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¿De quién es el dolor?

Cuando el gran problema de la salud pública se sufre en privado

Mar Calpena Barcelona , 11/12/2019

<p>Entrada del Hospital Clínic de Barcelona.</p>

Entrada del Hospital Clínic de Barcelona.

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“He llegado a pedir que me cortaran la pierna del daño que me hacía”, dice Gemma García mientras recibe su tratamiento en la Unidad del Dolor del Hospital Clínic de Barcelona. Estamos en una salita del hospital, donde varios pacientes reciben tratamientos para aliviar su sufrimiento en boxes separados por una cortina, o son visitados en despachos diminutos. El lugar es pequeño y está siempre lleno. El ambiente no es silencioso, pero se respira, dentro de todo, cierta calma. No me sorprende este rumor amable pero un poco resignado, porque no es la primera vez que visito la unidad. Yo misma he sido paciente en ella hasta hace poco. Hace un año y medio, diez días después de ser dada de alta de una operación, tuve que ser reingresada por el dolor. Eso desembocó en una serie de visitas a diferentes especialistas, una escalada de medicación y, finalmente, al cabo de unos larguísimos meses, la derivación a esta misma sala.

El dolor, y más si es crónico (es decir, que va más allá del tiempo habitual de recuperación de una lesión o enfermedad puntual), dice el doctor Dürsteler, teóricamente no mata, pero quita calidad de vida

El doctor Christian Dürsteler, jefe de sección de la Unidad, explica que “desde hace muchos años, el problema más frecuente mencionado en todas las encuestas de salud es el dolor. Entre el 20 y el 30% de la población padece dolor crónico. Los americanos lo explican muy bien: es más frecuente que la enfermedad cardiovascular, el cáncer y la diabetes sumadas. Es un problema de dimensiones gigantescas y no vemos la luz al final del túnel”. El doctor Dürsteler menciona varias razones detrás de esta crisis: de entrada hay desconocimiento de qué es el dolor, incluso entre los propios profesionales sanitarios, en parte porque los mecanismos del cerebro y el sistema nervioso, que son los que vehiculan esa sensación, aún se estudian. Por otra parte, hay una cuestión de formación. “En una carrera de 5.000 horas lectivas, como la de medicina, no se llega ni a las diez horas de estudio. En fisioterapia o veterinaria se le dedica más atención”. El tercer obstáculo, según el doctor, es la innovación: “Estamos recetando los mismos fármacos que hace cien años: derivados de la morfina, y derivados de la aspirina y poco más. La industria farmacéutica no innova en dolor, y posiblemente sea porque no lo necesitan; van sacando nuevas presentaciones de los mismos medicamentos con pequeñas modificaciones y con rendimiento económico”. A todo ello, Dürsteler añade otro vector: la dificultad de abordar un problema tan mastodóntico complica la gestión de iniciativas globales y coordinadas entre administraciones y agentes de salud. El dolor, y más si es crónico (es decir, que va más allá del tiempo habitual de recuperación de una lesión o enfermedad puntual), dice el doctor Dürsteler, teóricamente no mata, pero quita calidad de vida “y a las administraciones les sale mucho más barato, por ejemplo, montar una campaña contra el ictus, o programas más dimensionados”. Y por si fuera poco, es además un problema transversal, que se aborda desde todos los niveles de la sanidad, y que casi todos los especialistas tocan de una manera u otra. Esto hace que a menudo a los pacientes se les dé indicaciones contradictorias en cuanto a su tratamiento, se les sobremedique o, que en el caso de la sanidad privada, se les recomienden tratamientos inútiles, caros e invasivos, pero mejor pagados a los profesionales. En Catalunya, existe un protocolo fijado en el Modelo de Atención al Dolor Crónico –elaborado hace tres años y en proceso de actualización– para derivar a los pacientes a las unidades del dolor, sin embargo, en la práctica, el circuito no es ni mucho menos lineal. “El médico de familia puede derivar al traumatólogo, de aquí al neurólogo... y los casos más difíciles nos llegan a las unidades de dolor, pero es imposible que lleguen todos. Y este periplo no está ordenado, a veces se hace alternando pública y privada, los pacientes buscan segundas opiniones, se automedican...”. El año pasado, las 52 unidades del dolor de los hospitales catalanes atendieron a 17.582 personas. Como García, como yo, muchas de ellas mujeres, de mediana edad para arriba, el principal grupo afectado: el dolor también tiene sesgo de género.

