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El delito de sobrevivir (II)

“Tuve que hacerlo, má”

Catalina Suazo llegó a Brooklyn y tuvo que empezar de cero en un país nuevo, sin papeles

Álvaro Guzmán Bastida Nueva York , 8/08/2017

<p>Catalina Suazo Bernárdez, en su casa en Nueva York.</p>

Catalina Suazo Bernárdez, en su casa en Nueva York.

A.G.B.

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Catalina Suazo Bernárdez tuvo un ataque de dignidad en Carnaval. Se había casado mal y pronto con un hombre que le pegaba delante de sus hijos y apenas le ayudaba a mantener a la familia. Cansada de una vida de escarnio continuo, decidió ir a pasar las fiestas a su Trujillo natal. Fue allí donde conoció a Humberto Sandoval, un paisano viudo de la tribu garífuna, como ella, que había emigrado a Estados Unidos y también estaba en Trujillo de visita. Humberto se enamoró de Catalina, y se brindó a ayudarle a pagar el viaje al Norte. Catalina apenas lo dudó. La situación con el padre de sus hijos era insostenible, y en el trabajo las cosas no iban mucho mejor. La maquila que la empleaba, dedicada –caprichos del destino en el sistema de producción deslocalizada— a la confección de uniformes de policía estadounidenses, apenas le pagaba 20 dólares por más de 60 horas de trabajo semanales. “Ya no me gustaba el trabajo porque cada vez trabajaba más y ganaba menos. Aguantábamos con hambre con mis hijos”, cuenta. “A veces tenía que lavar ropa ajena para que nos alcanzara el ingreso.” Era febrero de 2005. Unas semanas después, y a escondidas de su marido, salió de viaje tras la estela de un ‘coyote’, y luego a lomos de ‘la bestia’.

Después de un viaje de tres días en coche desde Texas, Catalina llegó a Brooklyn, donde se encontró con un Humberto enfermo del corazón. Cuatro meses más tarde, murió. Tuvo que buscarse casa y empezar de cero en un país nuevo, sin papeles

Cuando cruzó la frontera a principios de verano junto a un grupo de centroamericanos estaba convencida de que podría quedarse. “Nos habían dicho que había un permiso para gente de Guatemala, el Salvador y Honduras, y fuimos para un parque y esperamos hasta que se hizo de noche”, cuenta. No tardó en aparecer ‘la migra’, que se presentó blandiendo esposas en lugar de los brazos abiertos que esperaba Catalina. “Nos dijeron que ya habían quitado el permiso”. La metieron, junto con sus compañeros de viaje, en una de las célebres ‘hieleras’, pequeñas celdas del limbo migratorio, conocidas así por las bajas temperaturas que soportan en ellas, hacinados, los inmigrantes que esperan el veredicto sobre su destino, a menudo envueltos en mantas de color aluminio, las mismas con las que se cubren los cadáveres en la escena de un crimen. Allí, en una ‘hielera de Houston’, permaneció Catalina durante una semana, hasta que le presentaron unos documentos en inglés. Los firmó sin entenderlos, con la esperanza de que sirvieran para sacarle de la ‘hielera’. “A veces uno ni sabe lo que está firmando”, cuenta. Al día siguiente la devolvieron a Honduras. “Había firmado mi propia deportación”, dice negando con la cabeza, y con la media sonrisa avinagrada de quien ha aprendido algo. Es una lección que recordaría una década después a su hijo Ricardo.

Tras pasar la navidad con sus hijos en Honduras, volvió a hacer el viaje. Encaramada a ‘la bestia’, se esforzaba por no desfallecer. “Mucha gente se cayeron y se mataron”, recuerda. “Yo iba con la mentalidad de apretar los dientes y aguantar despierta el viaje para poder salir de esto y sacar a mis hijos”. Esta vez logró cruzar sin ser avistada. Después de un viaje de tres días en coche desde Texas, llegó a Brooklyn, donde se encontró con un Humberto enfermo del corazón. Cuatro meses más tarde, Humberto murió. Catalina tuvo que buscarse casa y empezar de cero en un país nuevo, sin papeles.

