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Él es un tipo elegante. Digamos que se llama Alfredo, que es un nombre irreducible. Luego me entero de que se llama Francisco, pero lo mismo da. Francisco, no Paco ni Fran ni Francho. El caso es que Alfredo es un tipo elegante y se le nota nada más entrar en el AVE. Frente a los estantes para el equipaje, se agacha sin perder la rectitud, levanta su maleta compacta de plástico negro y la coloca en una leja. Mientras tanto, conversa con su acompañante (los elegantes no hablan, conversan). Es imposible que se haya manchado las manos al dejar la maleta, pero el tío se las frota, una con otra, como si fuera Pedro Sánchez y acabara de saludar a una negra. Así: zas, zas.
El elegante postmoderno tiene un puntito complaciente que no nace de la solidaridad, sino del amor propio: del querer verse como un individuo tolerante y amable
Alfredo toma asiento. Su acompañante se sienta enfrente: también lleva traje como él y zapatos cepillados, pero no son iguales. Quizás, por separado, éste podría resultar elegante, pero junto a Alfredo no tiene nada que hacer. Es difícil de explicar. Cosas de pose. Viste impecablemente, sí, pero es como si al tío le hubieran ablandado las carnes a martillazos como a un entrecot. Es igual… El caso es que Alfredo se mola, y más cuando coloca el reposabrazos y apoya el codo en él. Nota: un elegante nunca apoya a la vez ambos brazos, elige un lado u otro; eso le da prestancia y lo distingue --cree-- de cualquier azafato con contrato de una ETT.
¿Qué lleva a alguien a ser así?, porque la elegancia no es algo natural como dicen los mamporreros de la prensa rosa… Nadie nace, crece y sonríe (y se reproduce) con una inclinación de boca de proporciones áureas. La gente, al carcajearse, arruga la nariz o sufre hipos o ronquidos. El ja-ja-ja de Alfredo, en cambio, se ajusta al compás de 4/4 o, si la cosa le hace mucha gracia, al 3/4.
Si fuera natural, además, funcionarían igual los elegantes del siglo XIX y los del XXI, y no lo hacen. A aquellos les olían mucho los pies por dentro de los botines y a estos, sin embargo, también, pero menos. Hay productos químicos ahora para evitarlo: los elegantes que los usan se cuidan mucho de esconderlos. El buen elegante, el supino, tienen dos armaritos en el baño. El visible: ahí guarda la Hugo Boss o la crema hidratante. Y el oculto: ahí, los polvos para los pies, las pinzas para las cejas, las tijeritas para los pelos de la nariz... Hacen esto como quien esconde la droga aunque viva solo, para convencerse de que no es algo sustancial, de que no lo define como persona.
Alfredo escucha poco a su compañero y nunca respira por la boca. Cada cierto tiempo se calibra mirándose al cristal. Luego se sacude alguna mota de la americana y parpadea rápido y feliz.
Durante todo el trayecto, el tipo de al lado de Alfredo ha estado intentando meter baza. Masculla de vez en cuando y los mira de reojo. A veces, mira muy interesado algún punto del paisaje, moviendo todo el cuerpo para hacerse notar y ver si así, por contagio, los otros miran y él puede colarles algún comentario.
Al final, el señor se harta y dice algo. Como no lo rechazan, se coge el brazo entero. Empieza a soltar chascarrillos y a liarse a codazos con Alfredo para obligarlo a reírse. “¿Eh?, ¿eh?”, y si no ríe a la primera, lo repite porque, claro, no es que no tenga gracia, sino que no lo ha oído bien. La elegancia de Alfredo no tiene registros para ser cortante. El elegante postmoderno tiene un puntito complaciente que no nace de la solidaridad, sino del amor propio: del querer verse como un individuo tolerante y amable. Resumiendo: no puede permitirse mandarlo a la mierda. El señor no calla. Alfredo deja de mirarse en el espejo. Se empieza a repantingar. Sufre. Yo dejo de escucharlos.
En la estación de Albacete, cuando el hombre se baja despidiéndose a gritos por el pasillo, veo que Alfredo bufa como un caballo y apoya los codos, los dos, en los reposabrazos. Pobre Alfredo.
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Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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