Tribuna
A golpes con las palabras: la fractura del diálogo en Catalunya y España
Cuando estamos en posiciones dogmáticas, enarbolando ‘nuestra’ verdad, cuando solo lo ‘nuestro vale’, estamos anulando ese deseo esencial del diálogo. Todo aquello que no nos confirme debe ser ignorado o combatido
Lourdes Miquel 26/06/2019
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“Todos los golpes que se dan hoy en el mundo, los sufre también la palabra”, decía Ferlosio, y eso es lo que está sucediendo si nos fijamos en las repercusiones sociales, humanas, privadas, del tema procés: nos cuesta hablarnos, no podemos argumentar sin ser encasillados, se nos exige adhesión solo a ciertas ideas y todo lo discrepante es desvalorizado. Sí, la palabra está siendo golpeada.
¿Es posible el diálogo en Catalunya?
Estamos en una sociedad polarizada, una sociedad en los extremos. O aquí o allí.
Solo algunas voces apelan al diálogo. Una palabra que queda bien en todo discurso político, aunque, una vez dicha en el acto de ganarse simpatías, se desvanece sin que exista, parece, una verdadera intención de construirlo. Pero más allá –o más acá–, fuera de la política, ¿podremos lograr dialogar entre posiciones cada vez más distantes, en un momento de escasos matices y de tibieza de voluntades para hacerlo?
Yo y tú
Martin Buber postulaba que la existencia propiamente humana se realiza en el horizonte del diálogo. Porque, en efecto, el diálogo es reconocer la existencia del otro. El otro como posible fuente de conocimiento, de inspiración, de cambio, como complemento potencial del yo. Ese actor que va a modificarnos, que va a hacernos, a su vez, otro. El diálogo se realiza entre tú y yo cuando ambos queremos estar presentes, mirarnos a los ojos, escucharnos, descubrirnos. Es, en definitiva, una decidida voluntad de encuentro.
De ahí que en el diálogo haya, sustancialmente, deseo: deseo de (re)conocimiento de ese tú, de ese otro, de adentrarse en el nuevo territorio de sus opiniones, sensaciones y argumentos, de estar dispuesto a que el otro te afecte, te conmueva, te interpele, te transforme, te contagie, te convierta en un yo distinto al que inició la apuesta. Apuesta no garantizada, como todas, pero decidida a arriesgar, a probar, a llegar a un lugar ignoto, inexplorado y, acaso, fértil.
Nosotros
En una sociedad polarizada –o en cualquier sociedad aquejada de populismo– los yos tienden a convertirse en nosotros, un lugar cómodo en el que el yo se refuerza, y, a su vez, se iguala, se siente parte de algo, menos solo, apoyado por otros yos que piensan lo mismo. Se construye, así, una identidad: una especie de prueba, de señal, de que tenemos razón. Ya no somos uno, sino que compartimos esa sensibilidad, esa alianza y esas creencias y, también, una fe, que es en lo que se basan muchos actos de adhesión en los que estamos instalados en la actualidad. El yo se difumina, se fusiona en el nosotros, pero, a su vez, se irresponsabiliza, se confunde en lo grupal, lo que ya no permite mantener una distancia inteligente respecto a los otros actores que forman nuestro colectivo. La identidad, de esa suerte, se convierte en (con)fusión y la fusión en el fin del hallazgo, de la dialéctica de la construcción. La identidad, en fin, no se discute. Es. Y crea un marco, esa voluntad de delimitarse, de establecer fronteras, de escindirse del resto.
Ese nosotros, con todas esas características, se convierte, dialécticamente y por turnos en vosotros, dos instancias que podrían dialogar si volvieran a las actitudes primigenias del tú y del yo. No, así, si se hallan reforzadas dentro de sus armaduras identitarias, dentro de su sentimentalidad y de sus verdades.
Ellos
A partir de ahí, todos los que no están en el marco nosotros, ese cerco mental, se convierten en un ellos, quedando, así, fuera del círculo del intercambio, a una distancia insalvable, lejos de la zona donde hablarse es posible. Expulsados, en definitiva. Pasan a ser solo un referente, algo que puede señalarse, ajeno. Esos ellos se desvirtúan, se deshumanizan. Son, ahora, solo un objeto: esos. El ataque a algo ya no es humano que, encima, está lejos es, pues, fácil y capaz de una crueldad inaudita.
Del silencio al insulto
En estos años de confusión social entre hechos y palabras, entre promesas y verdades, la primera escisión se estableció entre nosotros y vosotros, los que apoyan el procés y los que no. No parece, no parecía, grave. Dos simples pronombres. Varios yos y varios tús. Pero el problema es que esos yos, unidos por una identidad –nosotros, todos los nosotros, cualquier nosotros–, generan una brecha, de difícil conciliación. Desde cada marco fortificado, se blanden banderas y palabras, se blanden verdades, cual cruzadas. Cosa mala es la verdad, como sabemos.