Gemma García también está aquí debido a las secuelas de una operación y muchas de las cosas que me explica son típicas: una, el empobrecimiento que supone el dolor crónico. García perdió su trabajo por el dolor, pero sólo le llegó la incapacidad porque uno de los medicamentos que tomaba le causó además una pérdida auditiva. “Nosotros sólo validamos lo que nos dicen los informes médicos, a pesar de que, a menudo, trabajadores que han sido considerados aptos se quejan de que no se ven capaces de trabajar”, me dice una fuente de la Inspección de Trabajo de Barcelona. “El dolor no aparece nunca como causa de la baja, aunque a veces sí lo hace el concepto de ‘sobreesfuerzo’, que es un poco cajón de sastre”, añade. En mi caso, a pesar del reingreso, la escasa protección a los autónomos (recibí unos 400 euros por un mes de baja), me hizo volver al trabajo enseguida. Iba a tertulias, donde por cierto no se hablaba jamás sobre la sanidad pública, con más opioides en el cuerpo que Keith Richards saliendo de una rave. Escribía artículos que se quedaban a medias, o que entregaba tarde, o me saltaba reuniones porque de repente, después de tres días de estar bien, volvía a ser incapaz de moverme, no digamos ya de acarrear un ordenador portátil . “Mi hermana a veces me dice: ‘tienes muy buena cara’”, comenta Gemma García, “pero la procesión va por dentro. Hay días que sí, que casi puedo hacer vida normal, pero al siguiente igual no puedo ni levantarme de la cama”.

Esta dimensión imprevisible del dolor es uno de sus aspectos más crueles. Rompe planes, relaciones, proyectos, compromisos. Y es totalmente subjetivo y privado (de hecho, para tener una idea del grado de dolor que perciben los pacientes, se emplea a menudo una escala con odiosas caritas más o menos sonrientes para que se autoevalúen). Y, según pasa el tiempo, deja de interesar a tu entorno. “Mi anterior pareja me abandonó después de quince años”, dice García. El verano posterior a mi operación, muchos de aquellos que al principio me enviaban mensajes o ánimo al hospital desaparecieron del mapa. Pasé meses tumbada en el sofá de casa, viendo series sin mirarlas, mientras en el circo de tres pistas de mi imaginación todo se debía a que la enfermedad por la que me habían operado había vuelto, a pesar de todas las pruebas en contra y de que varios médicos me explicaron que se puede estar objetivamente sano y sufrir dolor. Esto ocurre a menudo y la razón es que la alarma de incendios del sistema nervioso continúa encendida mucho tiempo después de que se apague el fuego. “El aspecto psicológico es muy importante”, me dice Antoni Castel, coordinador del grupo de trabajo de psicología y dolor de la Sociedad Española de Dolor. “Un dolor sin tratar, o en el que no se aborde la parte psicológica, puede desembocar en depresión, ansiedad o abuso de sustancias. Es muy normal sentir rabia o miedo”. En más o menos la mitad de las Unidades del Dolor catalanas hay un profesional de la psicología, pero fuera de ellas, en el circuito que no accede, es donde la dimensión no estrictamente médica cobra más importancia, en la atención primaria. Porque el dolor, ya lo hemos dicho, tiene un sesgo de género, pero también lo tiene de clase y es una cuestión profundamente política.

El dolor sigue estando siempre allí, acurrucado, como un recordatorio de mi propia mortalidad, y posiblemente, al igual que la soledad a Moustaki, nunca me abandonará del todo

Lo sabe perfectamente Trini Cuesta, portavoz del SAP Muntanya, una entidad que forma parte de Marea Blanca y que coordina asociaciones de vecinos de catorce barrios del norte de Barcelona en su lucha por una asistencia primaria pública de calidad. Barrios que, aparte de contar a menudo con una orografía complicada que dificulta la atención de personas con dolor o movilidad reducida, están entre los de renta más baja y los más envejecidos de la ciudad. A todos estos problemas, según Cuesta, se añade “la externalización que se produjo durante los recortes. Se sacó a subasta el servicio de rehabilitación domiciliario, que se concedió a una UTE que ha recibido varias sanciones de la Seguridad Social por tener sus trabajadores en precario, y que presta un servicio insuficiente que debería cumplir una función vital como es hacer el seguimiento de una población que, con frecuencia, no puede salir de casa”. El Departament de Salut de la Generalitat responde que “en todos los procedimientos de contratación se hace un seguimiento desde el ámbito territorial más cercano en cuanto a la atención realizada y a su calidad. Con fecha de septiembre de 2018 todas las empresas contratistas declaran cumplir con las exigencias del contrato relativas a la subcontratación de los servicios no accesorios”, pero Cuesta cree que “no hay voluntad política”, y recuerda también que el circuito desde la primaria hasta la Unidad de Dolor del Hospital de Vall d'Hebrón, de referencia para la zona, dura un año y medio. Y un año y medio significa 548 días seguidos de sufrimiento. Salut responde que está trabajando en ello, pero lo cierto es que de momento la prueba piloto de la Unidad de Atención al Dolor del Centre d’Atenció Primària de Manso, en Barcelona, no es más que eso: una prueba piloto.

