TRIBUNA
A vueltas con España (y su democracia)
La diferencia entre España y el resto del mundo occidental se está agrandando peligrosamente. Pero ni los nacionalistas españoles ni la propaganda gubernamental quieren reconocer el problema
Ignacio Sánchez-Cuenca 2/04/2019
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Una de las consecuencias de la crisis catalana es que las dos partes involucradas, Cataluña y el resto de España, se han enfrascado en descalificaciones mutuas de todo tipo, incluyendo las políticas, por supuesto.
Desde Cataluña, el nacionalismo en general y el independentismo en especial han tratado de pintar un retrato siniestro de España como un país autoritario, con fuertes restos del régimen franquista anterior, un país irreformable y represivo. Desde el nacionalismo español, se ha presentado un dibujo no menos tenebroso de Cataluña, como un territorio dominado por unos golpistas antidemócratas y supremacistas. Este tipo de choques son frecuentes cuando dos nacionalismos se enfrentan.
Como en todo conflicto, la propaganda es determinante y la verdad, su primera víctima. En España, tanto el Gobierno de Mariano Rajoy como el de Pedro Sánchez han invertido recursos considerables en argumentar, frente a las críticas procedentes del independentismo, que España es una democracia sólida, comparable a las mejores del mundo, que las instituciones han respondido como debían en la crisis catalana, según los principios constitutivos de la democracia y el Estado de derecho.
En la primavera de 2018 publiqué un libro titulado La confusión nacional. La democracia española ante la crisis catalana (Catarata), en el que traté de argumentar lo siguiente: aunque las instituciones de España son prácticamente indistinguibles a las de las mejores democracias liberales, la práctica de la democracia deja mucho que desear en nuestro país (aquí puede leerse la introducción del libro). A mi juicio, los defectos de la democracia española se hicieron muy visibles en la forma en que se abordó la crisis catalana. Primero, un Tribunal Constitucional desnaturalizado, con una composición espuria, elaboró en 2010 una sentencia restrictiva del Estatut de 2006 que cerró toda vía de reconocimiento de la realidad plurinacional de España. Después, el Gobierno de la derecha se negó a atender las demandas de negociación procedentes de las autoridades catalanas (en las que se reclamó al principio un pacto fiscal y luego una consulta sobre la independencia). En lugar de negociar, dicho Gobierno puso en práctica una operación encubierta de espionaje y difamación a los líderes del independentismo (y también de Podemos). Cuando el independentismo se radicalizó y recurrió a la vía unilateral, rompiendo gravemente la legalidad constitucional, se desaprovechó toda oportunidad de reconducir la situación y se optó por la represión el 1 de octubre y la vía penal posteriormente. A lo largo de todo el proceso, dominó el legalismo más estrecho sobre consideraciones políticas que podrían haber contribuido a evitar o superar la crisis constitucional que se produjo en otoño de 2017 y de la que todavía no hemos salido.
Aunque el independentismo salió perdiendo desde un punto de vista político (sus líderes llevan encarcelados largos meses y están siendo juzgados por delitos penales que podrían acarrear condenas muy duras de prisión), la imagen de España ha quedado malparada. Las imágenes del 1-O, así como el uso de la prisión preventiva y las acusaciones atrabiliarias de rebelión, han dado gran ventaja al independentismo catalán en asuntos de imagen. La democracia española ha reaccionado con nerviosismo, tratando de superar el destrozo con campañas lanzadas por los sucesivos Gobiernos y jaleadas con entusiasmo por los principales medios de comunicación y sus analistas.
Para lavar la imagen, se ha resucitado la “leyenda negra” que persigue a España desde Felipe II. Siempre que España ha cometido excesos represivos que le dejaban en mal lugar internacionalmente, se ha recurrido a la leyenda negra. Como ha mostrado Jesús Villanueva, sucedió así con la ejecución del anarquista Ferrer i Guardia en 1909 y ha seguido ocurriendo en otros momentos similares (por ejemplo, con el juicio de Burgos de 1970). Ahora está pasando de nuevo, pues son muchos quienes piensan fuera de España que nuestro país no ha reaccionado adecuadamente a la crisis catalana. La encuesta internacional que publicó el Real Instituto Elcano (Barómetro Imagen de España de septiembre de 2018) muestra claramente que hay amplias mayorías de ciudadanos europeos que consideran que la respuesta del Gobierno de Mariano Rajoy a la crisis catalana fue poco dialogante y autoritaria.
Por ejemplo, estas son los porcentajes de acuerdo con la frase de que el Gobierno de España ha sido demasiado autoritario:
Parte del esfuerzo realizado en neutralizar estas percepciones pasa por insistir en que España es una democracia sólida homologable a las mejores del mundo. Desgraciadamente, no es así. No es el sistema fallido que describen los independentistas, pero tampoco es la democracia plena y sin mácula de la que presume el gobierno y los nacionalistas españoles. España es una democracia liberal consolidada que va por detrás de las mejores y que está sufriendo un retroceso preocupante en estos últimos años.
