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COSMÓPOLIS

Teletransportarse en el salvaje oeste italiano

Barbara Celis 4/10/2018

<p>Matteo Salvini</p>

Matteo Salvini

Luis Grañena

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Dicen que todos los caminos llevan a Roma. Y seguramente sea cierto: hasta volar con Ryanair a la cittá eterna se me antoja sencillo si se compara con la experiencia de coger un autobús dentro de Roma. Quizás madrileños o barceloneses también piensen que el transporte público en sus ciudades sea lamentable. Pues no, eso es que ustedes nunca han pisado Roma más que para pasearse por el Foro Romano, babear frente a las maravillas de Bernini o sumergir su estómago en delirantes platos de pasta en Trastevere. Porque si tuvieran que enfrentarse a diario a la odisea a la que se enfrenta un romano para ir a trabajar, pensarían que su transporte público, incluso con esos diez minutos de espera que a veces sufren los usuarios del metro madrileño en hora punta, son una bendición. Sin duda no es excusa para que Carmena & Cia. no inviertan en mejorar la movilidad en una ciudad permanentemente colapsada como Madrid pero les voy a contar cómo es teletransportarse en Roma, mi nuevo hogar. 

Lo de tele no tiene relación con esos viajes siderales de las novelas de ciencia ficción: en Roma te teletransportas porque hasta las octogenarias viven pegadas a su telefonino intentando que alguna de las múltiples aplicaciones que les dicen cuándo va a llegar su autobús acierte. No suele ocurrir. De ahí que uno siempre acabe despotricando junto a un desconocido en la parada y la conversación se zanje con la frase “es que Roma es un desastre”, sustituta oficial de la mítica ¿Quo Vadis?. ¿Que adónde voy? Pues iba al trabajo pero después de pasarme cuarenta minutos esperando el autobús ya sólo quiero irme a llorar a casa.

Quizás porque Roma también es el hogar del Papa y el catolicismo lo impregna todo, los responsables políticos de la ciudad piensen que acudir a diario a la oficina también deba ser un acto de fe y encomendarse a Dios una necesidad inherente al estatus de residente. Para ser justos la culpa no es sólo de los responsables municipales, o quizás sí porque, ¿alguien ha visto alguna vez pagar a un romano en el autobús? Si no fuera por los turistas, que pagan religiosamente, ¿quién llenaría las arcas de la ATAC, la empresa de transporte público local? Pero claro, con el servicio que dan, ¿quién tiene ganas de pagar el autobús? Quizás ayudara que el conductor no te dejara subir sin billete, no parece tan difícil, es una práctica habitual en el planeta. Y sin duda, la cosa mejoraría bastante si los romanos no dejaran el coche (“é sólo un attimo!!”) en doble y tercera fila bloqueando las calles, incluido el carril del tranvía. Pero es que Roma debe ser lo más parecido al salvaje oeste de Europa: todo vale. Madrid también era así hace dos décadas y a base de multas brutales los madrileños aprendimos. La idea del nosotros por encima del yo, cincelada en el adn del japonés, del coreano o del taiwanés, es un concepto desconocido para el mediterráneo, que sólo aprende civismo a garrotazos. 

¿Y el metro? Funciona pero sólo tiene tres líneas. Hay proyectos de ampliación pero el pasado siempre se interpone: excavan y aparece una tumba de emperador, un palacio romano o una iglesia medieval así que las obras se paran –también se les acaba el dinero sin que nadie sepa por qué– y por la mayoría de los romanos depende del autobús. 

Hace veinte años Roma no era así, me cuentan. Así también significa sucia como sólo puede estar una ciudad abandonada a su suerte. “Se han fundido los presupuestos en sus cosas, han robado a espuertas y sólo hay deudas”. Lo cierto es que la Italia de los setenta y ochenta estaba a años luz de España, y Roma parecía futurista comparada con Madrid. Así la veía yo de niña (mi madre es romana). La decadencia comenzó con Berlusconi, que estuvo al mando del país durante la primera década de este siglo. Imputado en una veintena de procedimientos penales, en su mayoría por casos de corrupción, él facilitó que la gangrena se extendiera al ámbito regional y local: su ministro de Agricultura, Giovanni Alemanno, se convirtió en alcalde de Roma en 2008 y allí reinó durante cinco años. Hoy es uno de los principales imputados en el macrocaso Mafia Capitale, el nombre mediático que recibe el sistema criminal que durante años ha carcomido Roma desde sus entrañas y que la policía destapó en 2014: mafia, políticos corruptos, constructores, concesiones públicas, mordidas… Si han seguido la política española de la última década les sonará familiar. La versión novelada pueden encontrarla en la serie Suburra

¿Por qué cuento todo esto? Porque los imperios, las ciudades o los puentes (como el que se desplomó en Génova en agosto matando a 43 personas) no se caen solos. Detrás de la decadencia (del imperio, del país, de la ciudad) hay políticos con nombres y apellidos cuyos usos y costumbres –robar de las arcas públicas– se extienden como un virus hasta el funcionariado más básico. En Italia el virus de la corrupción es crónico. Pero cuando la población de un país ya está tan harta que no tiene ni fuerza para protestar, como ocurre aquí, se siembra el pasto del que se alimenta el oportunista. Y en la Italia de 2018 emerge un nombre: Matteo Salvini, el actual ministro del Interior, el que apunta con el dedo a los inmigrantes como causa esencial de todos los males de Italia. 

