De Madrid al infierno (I)
Carita de guiño
Escenas de un verano de amor y caos
Elena de Sus 31/07/2019

De Madrid al infierno (I).
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Fue al principio del verano. Yo por entonces estaba bien, o sea, no estaba mal. Llevaba un par de años trabajando en el bar y casi tres en el mismo piso. Andaba siempre cansada, pero tenía una cierta paz y orden. Madrid me gustaba, creo. No pensaba en volver a casa (a mi madre la habían parado por la calle para decirle que qué vergüenza de hija, que vaya cosas ponía en el Instagram) y tampoco pensaba en viajar. En general, no pensaba. Creo que ese era el truco. Ahora no puedo parar de pensar.
Había quedado con Adela en la plaza del Dos de Mayo. No me apetecía mucho, pero llevaba un tiempo diciéndome de quedar y no podía seguir ignorándola. La conocía de la facultad. Yo que sé, era buena gente. Un poco pesada. Por algún motivo, estaba convencida de que yo era una gran artista, una especie de genio (spoiler: NO) y me prestaba una atención claramente inmerecida.
Era de noche. Adela me escribió un WhatsApp para decir que ya llegaba. “Voy con amigos del curro”, añadió. Puse los ojos en blanco. Ella mandó otro WhatsApp: una carita de guiño. Dejé caer la cabeza sobre la palma de la mano izquierda.
Adela aún no había terminado la carrera. Estaba de prácticas en una galería, o algo así. De todo lo que me dijo, solo retuve que no le pagaban y que estaba muy contenta. Ese era el curro. A saber cómo serían los amigos. Me encendí un piti.
La verdad es que no esperaba nada de aquella noche, pero a Dios o al destino le encanta reírse de mí.
Llegaron como diez minutos más tarde. En ese tiempo, me terminé el piti y le di otro a un malabarista con acento extranjero, que me estuvo explicando cómo distinguir a un jipi de verdad, y por qué él mismo no lo era del todo.
– Un jipi de verdad no tiene trabajo, está siempre viajando y vive de la música, de hacer joyas, de hacer malabares, como yo. Pero un jipi de verdad respeta la naturaleza, y yo a veces cazo animales pequeños. Además, un jipi de verdad ama a todo el mundo, y yo…
Bueno, el resto mejor no lo pongo. Se ve que el tío procedía de Oriente Medio y tenía un pasado trágico.
– ¡Pau! ¿Qué tal, tía? ¡Cuánto tiempo!
– Adelita, nena, ¿qué pasa?
Me levanté y corrí a saludarla. Nos dimos un abrazo y dos besos.
– Mira, tía, te presento a Ariel, Víctor, Diana, Denise …
Ella se fijó en mí desde el primer momento. Tenía los ojos grandes y verdes, y me miraba con un descaro que me dejó desconcertada. Aquello no era chulería. Era otra cosa. No lo entendía. Me daba vértigo. Me gustaba.
Se llamaba Denise. Me dijo que su madre era francesa. Que había estudiado Arquitectura. Que no sabía qué hacer con su vida, pero que le gustaría trabajar fuera de España, en Dinamarca y sitios así. Antes de todo eso, me dijo que Adela le había hablado mucho de mí, y yo le dije que era un poco exagerada, que aprobé Bellas Artes con cincos y seises y a veces vendía algún dibujillo por internet, pero vamos, que trabajaba en un bar.
– Mira, qué pereza toda esta mierda, mejor vamos a hablar de otra cosa– solté, con la sonrisa torcida y la mirada fija en el cigarrillo que se consumía.
Me miró y sonrió. Sorprendentemente, le pareció muy bien.
– Tienes razón, cambiemos de tema.
Le hablé del bar. Le dije que había un vodka que se llamaba Vox, que cada vez me lo pedían más y que ni puta gracia. Le hablé del cielo de Madrid. Me parecía bonito. A ella, un poco sobrevalorado. Me dijo que los atardeceres intensos tenían que ver con la concentración de polvo en suspensión, es decir, con la porquería.
Denise era guapa, era inteligente. Pero a mí la belleza y la inteligencia ya no me impresionaban. Quiero decir, me gustaban, pero había aprendido a no darles importancia. Yo estaba buena, ligaba fácil, muchas veces me llevaba a los listos y los guapos sin quitar el piloto automático. Engullía todo lo que la noche me ponía por delante, intentando que no me doliese nada cuando sonaba el despertador.
Si Denise hubiera tenido una sonrisa turbia, ácida, como la que se me había puesto a mí, o una de esas sonrisas mecánicas, como las de los curas y las influencers, creo que no habría pasado nada. El pelo claro, los ojos verdes, las tetas juntas y redondas, el culo, la piel suave, todos esos rasgos de belleza normativa me habrían dado enteramente igual.
Bueno, a ver, habríamos follado igualmente. Tendría el recuerdo agradable y difuso de un bar, unas risas, “Ven aquí, Paula”, perreo hasta abajo, risas, murmullos, Adela nerviosa, dándome codazos, “¿Os queréis venir a mi casa?”, un beso en el cuello, un vaso de whisky roto en el suelo de la cocina, la risa floja, la mano rápida, habría sido otra noche tonta, otra anécdota colgando por ahí.
Pero Denise tenía una sonrisa simétrica, fresca y limpia, como el agua de un arroyo (joder, perdón por esta horterada, es que no sé cómo decirlo. Escribo fatal, ¿vale?). Esas sonrisas, por algún motivo, me fascinaban. Era difícil encontrarlas en personas adultas. Me parecían un misterio. Uno que valía la pena.
Por esa sonrisa estoy aquí, escribiendo esta puta mierda en lugar de dormir. Por eso tú lo estás leyendo. Por eso ahora me quiero morir. Bueno, a ver, seguramente me querría morir en todo caso, pero no sé, sería de otra forma, estaría ya un poquito más muerta.
Mira, te cuento. Es todo muy absurdo. Sobre todo lo del nazi. Te vas a reír.
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El siguiente capítulo de esta novela aparecerá el 7 de agosto.
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Elena de Sus
Es periodista, de Huesca, y forma parte de la redacción de CTXT.
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