrir una vez o en relación con un solo pueblo o con un único género o con un único cuerpo; y de que es, además, cosa de otros: la certeza, en definitiva, de que ni las víctimas ni los verdugos se pueden comparar conmigo. Considerar incomparable nuestro sufrimiento y extraterrestre a nuestro verdugo es la cosa más comprensible del mundo, como lo es que nuestro incomparable amor sólo pueda compararse con un dios o con un río. Es comprensible, pero peligroso, pues la inconmensurabilidad e irrepetibilidad de nuestro dolor, al contrario de lo que ocurre con el amor, nos deja sin armas para enfrentar de nuevo el mal: eso que llamamos historia, derecho y política, con sus chapuceros procedimientos para explicar, juzgar y prevenir los males. También las víctimas, como los amantes, deberían seguir intentando comparar lo incomparable para salvar así –los amantes– la credulidad y los ríos; y para salvar así –las víctimas– a las futuras víctimas trazando una y otra vez en el mundo la fina línea absoluta que nos separa del mal y de sus cómplices. Y ello con los únicos medios, precarios y siempre amenazados, que poseemos los humanos: la razón, la memoria, el amor, la ley.

Hay dos esferas en que las comparaciones, como dice el refrán, son odiosas: el amor y el sufrimiento.

Si en el amor las comparaciones son odiosas es porque el término de la comparación se quiere siempre único e inigualable. ¿Cómo mi amada o sus dientes o sus cabellos van a tener equivalente en el mundo?...

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Autor >

Santiago Alba Rico

Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".

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1 comentario(s)

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  1. theresa

    me ha encantao niño

    Hace 4 años 1 mes

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