Empezamos, luego, a juzgarnos, a etiquetarnos, a señalarnos –sin recordar las consecuencias de todos los que han sido señalados a lo largo de la historia–, a tacharnos de buenos o malos catalanes/españoles, de unionistas, de soberanistas, de traidores, … Esos primeros avisos nos llevaron, no sin pesar, a eludir encuentros con personas que han conformado parte de nuestra biografía para evitar el conflicto, para preservarlos y preservarnos.
O a callarnos, esa derrota.
Ya no es fácil, nada fácil, “vivir en los pronombres”.
Con el tiempo, las identidades se han ido reforzando, fortificándose, y han propiciado que se diera –aquí estamos, me temo– un paso mucho más grave, que debería alarmarnos a todos: el insulto, esa debilidad de los argumentos, esa línea que nunca debería franquearse. El insulto es una agresión, un acto de poder, de estigma, de desprecio, de humillación, un reducir al otro –ya convertido en un eso– a ese calificativo que le espetamos. El insulto es un estallido de rabia, de negación del afecto, que no solo rompe cualquier intento de diálogo, sino que declara la apertura del conflicto, la ruptura, la voladura total de los puentes. Así nos volvemos botiflers, lazis, chusma –esa palabra tan cercana a escupirse–, o fascistas o golpistas, o se nos expulsa –más aún– por charnegos o colonos, por catalufos, por nyordos,… –sí, estamos siendo muy creativos inventando descalificaciones– y, de ahí, se llega fácilmente, demasiado fácilmente, al a por ellos o al marxeu del nostre país, golpeándonos, sí y con dureza, con las palabras.
La ausencia física del interlocutor favorece que en las redes se posibilite ese salto a la crispación y a la falta de consideración del otro, pero se puede sospechar que, cuando el insulto se instala como único argumento en ese territorio virtual, resulte mucho más fácil reproducirlo en la realidad, como, con estupefacción y bochorno, hemos visto, en sucesos recientes.
Entre unos y otros
O aquí o allí. En medio, nada. Nada aceptable, nada que pueda ser discutido. No caben objeciones, no caben tonalidades distintas a la radicalidad del blanco o del negro. Sin embargo, en ese espacio intermedio, en esa nada, estamos muchos. Callados al principio, tratando de matizar en ocasiones, frustrados en la continua mala interpretación de cuanto digamos –a veces cuestionados ya en el primer “sí, pero..”–, encasillándonos en la trinchera, en el bando –palabras belicistas que poco ayudan– que creen contrarios –y no solo distintos– a sus posiciones. O tachados de equidistantes –otra palabra resignificada negativamente–, una especie de neutralidad insulsa, displicente, que no merece ser considerada. Cuando, tal vez, solo los de en medio, esos que tenemos creencias, argumentos y posiciones que no podemos expresar, esos que queremos que haya una amplia paleta de criterios, esos que no insultamos, podríamos ser –deberíamos serlo– los capaces de tender los puentes, de instalar los asideros que permitan unir las grandes distancias que hoy los hacen imposibles.
Todos y nadie
Debería inquietarnos, también y mucho, cuando los políticos apelan a todos nosotros, con la palabra gente. No vemos personas dentro de esa palabra, no vemos a los individuos que la conforman. Es una masa gris, única, singular, indeterminada en su uniformidad de no ser, de ser apenas. O alarmarnos cuando usan la palabra pueblo/poble, más épica en apariencia, pero que tiene el mismo efecto de eliminar lo individual a favor de algo borroso, indiscriminado y coincidente. Ni siquiera valdría ciudadanía, que también olvida lo plural. Deberíamos querer ser vistos como ciudadanos, compañeros, vecinos… Tratados así somos muchos y también únicos, somos contables y contamos, somos esa pluralidad que somos, que queremos ser, que deberíamos querer ser.
Cuando estamos en posiciones dogmáticas, enarbolando nuestra verdad, cuando solo lo nuestro vale, estamos anulando ese deseo esencial del diálogo. Todo aquello que no nos confirme debe ser ignorado o combatido. Y, de este modo, mermándonos, cada vez nos alejamos más del posible encuentro mientras nos acercamos a una confrontación más salvaje aún de la que, si perdiéramos el control, todos, sin duda, nos arrepentiríamos y querríamos no haber sido cómplices de ella.
Hay, no cabe otra, que bajar del burro –de cada uno de nuestros burros–, reinsertándonos en ese espacio común donde el diálogo es posible. No clamando por él mientras recordamos las afrentas que unos y otros nos hemos infligido, no manteniendo posturas victimistas, no sosteniendo y no enmendando, no enarbolando banderas, no sentimentalizando, no señalando las diferencias, no acusando, no pensando en electores y votos, pensando en personas, en cada uno de nosotros, en esos ojos que nos miran cuando hablamos, cuando nos hablamos, reinstaurando ese tú y yo, que se observan y se escuchan, dispuestos a volver a esa voluntad, a ese deseo, a la satisfacción inherente de hablarnos, de transformarnos, de encontrarnos. Ojalá. Ojalá seamos capaces.
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Lourdes Miquel es lingüista.
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