Los expertos hablan de la importancia del modelo biopsicosocial en la salud. La idea es apartarse de una forma de actuación en la que el paciente no tiene capacidad de decisión y el cuerpo se contempla como una simple maquinaria de carne y sangre, y considerar en cambio otros factores que inciden en la enfermedad: la socialización, la psicología, y en general, las condiciones materiales. No es lo mismo, dice el doctor Dürsteler “un paciente que tiene una red de apoyo, que está informado sobre qué esperar y que puede tomar decisiones con conocimiento de causa, que uno que no”. A pesar de mis dificultades, yo pude vivir el dolor como una privilegiada; tuve suficiente apoyo en mi vida para capear el temporal, y pude canalizar el sufrimiento convirtiéndome en una nerd del dolor: me saqué un título de quiromasaje solo para aprender y entender anatomía, probé todo tipo de terapias, fueran serias (como la fisioterapia, la gran abandonada del sistema de salud público) o no (las mujeres universitarias somos el principal grupo demográfico de consumidores de pseudoterapias. Aunque sabemos racionalmente que, con suerte, si funcionan, es por el efecto placebo, si alguien me hubiera dicho que bebiendo salfumán mejoraría, lo hubiera pedido en copa de Martini); me leí a todos los filósofos estoicos y unos cuantos papers y libros sobre neurociencia, y gané culturilla de Trivial (¡Fíjate! ¡Pío Baroja escribió su tesis doctoral sobre el dolor!). Ha pasado un año y medio desde la operación, y ya no tomo ninguna de las catorce pastillas que llegué a desayunar cada día y a las que, aunque no sé muy bien cómo, no me enganché. A pesar de que mis cicatrices me avisan con la precisión de un reloj suizo de la proximidad de lluvias, el daño ha ido cediendo con fisioterapia –que pago de mi bolsillo– y ejercicio controlado. Pero el dolor sigue estando siempre allí, acurrucado, como un recordatorio de mi propia mortalidad, y posiblemente, al igual que la soledad a Moustaki, nunca me abandonará del todo. Cuando me duele el cuerpo pienso en la frase de Haruki Murakami, en su famoso ensayo sobre correr, en el sentido de que “el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional”. Y en algo que me dijo Dürsteler: “Nosotros no curamos, pero acompañamos y mejoramos la calidad de vida del paciente. El dolor no es solo un problema de salud pública, es EL problema de salud pública”.

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Autora >

Mar Calpena

Mar Calpena (Barcelona, 1973) es periodista, pero ha sido también traductora, escritora fantasma, editora de tebeos, quiromasajista y profesora de coctelería, lo cual se explica por la dispersión de sus intereses y por la precariedad del mercado laboral. CTXT.es y CTXT.cat son su campamento base, aunque es posible encontrarla en radios, teles y prensa hablando de gastronomía y/o política, aunque raramente al mismo tiempo.

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1 comentario(s)

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  1. Rubén Sanz

    Muchisimas gracias querida Mar por tu acercamiento a los mortales a esta maldita lacra personal que nos aisla y nos hace sacar lo peor de nosotras. La unidad del dolor de mi ciudad (Caceres ) es un ejemplo de todas las trabas a las que nos hacen padecer. Incomprensión , falta de empatía y medicación. El diafreo ha mejorado mucho mis 16 años de dolor, gracias al esfuerzo de mi familia y amigos puedo acudir semanalmente. Recomiendo su disciplina mucho mas certera que la osteopatía y la fisioterapia que pese a mitigar el dolor a corto plazo no resulta tan efectivas como el diafreo. Os deseo mucho animo y suerte en vuestro tortuoso camino.

    Hace 4 años 3 meses

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