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Tribuna

Niños

El valor de la humanidad, nuestro interés en su supervivencia, deriva de las mujeres, sí, pero no de sus vientres sino de sus manos, y por eso cualquiera puede ser –y deberá ser en el futuro– una mujer

Santiago Alba Rico 20/12/2017

<p><em>Niños en la playa,</em> de Joaquín Sorolla.</p>

Niños en la playa, de Joaquín Sorolla.

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Se dice que el ser humano se diferencia de los otros animales de muchas maneras: porque se ríe; porque fabrica herramientas; porque tiene manos y, por lo tanto, boca para el lenguaje; porque puede contemplar tanto su sexo entre las piernas como las estrellas sobre su cabeza. Pero en realidad la única diferencia no confusa tiene que ver con la infancia; con el hecho –es decir– de que el ser humano es el único animal que, arrojado al mundo antes de tiempo, acaba de formarse en el exterior y en estrecha dependencia de otros cuerpos. Mientras los potros se ponen de pie apenas los suelta la yegua en tierra; y los gatos enseguida se afanan en los tejados (por no hablar de insectos y ratones), los humanos tardamos muchos años en sostenernos de pie, en adquirir el lenguaje, en reunir la gavilla de recursos y de signos que nos permitirán ser un ejemplar más o menos autónomo de nuestra especie.

La infancia es una maldición, un destino y un privilegio. Nos señala como criaturas dependientes, nunca se resuelve completamente y, al mismo tiempo, obliga a construir una superioridad trabajosa, vinculante y artificial: una sociedad. El zoon politikon de Aristóteles es la marca de la única especie que, además de descendencia, tiene niños; que, además de iguales, produce constantemente sus propios diferentes. ¿Qué quiere decir eso?

En primer lugar, que la antropología, al contrario que la zoología, se basa en la novedad permanente. La infancia dura tanto tiempo que configura otra especie interna, siempre nueva, que convive con la propiamente humana y la acusa, la impugna, la corrige y finalmente la confirma. Cada generación abriga la posibilidad de transformar el mundo porque la diferencia, como quería Hegel, se transmite desde el interior de la unidad. La única verdadera novedad, la única novedad posible, siempre viva y siempre desmentida, es la que vehicula la tradición del coito. Gracias a él –y a la especie “niño” extinguida y renovada a cada instante– la Historia progresa milimétricamente.

En segundo lugar, quiere decir que la antropología, al contrario que la ornitología, se basa en la confianza. “Niño” es otra especie porque, aun si desde dentro del propio cuerpo, llega a casa de un día para otro, de repente y sin origen, igual que un extraño, un inmigrante o un extranjero. Ahora bien es –por así decirlo– el único extraño o inmigrante o extranjero al que no sólo no rechazamos sino que, provisto de cuerpo, nos inspira ternura y no asco; y nos impone respeto y no ira. La infancia es la única relación de poder desigual que se decide, sin aplicación de fuerza o de resistencia, a favor del más débil. Es una relación inmediata antirracista entre cuerpos desiguales en la que el más fuerte, en lugar de usar espontáneamente su poder para destruir al débil, reconoce su belleza y su superioridad, y ello de tal manera que el niño en la cuna, pequeño, desnudo y frágil, a merced de los adultos, espera siempre lo mejor, y no lo peor, de sus padres, a los que desarma con una sonrisa de seguridad sin tacha. Todos los cuentos de hadas –el ogro que amenaza a Pulgarcito, la bruja de Hansel y Gretel– invierten en realidad el orden ontológico que preside, aunque fracase, nuestro universo social. Antes de que el Estado hobssiano frene a los gigantes, las brujas y los ogros, los niños han instaurado ya un orden rousseauniano de confianza originaria y desigualdad invertida. El principio no es el Logos sino la lactancia.

Cada generación abriga la posibilidad de transformar el mundo porque la diferencia, como quería Hegel, se transmite desde el interior de la unidad