Se instaló en una habitación diminuta en la calle Simpson, del South Bronx, el barrio más pobre de Estados Unidos, a escasos quince minutos de una de las zonas más adineradas del mundo. Pagaba apenas 300 dólares mensuales de alquiler. Para entonces ya había encontrado trabajo lavando platos en un restaurante mexicano en Manhattan. Con la ayuda de un estilo de vida frugal, en el filo de la navaja entre su salario de lavaplatos y la ajustada renta –a precio hondureño en el inframundo neoyorquino— empezó a labrar el futuro de sus hijos. Había dejado a cinco mil kilómetros de distancia tres chicos, de seis, nueve y catorce años, y una adolescente de doce. “Traté de que vivieran cómodamente”, cuenta. Les pagó los estudios y la manutención. Pero el padre de los niños seguía maltratándolos. “Se portaba muy mal con Ricardito. Siempre me llamaba él diciendo que el papá le pegaba. Iba creciendo con ese resentimiento”. Catalina mandaba religiosamente dinero para el alquiler para luego descubrir, por medio del casero o uno de sus hijos, que su padre no lo estaba pagando.

Harta, decidió alejar a sus hijos del padre maltratador e irresponsable que les había dado. Una amiga del Bronx le avisó de que se vendía una casa en uno de los barrios más asequibles de La Ceiba. Decidió comprarla a plazos, de una cuantía similar al alquiler que pagaba por la casa que compartían hasta entonces padre e hijos. Era una casita pintoresca, de color cobre, tejado blanco, zócalos verdes y ventanas del mismo color. Se trataba de alejar a los hijos de su padre, darles tranquilidad, y que siguieran estudiando mientras reunía el dinero para ir trayéndolos. La ubicación, en la serpentina Colonia San Judas, al pie de un camino polvoriento junto al río que conectaba con la calle de la escuela de los niños, le pareció ideal. “Ese fue el gran error mío”, lamenta diez años después.

Ricardo era el primero de la lista para seguir el camino de su madre hacia el Norte. Corría 2009. Con catorce años, Catalina pensó, su hijo tendría tiempo de seguir estudiando en Estados Unidos, ayudarle económicamente; quizá ir a la universidad. “Contacté con un muchacho de allá que trae gente, un coyote como los llaman, y me dijo que Ricardito se alistara”. Pero él no estaba de acuerdo, y le pidió que pagase primero el viaje de su hermano mayor, que tenía mujer y un hijo.

“Preocúpate por Jeffrey, que tiene una familia, y así se le da un futuro a ese niño”. Admirada por la madurez de su hijo, Catalina accedió.

“Tuve que hacerlo, má”

La casita color cobre resultó estar en un avispero. La Colonia San Judas, que Catalina recordaba como una zona humilde pero relativamente segura, se había vuelto en su ausencia un microcosmos del descenso a los infiernos de Honduras y Centroamérica. Las “mafias de pobres”, como apoda a las maras el periodista salvadoreño Óscar Martínez, se habían apoderado del barrio. Catalina apenas había oído hablar de las maras cuando se marchó de Honduras. Pero las pandillas, que operan con relativa autonomía bajo el paraguas de organizaciones transnacionales, habían crecido como la espuma en los años siguientes a su partida, hasta llegar a formar un mosaico de estructuras paraestatales sin estado con el que rivalizar. Su gestación y ascenso, como ha documentado Martínez, son inseparables de las políticas estadounidenses.

Cuando David, que apenas tenía catorce años, levantó la vista, vio cómo ambos mareros se apoyaban el dedo índice sobre la garganta, y lo deslizaban de lado a lado del cuello con la mirada fija sobre él

A principios de los 80, la guerra civil de El Salvador impulsó a decenas de miles de refugiados a California. Muchos se establecieron en el Sur de Los Ángeles, por aquel entonces un nido de exclusión y delincuencia dominado por pandillas violentas. Allí surgieron la Mara Salvatrucha y su rival acérrimo, el Barrio 18, que se cruzaría en la vida de Ricardo veinte años más tarde. A finales de los 90 el gobierno de Bill Clinton decidió quitarse el problema de encima llenando aviones de pandilleros hondureños, salvadoreños y guatemaltecos que devolvió a sus países de origen. La gran mayoría había salido de Centroamérica como niños que escapaban de la violencia. Volvían a casa con un máster en delincuencia organizada, cortesía de los Estados Unidos de América.

