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Reportaje

Rivesaltes: el campo de los ‘indeseables’

Republicanos españoles, judíos, gitanos, presos nazis, argelinos harkis e inmigrantes en situación irregular... Todos vivieron en este campo del sur de Francia. Hoy, el sitio es un Memorial

Elise Gazengel Rivesaltes , 24/04/2018

<p>María Baqué, junto a su madre Esperanza y su padre Juan en el campo de Rivesaltes en 1942</p>

María Baqué, junto a su madre Esperanza y su padre Juan en el campo de Rivesaltes en 1942

Fondo privado María Baqué

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En enero de 1941 llegaron los primeros ‘internos’ al campo Joffre. Más de 600 hectáreas de tierra batida que no absorbe ni el agua ni la nieve y que la transforma en barro. Allí no hay vegetación que pueda parar el viento. Este clima y el terreno seco hacen que los habitantes de la región le llamen el “Sahara del Midi” (mediodía, nombre que recibe esta zona del sur). El calor aplastante del verano y el frío polar del invierno congela las tierras, mientras que la proximidad con las marismas es una amenaza constante por el paludismo y otras enfermedades. Los últimos recluidos del campo Joffre, transformado en CIE, salieron en 2007.

A uno le cuesta imaginar que en Francia pudiera existir un campo en el que, durante seis décadas, se internaron a lo que llamaron los “indeseables”. Testimonio de los años más oscuros del siglo XX en Francia, Rivesaltes es hoy un Memorial. Pero, para conseguirlo, hicieron falta 18 años de lucha: de la sociedad civil al compromiso de un político, Christian Bourquin, quien consiguió evitar la destrucción de los vestigios de los barracones donde pasaron generaciones de pueblos y etnias reprimidas. “Este sitio no se podía destruir y cuando se habló de ello resultó insoportable para mucha gente. Al final, no hay mal que por bien no venga: si no se hubiera pensado en su destrucción quizá hoy seguiría abandonado”, explica Françoise Roux, administradora del Memorial.

Cuando uno pasea por el campo de Rivesaltes hoy sólo percibe a primera vista los restos de barracones, también usados por jóvenes en los últimos años como lugar de botellón. Pero los grafitis en las paredes no mitigan la sensación de aislamiento. A lo lejos se ve un parque eólico, prueba de la fuerte tramontana que sopla a todas horas. Y, al acercarnos al centro de este campo, el edificio del Memorial, de color ocre y escondido bajo tierra, permite al visitante sentir lo que muchos probablemente sintieron al ser internados aquí: la desagradable sensación de estar perdido.

Resto del campo de Rivesaltes, en el sur de Francia / E.G

Resto del campo de Rivesaltes, en el sur de Francia / E.G

Los primeros ‘indésirables’

“Después de dos años en este campo de Rivesaltes, tengo muchos recuerdos y otros que he olvidado, pero siempre recordaré la tramontana que soplaba y hacía que la arena nos quemara las piernas”. María Baqué, (Barcelona, 1931) tenía 7 años cuando huyó de Barcelona con su madre para refugiarse en Francia. Su padre, anarquista, ya estaba al otro lado de la frontera y esperaba al resto de su familia para embarcar hacia América. Como el más de medio millón de españoles que cruzaron la frontera a principios de 1939, ignoraban que Francia había promulgado una ley en noviembre de 1938 instaurando la retención administrativa de los “indeseables extranjeros”. “Cruzamos en agosto, pero en septiembre estalló la guerra y requisaron el barco que nos tenía que llevar”, recuerda María.

Retenidas primero en el campo de internamiento en las playas del sur de Francia, de Argelès-sur-Mer, serán enviadas luego a otros campos de esta región: Saint-Cyprien, Barcarès y Gurs antes de llegar al de Rivesaltes, el camp Joffre. “Nos trasladaban en vagones de ganado, eso no era primera clase”, ironiza hoy María. Ella era una niña y sólo le importaba estar otra vez con su padre. En Rivesaltes, los hombres estaban en barracones separados, pero María conseguía pasar ratos con su padre, sobre todo por la tarde. En cada barracón de ladrillos sin ventanas ni apenas techo resistente, de los que aún quedan vestigios hoy, cabían 70 u 80 personas.

Al caer bajo el régimen de Vichy, el sur “libre” de Francia otorgó a la Alemania nazi colaboración en muchos aspectos, pero sobre todo en la persecución de los judíos, gitanos y opositores políticos. En la primavera de 1941, 16 nacionalidades convivían en Rivesaltes. Entre enero de 1941 y noviembre de 1942, 17.500 personas pasaron por el campo (11.000 sólo en el primer semestre de 1941), de los que un 53% eran españoles, el 40% eran judíos y el 7% gitanos. Las mujeres y los niños representaban dos tercios de los internados. Todos indésirables.

