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Se llamaba Fernando, pero pasó a la historia como Fernand, así, sin la “o”, por aquello de hacerlo un poco más francófono. Era un tipo alto, bien parecido, educado en extremo. Todo un chevalier. Pudo ser el primer medallista olímpico del ciclismo español, la segunda presea de toda la historia después de la que lograron Villota y Amézola en pelota vasca. Año 1900, Juegos Olímpicos de París. Al final su éxito, el de Fernand, se lo apuntó Francia. Y el caso es que el muchacho tenía sus vínculos con España. Entre otros, ser hijo de un español. Porque este Fernand (o Fernando) Sanz, era hijo bastardo de un Borbón (perdón por la aliteración). Nada menos que de Alfonso XII, el que fuera rey de España.
O eso dicen las malas lenguas…
Fernando Sanz y Martínez de Arizala nació el 25 de febrero de 1881 en Madrid. El apellido le vino por su madre, Helena Sanz, cantante de ópera castellonense muy conocida en la época. Artista de gran talento, una de las grandes voces de su tiempo, Helena (su nombre real era Elena Armanda Nicolasa, pero con tales antecedentes coincidirán conmigo que era complicado comerse el escenario) destacaba igualmente por su belleza. “Ojos negros e insondables cual dos abismos que llaman a la muerte y al amor”, la definió Castelar, que era un tío muy avanzado en su época aunque bastante hortera para la descripción. Pero vamos, que la artista era una auténtica belleza, una de esas que despiertan pasiones entre literatos y levitas. Tanto que llegó a encapricharse de ella la levita mayor del reino, que era (salvo prueba en contrario) la del rey Alfonso XII. Sí, el de dónde vas Alfonso XII, dónde vas triste de ti. El del amor eterno, inquebrantable, arrebatado hasta el extremo (no hay que olvidar que este Borbón en concreto falleció jovencito de tuberculosis, que es algo que da mucho caché romántico) con María de las Mercedes Orleans y Borbón. Solo que el papel couché siempre tiende a la exageración, y al bueno de Alfonso le tiraba la casta, así que le guardó el respeto debido al cadáver de su esposa (muerta en junio de 1778) antes de encamarse con la contralto en cuestión, a la que le dio dos hermosos hijos de nombres Alfonso (ya ven, casualidad) y Fernando. Nacieron en 1880 y 1881, y no es plan ahora de andar echando cuentas, no me sean malvados…
¿Qué cómo sabemos todos estos chismorreos? Bueno, de primeras porque estas cosas, por muy Borbón que uno sea, se acaban filtrando en indiscreciones y papeles cada vez menos metafóricos (y a la historia reciente me vengo a remitir). Pero es que con la señora Sanz y sus hijos hay, además, pruebas jurídicas. Tan evidente era la regia paternidad de Alfonso (muerto en 1885, cuando nuestro Fernando contaba solo cuatro añitos) que la Monarquía española (ahora representada por una cornudísima, y viuda, María Cristina de Habsburgo) decidió echar un poquito de tierra sobre el asunto siguiendo un formato perfeccionado a lo largo de los siglos: le pagaron a la buena señora una pasta a condición de que no dijese nada, no alborotase demasiado y, sobre todo, se marchase de España. Nada menos que medio millón de francos (en la época Le Petit Parisien se podía comprar por cinco céntimos, para que nos hagamos una idea), que se depositaron en un banco de París. Solo que el banquero en cuestión puso problemillas para que Fernando y Alfonso retirasen sus ahorros una vez muerta su madre (el deceso se produjo en 1898), aduciendo que no tenían derechos sobre tal dinero. Al final todo acabó en los tribunales, que reconocieron filiación, herencia y cuantas cosas más solicitaron los dos hermanos en el proceso. Era el año 1905 y ambos, Alfonso y Fernando, resultaban reconocidos como descendientes del Rey Sol, hermanastros de Alfonso XII, tíos de Don Juan de Borbón, tíos abuelos de Juan Carlos I y tíos bisabuelos del actual monarca reinante. Por hacer un poco de contexto, vaya…
Por cierto, que todo eso ya lo sabía la que fuese Isabel II de España (y primera entre las campechanas) que visitaba frecuentemente a sus nietos en su exilio parisino, mostrándose muy cariñosa con ellos sin problema ni remordimiento alguno.