Coincidiendo con el desplazamiento al Norte de la hasta entonces andina guerra contra las drogas –en la que los frentes de batalla se dibujan en Washington, pero los cadáveres se cuentan al Sur del Río Grande— los mareros encontraron un terreno fértil en los estados endebles y empobrecidos de Centroamérica. Los tratados de inversiones hicieron el resto: el régimen delineado por el mismo gobierno Clinton entre mediados de los 90 y los primeros 2000 reducía a escombros la agricultura centroamericana, al tiempo tendía la alfombra roja a las maquilas, macrofábricas con microsalarios a las que las grandes empresas textiles del norte desplazaron la producción de ropa. La Ceiba fue uno de los primeros bastiones maquiladores de Honduras. En una de esas fábricas trabajaba para malvivir Catalina Suazo hasta el carnaval de 2005, y en una de ellas estaban condenados a trabajar para malvivir su hijo Ricardo y decenas de miles de jóvenes. En ese caldo de cultivo afianzaron e institucionalizaron su sistema ‘minorista’ de extorsión las maras importadas del Norte, que crearon células relativamente autónomas integradas por jóvenes sin futuro, capaces de matar –y de morir— por un puñado de dólares. Barrios como San Judas, en la periferia de La Ceiba, junto al río Cangrejal, resultaban el caladero perfecto para reclutar pandilleros. Allí, en una casita color cobre con un puñado de adolescentes fornidos sin compañía aparente de adultos, fijaron sus ojos los mareros del barrio.

Desde poco después de mudarse, y mientras llegaba con cuentagotas el dinero de su madre para amueblar la casa, los hijos de Catalina observaban el merodeo de los pandilleros. Asistían a través de los barrotes verdes que cubrían sus ventanas a una guerra sorda entre pandillas para hacerse con su barrio. La Mara 18 (también conocida como El Barrio 18), que terminó imponiéndose, empezó acto seguido a estrechar su cerco sobre la casa de los Arzu-Suazo. Cada mañana, al salir por la puerta camino del colegio, Ricardo y sus hermanos veían a los pistoleros recostados sobre el murete que rodeaba la casa. Pronto empezaron a seguirles hasta la escuela en el autobús. Un día, el autobús no llegó. Al día siguiente volvió a aparecer, pero con un chófer diferente. Ricardo preguntó qué había pasado con el conductor habitual: hacía un mes se había hartado de pagar las doscientas lempiras semanales que le exigía la mara. Lo acribillaron a balazos delante de sus hijos. Murió por treinta y cuatro dólares.

“Se fijaron en mi hermano menor”, recordaba años después Ricardo, con el ceño fruncido de rabia y un nudo en la garganta. “Siempre venían al muro del colegio a ponerse ahí arriba a ver a la gente y lo señalaban a él. Empezaron a robarle a los niños del colegio y los mismos maestros no hacían nada ni le llamaban a la policía”. Un día, al salir de clase, Ricardo vio cómo dos ‘mareros’, uno de ellos pistola en mano llamaban la atención de su hermano David a gritos. Cuando David, que apenas tenía catorce años, levantó la vista, vio cómo ambos mareros se apoyaban el dedo índice sobre la garganta, y lo deslizaban de lado a lado del cuello con la mirada fija sobre él. Los mareros repitieron la macabra coreografía un par de veces antes de que uno escupiera en el suelo y se marchasen. Esa noche, Ricardo habló con David, que le dijo que el mensaje de la amenaza estaba claro: “Te quieren a ti”.