En el campo, los adultos luchan contra las ratas, piojos, pulgas y chinches que proliferan, e intentan conseguir comida. En una Francia en la que imperaba el racionamiento, los indeseables no son prioritarios y acaban comiendo alimentos pobres y monótonos. “Cuando eres niño no ves todas las cosas malas. Obviamente recuerdo comer muy poco –sobre todo nabo sueco y topinambur–, la higiene deplorable y el olor de las letrinas, pero también recuerdo jugar con los niños judíos polacos o alemanes. No hablábamos el mismo idioma, pero para hacer travesuras nos entendíamos”, explica María esbozando una sonrisa.

 

María Baqué, en una imagen reciente

María Baqué, en una imagen reciente

En uno de los testimonios recogidos por el Memorial de Rivesaltes, Yehoyahin recuerda: “Durante los ocho o diez meses que pasé en el campo, conseguí ver a mi padre cuatro o cinco veces, pero estaba prohibido. Le dije que tenía hambre. Cogió los zapatos de una persona que acababa de morir en una cama, los vendió y con este dinero consiguió comprarme un paquete de galletas. Creo que fue muy duro para él coger los zapatos de un muerto para alimentar a su hijo. Es la última vez que vi a mi padre”. 

En noviembre de 1942, el ejército alemán requisó el campo Joffre para sus tropas. “Los judíos eran enviados directamente a los campos alemanes, aunque algunos se salvaron gracias a la ayuda de externos que sacaban sobre todo a los niños”, explica María. Con sus padres, fueron llevados finalmente a otro centro, en Ardèche (Auvernia) donde ella reside actualmente. La familia permaneció dos años en Rivesaltes y María estuvo hasta los 13 años en campos franceses.

Testimonio de los años negros del Estado francés

El final de la Segunda Guerra Mundial no acabó con el horror del campo de concentración de Rivesaltes. Al contrario. Tras la liberación, primero internaron a los acusados de colaboracionismo. En abril de 1945, el campo se convierte en “Depósito de prisioneros de Guerra”, principalmente soldados alemanes, austriacos y algunos italianos capturados por los aliados. En total, más de 10.000 prisioneros pasarán por Rivesaltes en 1945, con una alta tasa de mortalidad. Progresivamente, muchos de estos hombres serán enviados a trabajar en el exterior y mejorará la situación en el campo hasta la liberación de los últimos presos, en 1948. El camp Joffre retomará su primera función como campo militar de formación y/o entrenamiento hasta 1962.

A partir de ese año, la guerra en Argelia marca una nueva etapa en Rivesaltes. Primero, de enero a marzo, cuatro islotes de barracas serán destinados a encarcelar a los combatientes del Frente de Liberación Nacional (FLN, el partido que lideró la independencia). Pero cuando se firman los acuerdos de Evian, que sellan la independencia del Estado magrebí, los harkis –argelinos reclutados en su tiempo por el ejército francés para combatir con ellos durante la Guerra de Argelia– son perseguidos en su país y huyen a Francia. Sin plan de evacuación ni de acogida, el gobierno francés acaba eligiendo Rivesaltes como campo para alojar a las familias harkis.

“Tenía 8 años cuando llegué con mis padres y mis cuatro hermanitas, habíamos huido con precipitación, mi abuela no pudo seguirnos y no sabíamos si seguirían con vida los que habíamos dejado”; así recuerda Fatima Besnaci (Novi, Argelia, 1954) su llegada al campo de Rivesaltes en noviembre del 1962 y las condiciones precarias en las que tuvieron que vivir tras huir de Argelia. Los primeros seis meses, la familia de Fátima tuvo que vivir bajo una tienda de campaña, sin calefacción, mientras nevaba fuera. Las autoridades exigían un mínimo de 10 personas por tienda por lo que la compartieron con otra familia. “Para mis padres, lo importante era intentar mantenernos con vida: encontrar cómo calentar el biberón, secar la ropa, luchar contra los piojos, la promiscuidad, las enfermedades de la piel...”, explica.

A finales de diciembre de 1962, más de 10.000 harkis llegaron al campo. Entonces empezaron las obras para rehabilitar las barracas que 20 años antes habían alojado a María y a su familia. Seis meses después Fátima podía dormir ya bajo techo. Por esa época comenzaron a poder salir del campo –“siempre bajo control de los militares”– para ir al pueblo o a trabajar como jornaleros en los “otros campos”.

“No había opresión física, pero sí sensación de internamiento con el alambre y las rejas”, matiza Fatima. Recuerda cómo un día estuvo contestando a las preguntas de unas personas, al otro lado de las rejas: “Como había estudiado francés podía contestar, creo que eran periodistas porque preguntaban sobre la vida diaria y llevaban libreta”. En los cuatro años que estuvo destinado a los argelinos, el campo de Rivesaltes vio pasar a más de 23.000 harkis.