¿Cómo demostrar esta tesis? Es complicado. El libro al que antes he hecho referencia era un intento de analizar, desde los ideales democráticos, la práctica de la democracia española en la crisis catalana. En algunos artículos de prensa recientes he intentado mostrar que incluso si analizamos los indicadores comparados de los que disponemos, podemos detectar que la democracia española ha sufrido un deterioro fuerte durante la actual década. Digo “incluso” porque los indicadores comparados no suelen ser el mejor método para encontrar evidencia confirmatoria, pues suelen centrarse más en las reglas que en las prácticas; lamentablemente, a la hora de comparar con otros países no tenemos nada mejor.
En este artículo de La Vanguardia, resumí de forma apresurada algunos datos. Como era un artículo con fuertes limitaciones de espacio, no pude incluir gráficos ni dar demasiadas explicaciones. Me referí, por ejemplo, a los datos tremendos sobre la corrupción política en España comparada con la de los países de Europa occidental. Aquí pueden ver cuánto peor que la media somos:
En materia de división de poderes, las encuestas a jueces europeos revelan que el país en el que la práctica relativa a la promoción de los jueces está más politizada es España:
Así podríamos seguir con un buen número de indicadores. También mostré que cuando intentamos medir el funcionamiento global de la democracia, España no sale tan bien como a todos nos gustaría. En un artículo de réplica en La Vanguardia, Ignacio Molina ha puesto en cuestión la interpretación que hacía de los datos. Aprovecho este artículo para aclarar las cosas.
Hay dos métodos para medir la democracia, el discreto y el continuo. El discreto no admite gradaciones, se limita a clasificar a los países en dos grupos, el de las dictaduras y el de las democracias (así lo hace el índice DD de Przeworski y colaboradores, así el índice de Boix, Miller y Rosatto). El continuo establece una escala que va de un régimen completamente autoritario a otro completamente democrático, con todas las graduaciones intermedias. Para conseguir una escala continua, se miden diversas dimensiones de la democracia y después se agregan numéricamente. El principal problema metodológico que surge es el de qué peso dar a cada una de estas dimensiones (la electoral, la participativa, la deliberativa, etc.) (en este artículo académico puede encontrarse un análisis exhaustivo). La mayor parte de los índices continuos existentes son muy oscuros respecto a los métodos de agregación (y cuando no son oscuros, parecen arbitrarios). Casi todos esos índices, además, están elaborados por think-tanks y fundaciones, no por investigadores en la materia.
En los últimos años, se han hecho públicos los datos del proyecto Varieties of Democracy (V-Dem). Un grupo muy sólido de académicos ha elaborado, con criterios metodológicos rigurosos, índices continuos de democracia a partir de centenares de indicadores parciales. Por primera vez, los criterios de agregación son públicos y el investigador puede reconstruirlos paso a paso. Se trata de un paso adelante de enorme importancia. Una descripción de cómo se elaboran los índices de V-Dem, y una explicación de por qué son superiores a los anteriormente existentes, pueden encontrarse aquí y aquí).
Pues bien, los datos de V-Dem muestran el deterioro que lleva sufriendo la democracia española durante la última década. En este artículo mío de infoLibre pueden encontrarse los gráficos con los datos comparados para Europa occidental de 2017: España sale en posición de cola en las cinco dimensiones de democracia que V-Dem mide.
Para completar el análisis, muestro a continuación un gráfico sobre la evolución de la dimensión liberal (protección de las minorías, de los derechos fundamentales de los individuos, respeto a la división de poderes, independencia del sistema judicial, etc.) de la democracia española en relación a la media de Europa occidental y Norteamérica entreo 1980 y 2017:
La caída de España es mucho más pronunciada que la del bloque occidental en su conjunto. España ha perdido una décima en lo que llevamos de década, situándose en la actualidad en 0,7 en la escala 0-1. Podría parecer que una décima no es tanto. Pero debe recordarse que un país que saque una puntuación por debajo de 0,6 suele considerarse un régimen autoritario. Resultados prácticamente iguales se pueden ofrecer para las otras dimensiones de la democracia.
La diferencia entre España y el resto del mundo occidental se está agrandando peligrosamente. Ni los nacionalistas españoles ni la propaganda gubernamental quieren reconocer el problema, preocupados como están con el combate nacionalista de relatos sobre la crisis constitucional catalana. Allá ellos.
¡Hola! El proceso al procés arranca en el Supremo y CTXT tira la casa through the window. El relator Guillem Martínez se desplaza tres meses a vivir a Madrid. ¿Nos ayudas a sufragar sus largas y merecidas noches de...
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Ignacio Sánchez-Cuenca
Es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y La izquierda, fin de un ciclo (2019).
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