En los años de plomo, antes de que Simeone prendiese la luz, cuando no éramos tan buenos, cuando éramos el chiste de la oficina y siempre había motivo para estar enfadado, recorría los pasillos de la radio buscando el consuelo de María José Navarro. Y la mejor periodista de la radio española sonreía, irónicamente, y me recordaba siempre la misma frase: “No todo el mundo puede ser Gabi”. Cuánta razón tenía. En aquellos tiempos, muchos entraron en el Atleti, pero el Atleti jamás entró en ellos. A Gabi nadie le regaló nunca nada. Se lo ganó él. Muchos tenían mejor pie, ninguno su determinación. Muchos tenían más talento, ninguno su coraje. Muchos tenían más condiciones, ninguno su carácter. Muchos tenían más prensa, ninguno su sentimiento. A Gabi nunca le vimos anunciar perfumes, ni ropa interior, ni cremas o lociones de afeitado. Jamás vendió humo. Sólo rendimiento. Un tío. Uno de esos que viven convencidos de que, a morir, los del Atleti mueren. De esos que no se ponen medallas. De esos que ordenan, juegan, pasan, regatean, pegan, rascan y lideran. De esos a los que los niños que quieran entrar en la cantera del Atleti deberían lustrarle las botas como primera tarea, para conocer la historia del que tendría que ser su ejemplo. Gabi siempre tuvo claro el orden vital de sus prioridades: en primer lugar, el Atleti; en segundo lugar, el Atleti. Y en caso de duda, en tercer lugar, el Atleti. Siempre antepuso sus colores a todo. Incluso a sus propios intereses. Un día juró amor eterno al Atleti y le fue fiel, de por vida, porque a Gabi no hubo que explicarle qué significaba haber llorado en el Calderón, ni preguntarle por qué los colores rojiblancos iban con su forma de ser.  

Gabriel Fernández Arenas, corazón atlético, no tiene reemplazo, ni sustituto, ni precio. Se trata de alguien que ha llenado esa camiseta de honor, sudor, sangre y lágrimas, pero jamás de vergüenza. Atlético de alma, porque el cuerpo muere pero el alma jamás lo hace, forjado en San Nicasio y curtido en mil batallas, Gabi ha sido un monumento a la constancia y la entrega. General de la guardia pretoriana del Cholo, soldado que siempre ha preferido morir de pie antes que vivir arrodillado, fue un león en el Bernabéu y en el Camp Nou, un guerrero en Bucarest, Montecarlo, Lisboa, Milán y Lyon. Un héroe para los atléticos. Para el enemigo, un jugador molesto. Para la hinchada, uno di noi. Nunca jugó con la selección, que cometió con él una de las mayores injusticias que se recuerdan, no convocándole ni para una cita oficial, ni para un simple amistoso. Conclusión: mala suerte y peor para España. A coger amapolas. Lo que España se quiso perder, lo disfrutó el Atleti. Su legado permanecerá siempre en la memoria de los atléticos: si había que graparle la cabeza porque manaba sangre se la grapaba, si tenían que colocarle el hombro en pleno partido lo pedía a gritos, si tenía una costilla fisurada y no podía respirar aguantaba porque el equipo se jugaba la Liga, si sus compañeros no podían con las botas él corría por todos y si la afición no tenía quién la defendiese o quién la escuchase, él alzaba la voz, porque siempre supo jugar y vivir enamorado de esa camiseta.

Hoy el Atleti, que es muy grande, es un poquito más pequeño que ayer. Todo lo que tiene un principio tiene un final, nada es eterno, los jugadores pasan y la vida sigue, sí. No es un adiós sino un hasta pronto, pero Gabi es Gabi. Ha sido, es y será, así pasen miles de jugadores, entrenadores y directivos, la bandera del Atleti en el corazón de sus aficionados, la parte del escudo que más y mejor ha representado hacer posible lo que los demás te dicen que es imposible. Los futbolistas pasan y el club queda. Cierto. Tanto como que no habrá un capitán colchonero de la altura de Gabriel Fernández Arenas. Nadie ha honrado, representado y defendido con tanta bravura un escudo que jamás llevó por fuera, sino por dentro. Si el Atleti consiste en la historia de una pasión inexplicable, heredada de padres a hijos, Gabi es una de las páginas más brillantes de esa historia. Ha llorado de alegría y de tristeza, ha ganado y perdido, alcanzado el cielo y descendido al infierno, ha muerto en vida y también resucitado, pero siempre lo ha hecho honrando una camiseta que jamás le quedó grande, sino ajustada, por no decir pequeña. Gabi no ha sido un jugador más del Atleti. Ha sido, es y será, el mejor capitán que uno recuerda. Un hombre.  Sí, María José: “No todo el mundo puede ser Gabi”.