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Nauru: una jaula de migrantes en el Pacífico

Australia mantiene un centro de confinamiento de refugiados en esta diminuta isla, lejos de su suelo y de miradas indiscretas, desde hace quince años. La política de Trump no tiene nada de original

Ed Burmila (The Baffler) 17/10/2018

<p>Vista de Nauru, a 4000 kilómetros al suroeste de Australia. </p>

Vista de Nauru, a 4000 kilómetros al suroeste de Australia. 

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La nación de Nauru, la diminuta isla del Pacífico con una superficie total de 21,3 kilómetros cuadrados, era toda ella una montaña de mierda; es decir, una montaña de valiosísimo guano de ave marina, rico en fosfatos. Esto explica por qué una diminuta mancha en medio de la nada fue disputada y colonizada por los alemanes, después por Australia y Nueva Zelanda (vigilantes conjuntos por mandato de la Liga de Naciones), después por los japoneses y después por los británicos.

Cuando logró la independencia en 1968 estaba mejor posicionada para el futuro que la mayoría de las colonias europeas del Pacífico porque las reservas de fosfato aún no se habían agotado. Muy oportunamente, el Reino Unido les concedería la independencia inmediatamente después de que se extrajeran los últimos fosfatos (como en Kiribati en 1979), y algunos cínicos han sugerido que el momento escogido no fue del todo fortuito. Sin embargo, al parecer, Nauru hizo bien las cosas: creó un fideicomiso nacional para las ganancias procedentes del guano y, de 1968 a 1980, sus apenas diez mil ciudadanos eran los que poseían más riqueza per cápita de la tierra.

¡Ay!, el fideicomiso recayó en una serie de estrafalarias inversiones, incluidas Air Nauru (los embargadores se llevaron su único Boeing 737), propiedades de lujo en Sídney y Melbourne (que principalmente utilizaban las élites nauruanas para obsequiarse con vacaciones de lujo) y, no estoy de coña, la financiación, en 1993, del fiasco del West End Leonardo the Musical. En 2003, el otrora elogiado fideicomiso del fosfato de Nauru había pasado de poseer más de 1.000 millones de dólares a 100 millones de dólares. Aunque parezca mucho dinero, no lo es para una nación que prácticamente carece de cualquier otra fuente sustanciosa de ingresos. El guano se había acabado; el turismo era imposible (un lugar demasiado remoto, demasiado subdesarrollado); la manufactura era inexistente. Aparte de algo de pesca, no había modo de generar riqueza.

Y así es como, en 2001, el Centro Regional de Procesamiento de Nauru pasó a convertirse en un salvavidas económico arrojado por Australia a una nación desesperada. Los australianos, cuando sucedió, necesitaban un lugar donde esconder a miles de inmigrantes potenciales y solicitantes de asilo que no querían en suelo australiano de ninguna manera. Legalmente, si los migrantes eran interceptados en el mar y se impedía que pusieran un pie en Australia, el gobierno tenía base jurídica para denegarles un montón de derechos y privilegios.

A cambio de retener indefinidamente a esta población tan incómoda, Nauru recibía una entrada constante y valiosa de dólares australianos. La isla volvía a contar con gran riqueza de recursos, solo que esta vez los minerales eran los pobres, los maltratados, los devastados por la guerra y los perseguidos procedentes de Indonesia, Bangladesh, Afganistán, Camboya y demás lugares problemáticos de toda Asia.

La historia de Australia con la inmigración que no es de raza blanca es, incluso desde la perspectiva de la casa de cristal estadounidense, muy preocupante. La política de la “Australia blanca” formó parte de la legislación del país hasta 1973, y las duras políticas de inmigración impuestas en 2001 (impulsadas en parte por el ascenso de la macabra Pauline Hanson, populista de derechas, que es una especie de Donald Trump australiana, con el que comparte la afición por las quiebras empresariales y la voz de taladro) dejó perfectamente claro que la nación había decidido no solo que había demasiados inmigrantes, sino demasiados inmigrantes asiáticos. Es revelador que Australia llamara a su nueva y rigurosa política post-año 2000 de hacinar a los inmigrantes que no fueran de raza blanca en campamentos vallados la “Solución del Pacífico”, mostrando una inquietante vena fascista tras la cuidadosamente elaborada fachada del país de los koalas y Natalie Imbruglia. 

El infame trato que el país ha dispensado a su población aborigen, hasta el punto de arrebatarles los hijos aborígenes a sus padres para enviarlos a vivir con familias blancas, llenaría varios libros y no es posible hacerle justicia aquí.

El centro de detención al aire libre de Nauru no fue el único intento creativo que hizo Australia para mantener a los solicitantes de asilo fuera de su suelo a cualquier precio. Uno de sus propios territorios, la isla de Navidad, fue eliminado de hecho de la zona de migración del país por el gobierno de Howard –de modo que los detenidos solicitantes de asilo no pudieran convertirse oficialmente en refugiados. Se instaló una celda de retención definitiva en Papúa Nueva Guinea –interrúmpanme si esto les suena de algo– en una base militar australiana.