Buscar un culpable del sufrimiento nacional alejado de la verdadera naturaleza del problema siempre encuentra un público entusiasta cuando se utilizan emociones y no argumentos que obligan a pensar: ellos son malos y te vienen a quitar el trabajo cala bien en poblaciones hastiadas como la italiana. Poco parece importar que Umberto Bossi, el anterior líder del partido Liga Norte que ahora lidera Salvini, fuera condenado por malversación de fondos públicos y que el propio Salvini también participara en la fiesta (esto son hechos, no opinión). 

En los últimos treinta años la población inmigrante de Italia ha pasado del 0,8% de 1990 al el 8,3% de 2017, o sea, cinco millones de personas. Echarles del país (es a lo que aspira Salvini) para desviar la atención del verdadero cáncer que enturbia Italia no resolverá sus problemas y sólo contribuirá a echar sal en la herida ya que quizás con menos gente haya más dinero disponible para robar. Mientras, cuando por fin llega el autobús y me subo a empujones con mi hija dormida en brazos, los únicos que me ceden el asiento son filipinos, bangladesíes, rumanos, nicaragüenses o africanos. Ellos, que llegaron huyendo del salvaje oeste de sus países, aspiran a una vida mejor en Roma y, de momento, mejoran diariamente la mía (y apuesto que la de muchos italianos). Da que pensar.

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Barbara Celis

Vive en Roma, donde trabaja como consultora en comunicación. Ha sido corresponsal freelance en Nueva York, Londres y Taipei para Ctxt, El Pais, El Confidencial y otros. Es directora del documental Surviving Amina. Ha recibido cuatro premios de periodismo.Su pasión es la cultura, su nueva batalla el cambio climático..

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3 comentario(s)

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  1. Clara

    Mi madre no es romana, pero yo también he vivido en Roma y en barrios tanto céntricos como periféricos. Así que supongo que estoy igual de autorizada que la autora a dar mi opinión sobre una ciudad y sus ciudadanos, visto que aquí no se trata de hacer un análisis riguroso, sino de una descarga emotiva completamente subjetiva y superficial. Porque, ¡qué fácil es recurrir a tópicos como telefonino, mafia y corrupción cuando se habla de Italia! Y mucho más fácil es recurrir al rancio “todos los italianos son iguales”, sobre todo si se trata de romanos, sobre todo si vamos más al sur. Es, cuanto menos sorprendente, intentar hacer un alegato antirracista declarando que ningún romano paga el autobús, que ningún romano cede el asiento, que ningún funcionario romano se libra de haber metido alguna vez la mano en la caja, tanto figurada como literalmente. Roma tiene muchos defectos, nadie niega que es una ciudad difícil de gestionar, y precisamente por eso, podríamos centrarnos en cómo los romanos consiguen, a pesar de todo, a pesar del tráfico y del autobús que no llega, a sacar adelante una vida digna para ellos y para sus vecinos. He vivido en Roma y en otras ciudades europeas, y en ninguna otra sus habitantes se sobreponen día a día a tantas pequeñas dificultades cotidianas. He vivido en Roma y una de las cosas que más me han sorprendido es la cantidad de asociaciones vecinales, ONGs, grupos de trabajo y agrupaciones solidarias que se dedican a tejer una densa red de defensa de derechos humanos. Los romanos, como cualquier otro pueblo, tendrán muchos defectos, pero también han construido un tejido social envidiable en un contexto indudablemente difícil.

    Hace 5 años 6 meses

  2. Francesco

    Un artículo superficial que como romano me indigna. Y me sorprende encontrarlo en Ctxt...donde creía que se invierte en calidad. Soy romano y siempre he vivido aquí y decir que solo los turistas pagan el billete del bus es una falsedad que da rabia. ¿Sabes Barbara que existe en Roma existe el abono mensual o anual (por cierto, mucho más barato que en Madrid) y que no se debe mostrar al entrar? Así que los romanos lo llevan en el bolsillo. Usted no lo ve, pero es así. Que haya gente que no lo paga, no la autoriza a decir que "ningún romano paga el billete", un tópico que podía dejar a algún turista alemán racista hacia los sureños. Roma tiene muchísimos defectos, pero habiendo vivido al extranjero le diré una cosa: raramente se encuentra una ciudad donde la gente, a pesar del desastre del transporte publico y otros servicios, haya sabido realizar una red tan densa de asociaciones, grupos de voluntariado, comités vecinales etc para mejorar el entorno, la vida colectiva, el verde público. Es una ciudad vibrante de vida y empeño político a nivel de barrio, de solidaridad. Que haya también maleducación y cosas que funcionan mal, no la autoriza a fomentar los antiguos tópicos sobre los italianos y los sureños.

    Hace 5 años 6 meses

  3. Juan Casado

    Magnífico. Lo estamos viviendo también nosotros en nuestras carnes

    Hace 5 años 6 meses

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