Estoy cenando en casa de unos desconocidos. En mi campo visual, hay un espejo, y en el espejo el reflejo del pasillo. A través de él veo un póster antiguo de un pirata que lleva un loro sobre el hombro, y que ríe con la boca llena de dientes, como hacen los piratas. Esa imagen me hace recordar, inmediatamente, al señor Castro.

Ir a visitar al señor Castro, un domingo por la tarde, era una verdadera juerga. Los niños queríamos ver su loro. Él nos abría la puerta, con el loro sobre el hombro. Se comportaba como si no llevara ningún loro. Eso nos enloquecía. Y a él le hacía reír como a un pirata. Empezábamos el ritual de buscar el loro por todo el piso, habitación por habitación. En cada habitación el señor Castro preguntaba ¿dónde está el loro? El loro contestaba, aquí, imbécil. Pero él simulaba no escucharle. Al final, teatralizaba que descubría que el loro siempre había estado sobre su hombro. Gesticulaba un susto desmesurado. Era el delirio. Ante nuestras risas, empezaba entonces, el espectáculo. El loro tomaba café, daba volteretas, decía unos tacos formidables. Una, o mil horas después, dejaba el loro en su trapecio. Nos ordenaba vigilarlo, y se iba a hablar con los adultos.

El señor Castro no se llamaba señor Castro. No era su nombre auténtico. Nada de él era verdad. Cuando murió y fui adulto me explicaron su historia. Había visto la Europa más espantosa. Nuevas formas de morir y de elegir, de huir, de ser traicionado. Escapó de todo ello con vida, si bien desde entonces un lobo mordía continuamente su corazón. Nunca hablaba de su biografía. Simplemente bromeaba. Reía sobre cualquier tema, con una alegría voluminosa. En ocasiones, con un loro sobre su hombro, con el que nos protegía de su propio dolor. Ahora sé, de hecho, que ese loro que llevaba sobre el hombro no era otra cosa que su dolor, desmesurado y también de colores estridentes. Hoy sé que todo el mundo avanza por la calle, cena y duerme con un loro parecido, que te clava sus garras en tu hombro, con una fuerza continua y constante, hidráulica, hasta tus pulmones. El loro, esa alegría aparatosa, te impide ver las heridas de esas garras. Incluso, sentirlas.