A lo largo de más de quince años de relatos se ha demostrado que los centros son agujeros negros en los que sueltan a los inmigrantes y los abandonan durante años sin ninguna esperanza mientras sus solicitudes de asilo, que por supuesto nunca se aprueban, son “procesadas”. Si pareciera que no le podría ocurrir nada malo a una población de no-ciudadanos en una situación legalmente ambigua, menospreciados por la gran mayoría del público y el gobierno del país de acogida, mientras son retenidos indefinidamente en lugares remotos, les ruego que no den un sorbo de café caliente antes de continuar leyendo.

Las personas confinadas en estas instalaciones, indefensas, prácticamente apátridas, han sido explotadas en todo momento, separadas de cualquier escasa posesión por ladrones y estafadores, y sometidas a abusos físicos y sexuales mientras se encontraban alojadas en tiendas de campaña al aire libre, expuestas a condiciones tropicales, a altas temperaturas. Un grupo jurídico con base en el Reino Unido calificó el abuso de menores en el campamento de Nauru de algo “institucionalizado”. Los campamentos son un Chernobyl humanitario, una lacra moral para la nación, además de un gasto enorme y una tremenda vergüenza para aquellos australianos a los que les preocupan cosas como no ser inútilmente crueles con el sector más desamparado de la humanidad.

Todo esto es para subrayar que la política de inmigración “tolerancia cero” de Trump no tiene nada de nuevo ni de original. Los estadounidenses solo tienen que alargar el cuello y mirar hacia el Pacífico para ver cómo será en la práctica. Ya estamos construyendo ciudades enteras de tiendas de campaña en bases militares, algo que le funcionó tan bien a Australia que, en octubre de 2017, cerró su Centro Regional de Procesamiento de la isla de Manus, en la base naval de Lombrum, tras una década de relatos continuos de hechos espantosos que finalmente forzó la decisión de Canberra. Nauru, sin embargo, es más fácil de ignorar. Sin duda han aprendido bien la lección de mantener bien lejos de la vista y del corazón a la población que se encuentra en la zona gris.

En la Casa Blanca deben de estar aturdidos de felicidad ante la vergonzante cantidad de posibilidades disponibles para aplicar un plan similar en los Estados Unidos. ¿Qué genio del Cato Institute –¿o será del Hoover Institute? ¿Quizás del AEI?– propondrá reconstruir la economía de Puerto Rico convirtiéndolo en nuestra propia cárcel flotante y jurídicamente ambigua? ¿Y qué tal Guam o las islas Marianas del Norte? –de algún modo siguen formando parte de Estados Unidos, ¿no?– ¿No se podría a cambio bombardear con dinero algún micro-estado empobrecido del Pacífico? O podríamos delegar nuestras crueles políticas de inmigración con la misma facilidad con que delegamos la tortura en los aliados serviles y semiautoritarios en la lucha contra el terrorismo.

Nada de esto es nuevo. Ha ocurrido en otros lugares y no hay ningún argumento medianamente verosímil para que no ocurra aquí. Hasta el punto de que las leyes protegen a los que no son ciudadanos detenidos en la frontera mientras solicitan asilo en Estados Unidos, unas leyes que son ignoradas, sujetas a interpretaciones extrañas y deliberadamente obtusas o modificadas para adaptarlas a los arrebatos del momento. A medida que con el paso del tiempo aumenta el número de personas detenidas, las soluciones para mantenerlos suficientemente lejos de las miradas indiscretas de las almas generosas cada vez serán más agresivas. Una tienda de campaña aquí, una base militar allá e, inevitablemente, la búsqueda de una “solución más permanente”.

Cuando cientos se convierten en miles y después en decenas de miles, es inevitable que la cuestión de dónde colocar a un número tan enorme de personas no deseadas surja enseguida en un gobierno que trata de juntar al máximo número posible. La lección de Australia, donde la presencia de un campamento en una base naval australiana resultó ser un imán para las críticas mientras que otros ocultos en Nauru y la isla de Navidad están a salvo de las miradas indiscretas, es clara: ojos que no ven, corazón que no siente. Supeditados a una retórica manifiestamente deshumanizadora y sujetos a un limbo legal que la mayoría de los estadounidenses reciben encogiéndose de hombros, el futuro de los seres humanos atrapados en la actitud xenófoba de Trump es funesto. Por muy numerosa que sea la indignación pública, no es probable que se consiga que esta administración deje de meter a seres humanos en jaulas. Es más probable que encuentren un sitio donde esconder las jaulas.

[El centro de detención de inmigrantes de Nauru cerró en 2009 tras las denuncias reiteradas de la ONU de abusos sexuales y agresiones por parte de los trabajadores del centro. Este se reabrió en 2012 por orden del primer ministro australiano Malcolm Turnbull].

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Este artículo se publicó en inglés en The Baffler.

Traducción: Paloma Farré. 

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Autor >

Ed Burmila (The Baffler)

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