En 1913 el poeta ruso Vasilisk Gnedov (1890 –1978) publicó Muerte al arte, un libro con quince poemas breves cuya extensión se reducía escalonadamente a medida que avanzaba la lectura, del párrafo a la línea, a la palabra, a la letra y finalmente a la página en blanco. Dicha página era el “Poema del fin”, del cual solo aparecía el título. Desde entonces a Gnedov se le recuerda por la radicalidad de este poema. Según nos cuenta Victor Tupitsyn “al ‘leerlo’, el autor hacía un gesto ‘como de gancho’ sin decir una palabra. El movimiento de la mano era la totalidad del poema” (El dadá en cirílico, 2018). Cuánto duraba este movimiento no lo sabemos, pero imaginamos la mano trazando en el aire sonidos mudos, reemplazando la voz por una danza del gesto.

Años después y lejos de allí, otro escritor observaba la potencia de la mano del orador. Era Ramón Gómez de la Serna (1888–1963), protagonizando su conocido monólogo El orador o la mano (1928), en el Parque del Retiro de Madrid. Avanzado un discurso cargado de humor y de ironía, el escritor saca una gran mano en la que introduce la suya y moviéndola en el aire describe cómo, con ella, el orador “capta las ideas como mariposas cogiéndolas en el ambiente, redondeando la oración, gracias a cómo las ha cazado”. La coreografía de la mano resulta aún más poderosa que las palabras. Su incierto recorrido por el aire de las ideas es comparado al riesgo del aviador que, tras su viaje, “espera el momento en que planear y entonces su mano va bajándose, va descendiendo, va señalando el párrafo final (…) ve que hay en la mesa un tintero o un vaso de agua, y tiene miedo de caer en el tintero o en el vaso de agua, y entonces, con gran lentitud, para no caer tampoco en una pluma en punta, el orador, tomando sus medidas, concentrándose, coloca su mano sobre la mesa”. 

Estas son manos que desplazan la palabra, y sitúan el cuerpo en tensión con el discurso. Y son a la vez manos que buscan lo que la palabra no puede decir. Las manos sondean zonas desconocidas como un zahorí en busca de una corriente subterránea.

Por esas mismas fechas de inicios del siglo pasado, Antonia Mercé y Luque “La Argentina” (1890-1936), conocida por alzar en el aire sus manos, como reina que era de las castañuelas, discutió acaloradamente con su compañero de baile Vicente Escudero (1888-1980). Éste cuenta cómo, al marcharse, ella dio tal portazo que rompió los cristales. Es, de algún modo, otro poema del fin, porque a sus palabras siguieron el gesto de callar y un sonido roto, el de los vidrios, cuyo eco persistió en el recuerdo del bailaor que, años después, escribiría: “muchas veces he pensado entonces bailar un día con unas castañuelas de cristal, y romperlas en el golpe final (aunque me corte) reconstituyendo en su recuerdo aquellos añicos de vidrio que nos tuvieron separados tanto tiempo” (Mi Baile, 1947).

Bailar las manos al son de un cristal cortante, por el que, imaginamos, atraviesan rayos de luz formando un caleidoscopio que reúne el entonces y el ahora en una nueva imagen.

La luz rota en miles de colores también entraba por el vidrio de los rosetones laterales de la Catedral de Notre Dame en París. Una bailarina quedó de tal modo subyugada que cuenta: “casi olvidé dónde estaba. Tomé mi pañuelo del bolsillo, un pañuelo blanco, y lo agité en los haces de luz coloreada, tal como agitaba por la noche mis tejidos de seda en los rayos de mis proyectores”. Era Loie Fuller (1862-1928), autora de la conocida Danza serpentina (1891), en su primera visita a París, ciudad en la que actuó durante años. En su texto La luz y la danza (1913) ella misma describe esta anécdota y cómo, al levantar en el aire su mano para buscar la vibración de la luz, despertó tal enfado en el hombre que cuidaba de la iglesia, que éste la obligó a salir.  

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Isabel de Naverán es investigadora en artes escénicas y asesora de danza del Museo Reina Sofía de Madrid