Notas sobre papeles recortados
La autonomía del medio predominante en el proyecto ‘Consider the Source’, el collage, se evidencia en la apuesta por el lenguaje exclusivamente plástico, entroncado en la herencia de las vanguardias históricas y sus desarrollos posteriores
Félix Andrada 2/12/2017
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En una carta a su amigo Pierre Bonnard, en 1940, Henri Matisse expone su desconcierto ante la dificultad que se le ha presentado a sus setenta años: “Mi dibujo y mi pintura se separan”. Con el dibujo Matisse logra expresar con naturalidad todo lo que desea, pero siente que no puede hacer lo mismo con la pintura, a la que aspira a incorporar recientes convenciones artísticas que le interesan, como la composición basada en el diálogo entre colores exclusivamente locales, la ausencia de sombras y modelado, la planitud.
Tres años más tarde, cree haber hallado el modo de hacer frente al problema: la composición por medio de recortes de papel coloreado, luego pegados al lienzo o a otro soporte. El movimiento de la tijera al cortar los papeles reúne en un solo gesto el color y el trazo lineal y señala para Matisse el camino de entrada a un nuevo ámbito de creación. Tallar directamente en el color, como en el corte directo de los escultores, le ocupará los siguientes años hasta su muerte.
La tradición del collage se remonta a las célebres y limpias composiciones de Braque y Picasso de hacia 1912, pero el desarrollo del medio durante las siguientes décadas estuvo muy comprometido con la intencionalidad expresiva que poseían las imágenes y los materiales utilizados. Tanto, que el collage corrió el riesgo de ser considerado nada más que una especie de arte derivado. Los collagespresentaban al espectador el conflicto resultante de oponer los significados propios de varias imágenes que se reunían en una sola composición. Era de este modo como obraban, por ejemplo, las creaciones propagandísticas de las vanguardias rusas, construidas mediante fotomontajes, o las superposiciones iconográficas alusivas a lo inconsciente o a lo maravilloso que practicaron artistas vinculados con el surrealismo, como Max Ernst.
En 1934, la segunda edición del diccionario Webster definía el collage como “una aglomeración de fragmentos, como cajas de cerillas, billetes de autobús, naipes, pegados y sobrepuestos, con frecuencia unidos por líneas o toques de color, en una composición artística de efecto incongruente”. En cuanto a la descripción formal, da la impresión de que el autor de esta entrada tan precisa tuviera ante sí algunas obras de Kurt Schwitters; de hecho, la definición terminaba afirmando: “Es un tipo de abstracción”, lo que le cuadra muy bien al maestro de Hannover. Pero esta idea limita el collage a una labor de recolección de objetos menudos y más bien planos —tarde o temprano, un campo finito—, cada uno de los cuales es portador de su propia carga iconográfica, lo que seguramente explica la referencia al efecto incongruente que resulta. Es, por eso, una definición restrictiva, que niega libertad al medio. Aquí los fragmentos que integran el collageson elementos a los que se concede una naturaleza fundamentalmente visual, pero que continúan ligados al significado que transportan. Operan en un sentido distinto al que interesa a Matisse, para quien el significado de cada uno de los elementos que interviene en una composición, si lo tiene, es indiferente —tal como carecen de significado una línea de lápiz o un trazo de pincel empapado en óleo— y solo lo adquieren como partes integrantes de una creación artística después de que el autor la da por concluida.
Al accionar su tijera Matisse no solo reconcilió con naturalidad superficie y contorno. También enfatizó su temprana predilección por la masa de color plano. Matisse ya sabía que “un centímetro cuadrado de azul no es tan azul como un metro cuadrado del mismo azul” y ello le había llevado tiempo atrás a abandonar el toque dividido neoimpresionista en favor de una pintura que tendía a expandirse en grandes áreas de color plano. Por lo que respecta al medio del collage—identificado, recordemos, como “un tipo de abstracción”—, la planitud saturada de color, carente de contrastes de valor, acabará por abrir una vía para indagar sobre la composición bidimensional pura, donde la profundidad y otros recursos representativos del espacio realista están ausentes; donde los empastados, las texturas y otros valores plásticos propios de la pintura como materia están ausentes; y donde la expresividad asociada a modelos narrativos tradicionales está igualmente ausente.
En ese punto el collage puede alcanzar autonomía plena y erigirse en un medio que, en palabras de la estudiosa Diane Waldman, “se adapta a nuestra sociedad fragmentada y plural de la misma forma que la invención de la perspectiva cónica reflejó los descubrimientos renacentistas en las artes”. El collage corta y pega, manipula y superpone, a partir de un fondo incesante de motivos visuales libres que genera la cultura contemporánea y que esta está pronta a admitir como el producto característico de un lenguaje propio. Configurado como medio autónomo y no derivado, el collagepuede incorporar sin aprensión, y sin recaer en la dependencia, la imagen fotográfica, la ilustración impresa, la caja de cerillas o el billete de autobús, tal como de forma excelente ha demostrado en su obra Robert Rauschenberg.