En tercer lugar, quiere decir que, al contrario que la ganadería industrial, la antropología funda sus excelencias en los cuidados. Que la infancia –como marco de vulnerabilidad y dependencia radicales– dure tanto tiempo asocia el proceso de humanización a la atención reiterada sobre los cuerpos, que adquieren así, a fuerza de ser mirados fijamente y tratados en detalle, individualidad y valor. La vida humana no es sagrada sino porque es frágil. Si seguimos la lógica que Smith, Ricardo y Marx aplican al trabajo, hay que aceptar que un cuerpo vale tanto como tiempo dedicamos a cuidarlo. Los “niños” no nacen; se “producen” con miradas, caricias y pañales. La biología y la genética son bárbaras supersticiones de sociedades patriarcales que recubren interesadamente la verdad soberana; la de que son los cuidados, y no el linaje, los que vuelven valiosos los cuerpos humanos. Ni el patriarcado genital ni el capitalismo de la incuria (según la caracterización de Stiegler) pueden entender que el valor de la humanidad, nuestro interés en su supervivencia, deriva de las mujeres, sí, pero no de sus vientres sino de sus manos, y que por eso cualquiera puede ser –y deberá ser en el futuro– una mujer. En el principio no era ni el Logos ni el Gen sino la Madre, no importa cuál sea su sexo o su relación con la “niñez”.

En cuarto lugar, y para contener o contrapesar nuestro optimismo, cabe añadir que la duración de la infancia, y la producción del “niño” a través de la dependencia, implica que la antropología, con su valorización del cuerpo individual, se revela inseparable de la psicología. Somos cuerpos valiosos gracias a los mismos cuidados que fijan nuestros deseos; y que los fijan mediante vínculos que, según supo descubrir Freud, se nos anticipan como estructuras subjetivas neuróticas. Si la novedad, la confianza y los cuidados hacen progresar milimétricamente la Historia, esta estructura subjetiva, inscrita también en la dependencia infantil, la frena sin parar o impide al menos los grandes saltos y acelerones. De Platón a Mao, de Esparta al Pol Pot, la ingenua y peligrosa utopía de la construcción de un “hombre nuevo” ha pretendido combatir la psicología ralentizadora combatiendo la dependencia entre los cuerpos, a los que se ha hecho depender –sin madres ni familia– directamente del Líder o del Partido, prolongando así, de forma paradójica, la infancia que esa utopía trataba de desactivar o interrumpir. Aunque igualmente destructivo, mucho más éxito ha tenido en esa tarea la única fuerza revolucionaria realmente existente, el capitalismo financiero consumista, cuyo “hombre nuevo”, ilusoriamente independiente, ha puesto punto final, al menos de momento y al menos en su formato clásico, a los sueños del comunismo. 

mucho más éxito ha tenido la única fuerza revolucionaria realmente existente, el capitalismo financiero consumista, cuyo “hombre nuevo”, ilusoriamente independiente, ha puesto punto final, al menos de momento, a los sueños del comunismo

La lucha se entabla hoy entre la reivindicación de las dependencias identitarias más estrechas y la independencia del consumo neoliberal en crisis. Cada una de estas fuerzas alimenta a la otra. Podemos decir que dos instituciones históricas han puesto la infancia en su centro: el Cristianismo y Disneylandia. El cristianismo, como bien explica el extravagante católico ingles G. K. Chesterton, obtiene su inmenso crédito “populista” de dos escenas contrarias y complementarias: la Crucifixión y el Portal de Belén. Junto al culto al sacrificio y  a la derrota, escandalosamente exhibida en la cruz, el cristianismo establece como su fulcro mismo el culto al niño, dios de carne, pobre y perseguido, escoltado por sus padres santos: un trío –padre, madre, hijo– que luego Hegel consagrará como núcleo de la reproducción burguesa del Espíritu, Freud como matriz de la neurosis edípica y Engels, en su famoso tratado sobre la familia, como obstáculo del progreso humano hacia el comunismo.

También el capitalismo ha puesto el culto al niño en el centro del Mercado. Sabemos que la infancia no es sólo un producto manual de las caricias de la madre sino también un resultado histórico bastante reciente. La infancia se ha ido alargando a medida que la lucha contra la explotación capitalista ha vencido al trabajo infantil (que Marx, por cierto, aprobaba) y ha impuesto, al menos en Occidente, la escuela y el juego como derechos inseparables de la infancia. La infancia, arrancada al capitalismo, ha sido rescatada luego por el propio capitalismo no sólo como “familia burguesa” (descompuesta hoy por los diversos matrimonios igualitarios) sino en la forma de un culto al niño que cabalga y traiciona el del cristianismo: el “niño” es un producto fetichista del mercado, que lo ha transubstanciado en mercancía; es decir, en lo contrario de un cuerpo objeto de atención y de cuidados, como en el portal de Belén. La “mercancía” es precisamente el cuerpo desaparecido en la digestión, la disolución de todos los objetos (de uso o simbólicos) en la destrucción por el fuego asociada al consumo acelerado de valores de cambio. La infancia, sacada de las fábricas y los talleres, se traslada a Disneylandia; es decir, a la industria del ocio, donde comparece como puro medio de valorización del capital, tan des-cuidada o des-atenta como un tornillo o una hamburguesa. El mercado, que hace desaparecer las fronteras entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar, convierte el culto al niño en otro comestible, lo que explica esa paradójica combinación estética de sentimentalismo sumo y suma indiferencia que caracteriza al consumidor occidental.

