GASTROLOGÍA
Apología del tocino (con una receta maoísta del hong shao rou)
Ramón J. Soria 16/01/2018
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Me gusta el tocino. Los humanos europeos sobrevivimos a hambrunas y glaciaciones gracias al tocino y al ingenio. Hoy es el diablo o algo peor, un delincuente alimentario atascador de arterias, abultador de barrigas y culos, alimento infame de épocas atroces y por fortuna extintas. Recuerdo una entrevista a una viuda extremeña de postguerra con tres hijos: “Criábamos un cerdo en el corral y vendíamos luego todo, jamones, paletas, lomos, costillares… para poder sobrevivir, salvo los tocinos que salábamos, con eso teníamos para hacer los guisos de todo el año. Cómo no me va a gustar el tocino, más que el jamón”. Cuando la entrevisté yo tendría veinte años y ella setenta. He hecho cientos de entrevistas desde entonces. Esa nunca se me olvidará.
Me gusta el tocino en sí, como alimento de rotundo paladar y textura en cualquier guisote. No por su valor literario, antropológico, afectivo o histórico. De la panceta al ántima, del tocino de cocido a la veta blanca del buen jamón ibérico. El tocino toca algo ancestral del paladar si está bien guisado y salado en su punto. Una curiosa “prueba del nueve” os la dará un niño pequeño cuando ya tiene algunos dientes y puede masticar. Colocad en un plato pequeños dados de tocino y en otro pequeños dados de buena carne: el cachorro humano, ya sea inuit o san, europeo o cherokee, preferirá siempre el tocino. Paladar instintivo, se llama. En China degustan el hong shao rou, plato venerado por el glotón de Mao, pero en una aldea del norte de Zamora probé una vez un guiso muy semejante que me pareció exquisito. Andaba de zascandil buscando una ruinosa ermita troglodita que no encontraba cuando me topé con una casucha de pastor en medio de la nada junto a un enorme nogal que parecía sacado de un cuento de los Grimm.
Fuera hacía muchos grados bajo cero, neviscaba aunque era abril y al empujar la puerta me encontré con un hombre amable de edad indefinida, entre los cincuenta y los sesenta, afanado en las brasas de una buena chimenea. Los mastinacos que le acompañaban apenas levantaron las orejas cuando di las buenas tardes. Yo puse la bota, pan reciente y mandarinas, él me ofreció aquella delicada vianda: tocino de cocido, cortado en lonchas regulares y dorado apenas en la sartén con un chorro de vino dulce, cominos y algo de azúcar. El tío era un gourmet avant la lettre. Sobre el pan de tahona comprado recién hecho esa mañana aquel tocino tostado y agridulce que se deshacía en la boca fue un manjar. Después, gracias a las indicaciones del pastor, encontré las ruinas de la ermita troglodita, hice las fotos y a otra cosa.
Debería adornar esta apología diciendo que el tocino contiene mucha preciosa vitamina K, B6 y B3 pero casi prefiero apologizar sobre ese guiso de tocino agridulce y mi historia íntima con este rico comistrajo.
***
Entonces llevabas una boina con estrella, un foulard palestino y elocuentes palabras militantes. A mí Mao, Fidel o Arafat me importaban un pito, mucho menos que el hong shao, los patacones o el falafel que suponía guisaban en sus casas. Estrenabas por aquellos años de antes del noventa y dos un vegetarianismo indeciso pero me resultaba cada vez más difícil que cayeras en mis heterodoxias culinarias carnívoras y hedonistas, capitalistas, conservadoras, poco revolucionarias sin duda, aunque no me lo reprochases casi nunca y yo utilizase a Carvalho de parapeto.