La madre de Fatima, con tres de sus hijos en el campo de Mouans Sartoux en 1973. Fátima no aparece en la imagen / Fondo privado Fatima Besnaci-Lancou 

La madre de Fatima, con tres de sus hijos en el campo de Mouans Sartoux en 1973. Fátima no aparece en la imagen / Fondo privado Fatima Besnaci-Lancou 

Tras un año de internamiento, el padre de Fátima consiguió trabajo en Auvernia y pudieron salir. “Fueron tres años de felicidad que acabaron cuando mi padre murió”. El padre de Fátima había cogido tuberculosis en el campo de Rivesaltes. “Cuando mi madre enviudó y se quedó sin ingresos y con cinco hijos a cargo, la asistente social decidió enviarnos de nuevo a un campo”. En 1979, con 25 años y tras haber vivido 15 en campos de internamiento, Fátima consiguió salir de ellos.

En 1977, los últimos harkis de Rivesaltes fueron realojados en la ciudad. En los últimos meses, también vivieron centenares de familias de militares guineanos. A partir de entonces y hasta 1986, el campo volvió a tener una función puramente militar. Sin embargo, las siguientes leyes sobre inmigración posibilitaron que el  campo de Rivesaltes acogiera a sus últimos ‘indeseables’. Hasta 2007 funcionó como un CIE para los extranjeros “expulsables”. Solo la decisión de construir un memorial empujó a las autoridades al cierre del CIE… que fue desplazado a unos pocos kilómetros del aeropuerto de Perpiñán.

El reconocimiento del Estado

Tras la lucha para preservar el campo y el acuerdo para construir el Memorial, el equipo del museo tuvo que conseguir otro gran reto: conmemorar en un mismo sitio la historia de tantas comunidades en épocas distintas. “Había que encontrar un hilo conductor y lo encontramos: los desplazamientos forzados de las personas indeseables y los dos grandes traumas del país: la II Guerra Mundial y la Guerra de Argelia”, explica Denis Peschanski, historiado del CNRS y presidente del Comité científico del Memorial, quien supervisó la creación de la exposición permanente.

A los harkis o los españoles que pedían un espacio propio sólo para ellos, Peschanski les contestaba: “¿Quién vendría a un memorial tan específico? Algunos de los vuestros… Pero aquí tenéis una suerte extraordinaria: españoles, judíos, guineanos y curiosos vendrán y descubrirán vuestra historia. No podéis dejar pasar esta oportunidad”.

Y el resultado es satisfactorio para Françoise Roux, administradora del Memorial: “No se trata de la memoria por comunidad sino del acercamiento convergente de las memorias”. Para ella, tanto los visitantes como los que escaparon del campo pueden ver las diferencias y similitudes de las condiciones entre el internamiento de los harkis y el de los judíos. “Llegaron forzados, no sabían a donde iban, se les quitó el libre derecho a circular, se les trató como prisioneros y no sabían qué iban a hacer con ellos”, cuenta.

Pero tanto Roux como Peschanski saben que no sólo hace falta contar la Historia para que no se repita. “Para convencer a la gente de la importancia de una Historia hace falta que la entiendan, y no sólo que lloren”, resume Peschanski. Y para transmitir lo mejor posible estos relatos, el Memorial está recogiendo testimonios vivos de los que pasaron por este campo. Hoy, ya cuentan con unas cien historias.

Resto del campo de Rivesaltes, en el sur de Francia / E.G

Resto del campo de Rivesaltes, en el sur de Francia / E.G

Entre ellas las de María y Fátima, pero también la de prisioneros alemanes. No todos están dispuestos. Recientemente un alemán renunció a contar su historia en el último minuto. “Era un señor frágil que fue enrolado por la fuerza, pero tenía miedo de aportar su testimonio,  porque le iban a ‘tratar como un nazi’, dijo”, explica Roux. “La historia no es blanca o negra, es compleja”, sentencia la administradora.

Por su lado, María y Fátima esperaron un tiempo antes de contar su historia a sus propias familias. En 2003, Fátima escribió un libro, Hija de Harki, que le permitió abrirse a su hijos. “No es que quisiera esconder la historia, era pura necesidad”, dice Fátima. “Todavía hoy mi hijo no ha ido a ver Rivesaltes, creo que no está preparado”. Fátima tiene como proyecto volver con su madre y sus hermanas: “Yo aprendí a domar este lugar, pero ellas todavía no han vuelto y, cuando vayan, será doloroso”.

María también escondía su pasado a sus hijos. Empezó a contarlo gracias a una amiga profesora de español que vive en su mismo pueblo, La Voulte, a donde llegó nada más quedarse viuda. Sus hijos tienen ahora más de 50 años y nunca les había contado la historia de los campos franceses. “Era para protegerles de algo muy duro, fue mi manera de educar a mis hijos… Pero ahora siento que tengo este deber”, justifica. “Volví a España hace unos años y vi a jóvenes sacar los restos de sus abuelos de las cunetas. Se mueven ellos… Otros bajaron la mirada como yo, evitaban hablar de ello para no hacer sufrir. Pero hoy creo que es mi deber… Y espero que pase lo mismo en España”.

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