Frente a estas dos tradiciones, el comunismo histórico no ha sabido qué hacer con los niños. En el centro del relato mítico comunista hay también un crucificado y un perdedor, ese Espartaco sacrificado en el camino de Capua que sobrevivirá en el inconsciente de la “clase humana” por antonomasia: el proletariado. El proletariado es Cristo, objeto de un dolor específico y sujeto de una liberación universal, pero no es el Niño Jesús. Si tiene que ser educado, extraído de la ignorancia y de la “alienación”, se hace a través de una vanguardia esclarecida que traslada la infancia del ámbito de la familia burguesa al de la militancia política, donde el Partido es el Padre, pero no la Madre, y donde la dependencia, por tanto, excluye las caricias y los cuidados que valorizan el cuerpo individual y aseguran el respeto democrático recíproco entre los cuerpos. Sin Madre, la infancia de los comunistas dependientes del Partido es una infancia sin cuerpos –puros medios para alcanzar un fin superior– e incapaz, por eso mismo, de prefigurar el “reino de los fines” con la sustitución de los lazos de explotación por lazos de dependencia fraternal y sororal.

El cristianismo y el capitalismo, de forma contradictoria, pusieron en su centro el culto al niño mientras que el comunismo histórico desplazó la infancia al culto al Líder o al Partido

El cristianismo y el capitalismo, de forma contradictoria, pusieron en su centro el culto al niño mientras que el comunismo histórico desplazó la infancia al culto al Líder o al Partido. Ahora bien, hubo asimismo otra tradición, que ha irrigado desde 1789 el comunismo más marginal, que se propuso desde el principio la lucha contra la infancia como condición del establecimiento de un orden político más o menos justo y más o menos democrático. Me refiero al republicanismo ilustrado, cuyo fundamento doctrinal es la famosa “mayoría de edad” que Kant asoció a la Ilustración. En términos políticos, que la humanidad alcance la mayoría de edad implica la superación de las dependencias familiares (respecto del Padre, el Marido o el Partido) a fin de que los humanos se sometan únicamente a las leyes que ellos mismos se dan. Frente al marxismo más diamat eso implica la reivindicación del Derecho e incluso del Estado, con el eje de la Constitución en su centro, como garantías de que la humanidad, lamida por la guerra o por la neurosis, no volverá a precipitarse, apenas estalle la crisis, en la “minoría de edad” culpable que fecunda todos los fascismos.

Esa tradición, que trata de reunir a Marx y Kant, fue derrotada al mismo tiempo por el comunismo ortodoxo y por el capitalismo victorioso. Pero fue derrotada también porque, en su lucha política contra la infancia, se olvidó no del Niño sino de la Madre como valorizadora de los cuerpos individuales. O lo que es lo mismo: se olvidó de incluir en su relato el fondo antropológico que intentamos resumir al principio de estas líneas y mediante el cual asociamos la infancia a tres virtualidades liberadoras: novedad, confianza, cuidados. No puede haber un comunismo sin Madre y cualquier forma que excogitemos a partir de ahora –cuando la crisis multiforme nos reclama al mismo tiempo el abandono del comunismo clásico y la invención de un nuevo comunismo, lleve o no ese nombre– tendrá que afrontar este triple desafío: frente al capitalismo, frente al marxismo ortodoxo y frente al identitarismo religioso, tendrá que ser simultáneamente colectivo, democrático y maternal. O como he escrito muchas veces: el comunismo –se llame como se quiera– tendrá que ser revolucionario en lo económico, reformista en lo institucional y conservador en lo antropológico. Tendrá que haber, en definitiva, un Niño, “producto” cuidadoso de una Madre, sujetando desde abajo la Economía y el Parlamento.

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Este texto se ha publicado en inglés en el libro Solution 275-294, Comunists Anonymus, Ingo Niermann, Joshua Simon (Eds.), Sternberg Press.

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Autor >

Santiago Alba Rico

Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".

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