Tú de esto no te acuerdas, o no quieres acordarte, o prefieres pensar en tu derecho a evolucionar hacia una progresía de extremo centro, un izquierdismo estético asentado ahora en un lugar incierto llamado liberalismo económico, globalización financiera, progreso sostenible, ecologismo a la violeta o derecha pop, naranja y sin complejos. Al menos no has perdido el don de lenguas que usabas tan bien en las asambleas, ni los discursos convincentes para defender tu deriva, tu traición o tu olvido, pero yo me sonrío, dirías que resentido, mientras miro tu gigantesco Mao auténtico de Warhol colgado en este inmenso loft castizo de Chueca y ese retrato poupée me recuerda ahora que me constó mucho convencerte para que probases mi cochinillo hong shao rou. Tuve que decirte que era el guiso preferido de tu admirado Mao Tse-Tung y mostrarte una revista de la Unificación Comunista de España donde se aludía a esa pequeña debilidad culinaria del gran timonel.
Las primeras veces preparé el hong shao rou con proletaria panceta entreverada pero después hice el plato con gargantuélico cochinillo ibérico
Las primeras veces preparé el hong shao rou con proletaria panceta entreverada pero después hice el plato con gargantuélico cochinillo ibérico. Maravillado, descubrí en tu cocina un exótico wok traído desde Pekin por uno de tus camaradas de la secta y allí hervía primero el cerdito cortado en buenos tacos para quitarle parte de su grasa. Luego retiraba la carne y caramelizaba en esa sartén barrigona y entonces tan extraña, azúcar moreno con aceite, salteaba allí de nuevo el cochinillo añadiendo después la salsa de soja, el vino y el vinagre de arroz, las ralladuras de jengibre, los palos de canela, el anís estrellado, la guindilla rabiosa y el diente de ajo. Tras unos primeros revolcones de los ingredientes cubría el guiso con caldo y lo dejaba cocer a fuego lento hasta que el cerdo estaba tiernísimo, suave, muy gelatinoso y la salsa casi convertida en melaza. Doraba entonces los pedazos de cochinillo en el grill con la piel hacia arriba para dejarla crujiente y añadía la espesa salsa agridulce y un poco de cebollino picado antes de servir. Comíamos el plato con arroz blanco al vapor, muy maoísta y soso, suerte que el gran timonel apreciaba también este plato goloso que te hice muchas veces.
Hoy me dices durante la fiesta que has comido a veces ese guiso en restaurantes modernísimos empotrados en los hutongs de Beijing. Seguro que con panceta, pero no con cochinillo, te digo, pero no me respondes, te das la vuelta, te marchas con tu love economista, exasesor aznarista de postín, emprendedor de cosas, televisivo experto. Flotas sobre la alfombra entre los otros invitados y yo atrapo una flauta de champán al vuelo de uno de los camareros del catering. Porque tu no cocinas, nunca cocinaste, me has dicho que tienes contratadas en tu casa de Barna a una filipina y un mejicana muy trabajadoras y que las has enseñado a hacer cocina nacional rojigualda con toques finos, tortillas y paellas, bacalao al pil pil y calçots con una salsa romesco a la que añades caviar a veces y yo imagino que Pla y hasta Camba se revuelven en sus tumbas.
Ahora ya no llevas la boina con estrella y aplaudes a la nueva china y sus desastres, su capitalismo comunista, su maoismo pop, su pujanza salvaje, su brutal desarrollo hacia delante, ya sin timonel y sin librito rojo que a mi, ya entonces, me parecía tan aburrido, tan soso y tan mentira. Has triunfado, has sabido reinventarte, flotar sobre la crisis y seguir teniendo a Mao, ya de otra forma, por encima de todo, igual de alto que entonces, pero esta vez junto al Tapies curativo. Y no sabría decirte cual de los dos cuadros me parece más feo.
Yo siempre, ya lo sabes, entonces y ahora, no he cambiado, ni evolucionado, ni me he reinventado, soy y fui un atocinado plumilla perroflauta que aprendió a guisar de los recetarios de Anselmo Lorenzo, Kavafis, Gargantúa, Lúculo, Solana, Camba, Gaya y de don Antonio Machado. Sigo sin casa ni bandera, en tierra de nadie y caminar ligero de equipaje a donde habita el olvido, sin rencores. Por eso me voy de tu fiesta a la francesa, como siempre, y guiso ahora en mi pequeña casa un poco de hong shao rou, esta vez con panceta, que es barata y recito al estimable público lector esta receta china o zamorana de tocino, saboreando de memoria esos días alimenticios y montalbanos, hoy remotos.
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Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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