El americano superpone los motivos visuales o, más precisamente, los inserta en capas superpuestas de pintura, en un proceso en el cual el valor expresivo propio de cada imagen queda suspendido y supeditado a una intelección del conjunto más difusa o, mejor, más abierta. El valor plástico de cada elemento y, si acaso, su potencial de evocación en un contexto impreciso prevalecen sobre el significado neto original. Así, Rauschenberg puede trabajar desde una distancia intelectual en cierto modo parecida a la de Matisse, pero con la cualidad nueva de recoger libremente de entre los millones de imágenes que produce la cultura contemporánea e incorporar algunas a su obra, no como símbolos parlantes, sino como signos plásticos culturalmente reconocibles por el espectador moderno.
Este ha sido, ciertamente, el lenguaje del siglo xx —y lo seguirá siendo en el xxi—, con el que uno puede, en palabras de Schwitters “crear conexiones, preferiblemente entre todas las cosas del mundo”. Académicamente, esto quedó sancionado, por ejemplo, por la gran exposición que cerró y abrió siglo, entre 2000 y 2001, en Hannover, Dusseldorf y Múnich, y que recopiló una muestra muy amplia de los frutos de esta tradición desarrollada desde Schwitters hasta el presente, “Aller anfang ist Merz. Von Kurt Schwitters bis heute” (con un relevante catálogo que tuvo edición en inglés: In the Beginning Was Merz—From Kurt Schwitters to the Present Day). Allí, los collages del alemán compartían espacio con los de Rauschenberg y otros creadores conspicuos que han explorado a fondo las posibilidades artísticas del medio, como Joseph Beuys, Richard Hamilton, Eduardo Paolozzi, Nam June Paik, Marcel Broodthaers, Robert Motherwell y bastantes más.
La aceptación y generalización del collage como medio característicamente actual ha permitido un espacio de recepción para muchas obras excelentes. También ha ocasionado cierto fenómeno de banalización, cuando no se han asimilado además otras convenciones artísticas contemporáneas, como la planitud, por ejemplo; en especial desde el desarrollo de las técnicas digitales de superposición de imágenes. Basta asomarse a las redes para sentir la catarata de collages vertiéndose en ellas a cada instante. Y, de nuevo, muchos de esos collages corren el riesgo de hacer del medio un medio derivado, constreñido por características esencialmente narrativas. Frecuentemente, de corto recorrido además. En las primeras décadas del siglo pasado, el collage iconográficamente dependiente aspiraba a provocar la reflexión del espectador, desde los ámbitos del combate social o de la experimentación introspectiva. A diferencia de entonces, hoy buena parte de las piezas realizadas parecen perseguir sin más la revelación o el efecto que produce el encuentro aparentemente incongruente de dos o más imágenes expresivas. Tratan de la oposición o superposición de significados iconográficos improbables, en un ejercicio que habría sido digno de mejor causa.
Ya Picasso y Braque manejaron el collage como un recurso plástico, desdeñando generalmente el valor expresivo o simbólico portado por el material elegido. En muchos aspectos, la historia de la evolución del medio desde entonces es la de las aproximaciones de los artistas a su empleo como un instrumento de naturaleza compositiva, no esencialmente narrativa, al servicio del lenguaje plástico. Y la de sus aciertos o fracasos al hacerlo.
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El proyecto Consider the Source, algunas de cuyas imágenes se presentan, pone el acento sobre todas estas cuestiones desde la perspectiva de la Historia del Arte tanto como desde la de la creación artística. La autonomía del medio predominante, el collage, se evidencia en la apuesta por el lenguaje exclusivamente plástico, entroncado en la herencia de las vanguardias históricas y sus desarrollos posteriores. Las obras disponen distintas imágenes y formas juntas, fragmentos tratados como elementos constructivos de una estructura superior. Incluyen rostros, edificios, figuras humanas, dispositivos mecánicos, tipografía, reproducciones artísticas, textos y formas geométricas elementales. Forman en conjunto un archivo de imágenes, una especie de atlas mnemosyne propio que rehúye articular un mensaje explícito y que, en todo caso, podría presentarse como páginas de una memoria personal de afinidades visuales.
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Félix Andrada es el autor del proyecto artístico Consider the Source, recientemente presentado en el Centro Cultural Ciudad Pegaso de Madrid, es historiador del arte, ha publicado diversas piezas sobre arte y artistas e impartido clases en masters y seminarios de arte, diseño y gestión de exposiciones. Como editor de arte, produce catálogos para importantes museos de Europa y América.
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