Pero estábamos con lo del medallista olímpico. La verdad es que Fernando, o Fernand, era un gran sportman, que en la época era cosa muy de señoritos, un rasgo de distinción. Y lo que más le gustaba era la bicicleta, que ya empezaba a contar con algunas pruebas que aun perviven hoy en día (la Lieja había celebrado su primera edición en 1892, la Roubaix en 1896). Pero aquello era la carretera, la ruta, las polvorientas sendas llenas de barro y dificultades. Poco afín a una mentalidad aristocrática, incluso real. No, a Fernand le tiraba el velódromo, la pista, esos óvalos llenos de sueños en cuyas gradas se mezclaban grandes señoras y pequeños truhanes al son de la buena música, siempre esperando por el siguiente sprint, siempre bastante poco atentos al resultado. Sí, eso era la alta sociedad. El Parque de los Príncipes, el canalla Velódromo de Buffalo.
Empezó a competir nuestro Fernand Sanz, y mostraba buenas maneras. En 1899 ganó el Prix Aboilard, y el mismo 1900 quedó tercero en un mitin de velocidad en París, dentro de la categoría de diletantes. Por delante de él se clasificaron Albert Taillandier y Ferdinand Vasserot. Así que este Sanz no se lo pensó dos veces, y se lanzó al gran evento del año. Nada menos que los Juegos Olímpicos de París.
Las pruebas de ciclismo tuvieron lugar en el velódromo de Vincennes (hoy Velódromo Jacques Anquetil, y cerramos el círculo de las golfadas y la falta de fidelidad matrimonial). Y allí, con solo 19 años, nuestro príncipe bastardo se coronó. Fueron cuatro las carreras que debió disputar, todas ellas sobre una distancia de 1000 metros (metro arriba o abajo, que la cosa no está nada clara), dos vueltas a los 500 metros de cuerda que tenía la pista (nos remitimos a lo ya dicho sobre mediciones y demás). En la primera ronda quedó segundo. Venció después en los cuartos de final y en la semifinal, mostrando una gran capacidad para el sprint que le llevó a recorrer la última recta (doscientos metros) de ambas carreras en 14 y 13,4 segundos respectivamente. Sangre de Borbón, furiosa y competitiva. En la final, disputada frente a Georges Taillandier (el mismo que lo había vencido meses antes en la otra prueba de la que hablamos más arriba) no tuvo nada que hacer, y fue batido claramente. El vencedor hizo un tiempo de dos minutos y 52 segundos…
Medalla de plata. La primera en el casillero de las casas reales europeas, aunque él fuera un bastardo. Competía ya bajo bandera francesa, así que no pudo sumar sus estadísticas a la historia olímpica española. Pero, qué más da. No estaba nada mal para un diletante, ¿no?
Lo cierto es que después de ese éxito nuestro Fernand continuó compitiendo, aunque de forma muy esporádica. En parte porque no había apenas carreras adaptadas a sus características, y en parte porque la vida de la alta sociedad parisina resultaba agotadora en extremo. Ese mismo 1900 había intentado correr en los Campeonatos del Mundo de ciclismo, celebrados en el mismo París en agosto (Fernand logró su medalla olímpica el 13 de septiembre) pero no logró clasificarse. Ya ven, el joven aprendía rápido. Dos años más tarde quedaría segundo en el mitin de velocidad para aficionados de París. Esta vez su verdugo será un tal Charles Piard.
Pero en esos momentos Fernand Sanz ya casi no estaba interesado en la bici. No, demasiado tranquilo, demasiada poca acción. Él prefería algo más directo, más…contundente. Así que probó con el boxeo. Y se le dieron bastante bien las hostias, porque fue campeón de Francia de “boxeo inglés” (el noble arte que conocemos en la actualidad) en los años 1903 y 1904. Un tipo polivalente, vaya.
Fernand Sanz (o Fernando Sanz Martínez de Arizala, hijo del rey Alfonso XII) murió joven, cuando aun no había cumplido los 44 años. Fue en enero de 1925, en Pau. Jamás se casó, y siempre tuvo fama de bohemio, de golfo. Nunca llegó a trabajar, y repartía sus tiempos entre el deporte, la poesía y la música. Un crápula de manual, vamos.
Y no me saquen conclusiones genéticas, que les veo venir…
Se llamaba Fernando, pero pasó a la historia como Fernand, así, sin la “o”, por aquello de hacerlo un poco más francófono. Era un tipo alto, bien parecido, educado en extremo. Todo un chevalier. Pudo ser el primer medallista olímpico del ciclismo español, la segunda presea de toda la historia después de...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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