El idioma inglés y el solipsismo de Estados Unidos
La ubicuidad de esta lengua se ha considerado una ventaja para sus hablantes nativos. Sin embargo, puede estar limitando su visión de la realidad
Branko Milanović 30/08/2017

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Hace algunos meses, Simon Kuper publicó un artículo que me pareció extraño para la edición dominical del Financial Times, en el que sostenía que los hablantes nativos de inglés estaban en desventaja por el simple hecho de que el mundo entero (o, para ser más realista, las clases medias y dirigentes de todo el mundo) es capaz de leer y hablar en inglés. Estos últimos tenían la ventaja de entender completamente a los hablantes de inglés, sus opiniones, prejuicios y motivaciones, y al mismo tiempo esto eliminaba todo incentivo de los hablantes nativos de inglés por aprender idiomas extranjeros (para qué molestarse, si todo el mundo habla tu lengua) y así entender e influenciar a otras culturas que todavía llevan a cabo la mayoría de sus negocios cotidianos en sus idiomas nacionales.
Lo que me pareció curioso en el artículo de Kuper fue que daba la vuelta a la opinión habitual e histórica que afirma que tener extranjeros aprendiendo tu idioma siempre es una señal de superioridad cultural y tecnológica, que consolida esa superioridad, y que por tanto es algo muy deseable. Grecia influyó a los romanos a través de su amor y admiración por el idioma griego (el que Gibbon llamó el “idioma perfecto”), y transmitió así su cultura y su forma de pensar. No en vano, emperadores tan diversos como Adriano, Marco Aurelio y Juliano fueron helenistas, que a menudo se sentían más cómodos hablando griego que el tosco latín. (Estoy escribiendo esto a unos 200 metros de la puerta de Adriano en Atenas).
no hace falta que me extienda hablando de las personas que no saben nada del idioma del país sobre el que escriben, y aun así osan redactar una retahíla de lugares comunes que luego ganan premios en el mundo anglosajón
La ventaja de que otras personas hablen tu idioma siempre se dio por sentada: ayuda a tu cultura, religión u oficio, como se puede ver entre las élites francófonas en Oriente Próximo, las élites anglófonas en el subcontinente indio o en la mayor parte de África. La expansión mundial del cristianismo y del islam es impensable sin el cosmopolitismo del griego, en primer lugar, y más tarde del latín, del inglés y del francés; para el islam, del árabe. Las ganancias para EE.UU. de que haya extranjeros que hablen inglés son inmensas: dominar la cultura popular, el mundo de los medios y los libros o propagar con facilidad las ideas estadounidenses sobre política, filosofía, ciencias y economía. Esas ventajas han llevado al filósofo Philippe van Parijs a afirmar incluso que, para ser justos, los hablantes nativos de inglés deberían compensar a los no nativos por la ventaja “inmerecida” que poseen.
Entonces, ¿cómo pueden unas ventajas tan evidentes convertirse en una desventaja? Aunque no estoy de acuerdo con Kuper, incluso cuando leía el artículo, albergaba una pequeña duda de que en ciertos casos podría tener razón. Y creo que es hasta defendible. El “solipsismo cultural” de los hablantes nativos de inglés sigue empeorando al hablar todo el mundo su idioma de forma más o menos aceptable. Esto refuerza una tendencia muy humana hacia la pereza intelectual que les lleva a comunicarse solo con la gente que habla inglés y aprender todo sobre el país al que viajan, o más en serio, en el que trabajan o sobre el que escriben, a partir de fuentes anglófonas o hablantes nativos de inglés. Esta situación está abocada a proporcionar una visión truncada de la realidad.
Me sorprende observar la indiferencia de los hablantes nativos de inglés, aquellos que efectivamente hablan otros idiomas, hacia los medios de comunicación nativos de los países en los que viven. Puede que algunos de ellos hayan pasado una década o más viviendo en X, incluso hablando su idioma, sin molestarse apenas en leer las noticias escritas en el idioma local o entablar relaciones intelectuales más exigentes en ese idioma.
Me di cuenta de nuevo el otro día cuando estaba viendo en la tele de la habitación de mi hotel un programa ruso de debate político en el que un presentador claramente inteligente, aunque un tanto insolente, discutía con varios invitados las actuales relaciones entre EE.UU. y Rusia. El locuaz presentador controlaba la estructura del programa y, en representación del punto de vista de EE.UU., invitó a un periodista estadounidense que trabajaba en Moscú. Su nivel de ruso era aceptable y hasta creo que sería capaz de mantener una conversación real en ruso si se tratara de una situación en la que solo hay dos personas, él y otro, pero en un programa dinámico de debate donde no controlaba a los otros invitados y se interrumpían constantemente los unos a los otros, sus intentos por participar resultaban sencillamente patéticos. (Creo, sin estar seguro, que a lo mejor había sido invitado precisamente por ese motivo). Como muestra de que vivía completamente en un mundo anglosajón, incluso en Moscú, se refirió a Montenegro (hablando de la expansión de la OTAN), usando “Montenegro” y no “Cherna Gora”, que es como se dice en ruso. En mi opinión, eso demostraba que no leía ni veía noticias rusas que hablaran de la OTAN, sino que se enteraba de la reacción rusa a través de los periódicos estadounidenses y de algunas conversaciones con rusos que hablaban inglés. Justo lo que un corresponsal extranjero nunca debe hacer.
Podría continuar dando ejemplos de ese tipo durante un rato, ya que durante mis viajes he sido testigo de bastantes. Como por ejemplo, el debate sobre la Revolución Rusa que tuvo lugar en Moscú y en el que algunos de los historiadores occidentales más famosos no se sentían lo suficientemente cómodos como para hablar en ruso frente a una audiencia formada por un 99% de rusos (algunos de los cuales tuvieron que recurrir a la interpretación). Imaginaba entonces cómo de raro sería si un francés que hubiera escrito un libro sobre la Guerra de Independencia de los Estados Unidos decidiera hablar en francés durante una conferencia sobre el asunto en EE.UU. También recuerdo un famoso historiador medieval griego y bizantino que pidió que le entregaran la más básica información sobre Atenas en inglés. O un embajador occidental que durante la guerra civil bosnia pronunciaba una y otra vez el nombre de una ciudad asolada por entonces por las balas de la manera (incorrecta) en que se pronunciaba en Washington, no en Sarajevo. Y no hace falta que me extienda hablando de las personas que no saben nada del idioma del país sobre el que escriben, y aun así osan redactar una retahíla de lugares comunes que luego ganan premios en el mundo anglosajón.
En ese sentido, el artículo de Kuper, aunque extremista, contenía algo de verdad. La ubicuidad del inglés ha estimulado la pereza intelectual al hacer que los hablantes nativos de esa lengua sean menos propensos a esforzarse por aprender idiomas extranjeros. E incluso cuando tienen que aprenderlos, para usarlos sobre todo en taxis y restaurantes, no lo hacen para participar de la cultura y el idioma del país sobre el que se supone que tienen que saber y escribir. Les ha llevado a vivir, incluso en lugares a miles de kilómetros de distancia de Estados Unidos, y con culturas completamente diferentes, sumergidos en una burbuja de ideas generada por los medios ingleses y estadounidenses, a creer solo esas ideas y a reforzar el solipsismo que nunca ha dejado de ser fuerte en países bien integrados, grandes y geográficamente aislados como los Estados Unidos.
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Branko Milanović es un economista serbio-estadounidense. Durante casi 20 años fue economista jefe del grupo de investigación sobre Desarrollo del Banco Mundial.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog del autor. Traducción de Álvaro San José.
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Branko Milanović
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