No hubiera sido el primer menor al que asesinaban: de los más de 200 homicidios anuales que cometen las maras en La Ceiba, varias decenas mueren sin haber cumplido la mayoría de edad

Ricardo pasó varias noches sin dormir, pensando en cómo evitar que los mareros cumplieran su amenaza y ejecutasen a su hermano pequeño. No hubiera sido el primer menor al que asesinaban: de los más de 200 homicidios anuales que cometen las maras en La Ceiba, varias decenas mueren sin haber cumplido la mayoría de edad. Probó a hacer madrugar a la familia para evitar toparse con los pandilleros camino del colegio, solo para comprobar que seguían esperándoles a la salida de clase, si cabe más rabiosos. “No teníamos otro colegio al que ir”, contaba años más tarde. “Estaban ahí todos los días. Y ya sabían dónde vivíamos”. Una tarde, al regresar de jugar un partido de fútbol después de clase, se encontró con media docena de mareros en su cocina. Su hermana, para entonces madre de una bebé, hervía unos pedazos de carne entre sollozos. Habían entrado en la casa a la fuerza para obligarle a que les hiciese la cena. La habían manoseado entre risas e insultos. Ricardo les pidió que salieran, y se enfrentó a ellos, preguntándoles que tenía que hacer para que dejasen en paz a su familia: “Me dijeron que ingresara a la mara yo con ellos, y que si no me iban a hacer ver cómo mataban a mis hermanos y luego me iban a matar a mí también”, recordaba años después. Al día siguiente, Ricardo llamó a su madre y le dijo que reuniera el dinero para llevarse a su hermana y sobrina recién nacida cuanto antes.

Unas semanas después, en el invierno de 2013, Catalina estaba en una tienda de teléfonos en Manhattan cuando recibió otra llamada de su hijo: Ricardo hablaba rápido, apilando unas frases encima de otras. Su madre apenas lograba entenderle. Los mareros, le contó, habían vuelto al colegio a buscar a David, pocos días después de que este retomase las clases, que había abandonado durante casi tres meses después de la primera amenaza. Habían vuelto a amenazarle de muerte y esta vez le habían golpeado. “Ya no podía más. Ingresé”, le dijo. “Tuve que hacerlo, má; tuve que hacerlo”.

Ricardo apenas sabía nada de la mara, más allá del pánico que los pistoleros habían inyectado en él, su familia y su país. En el periodo de su incorporación mediaba una relativa calma. La M-18 había acordado la paz con otras maras, que coincidía asimismo con un bajo nivel de violencia entre las fuerzas de seguridad de un estado cada vez más corrupto y el crimen organizado. La mara se centraba pues en la extorsión y los robos para enriquecerse y consolidar su fortaleza en el territorio. No eran tiempos de emboscadas y batallas a campo abierto, sino de asaltos a casas de ricos. Ricardo aprovechó su bisoñez para encontrar el cometido más inocuo posible.  “Me querían obligar a estar robando”, recordaba años más tarde. “Algo que yo nunca he hecho en mi vida ni me gusta hacerlo porque he visto las consecuencias y eso no trae nada bueno”. Cuando se negaba a allanar casas de familias adineradas, le tocaba aguantar los insultos y los golpes, y esperar en la puerta, ‘walkie talkie’ en mano, para avisar si aparecía la policía. “Ellos caminaban con armas grandes y siempre tenía miedo de que me disparen”, recordaba años después. “Mi vida se ha vuelto muy mala porque he vivido cosas que no quería. Si les decía que no, ellos me empezaban a golpear”.

Una noche del otoño de 2014, dos mareros insistieron en que fuera Ricardo el que entrase en una de las casas que iban a robar, armado con el fusil que le entregaron. Les dijo que no quería hacerlo, que esperaría afuera, como de costumbre, con el ‘walkie talkie’. “Me dijeron: ‘Por ley lo vas a tener que hacer’”. Yo les dije que no sabía cómo usar el arma, y que no iba a entrar”. La paliza que le dieron le dejó inconsciente, incapaz de abrir el ojo derecho por la hinchazón en una semana. El médico le diagnosticó una conmoción cerebral.

Dos mañanas después, los mareros echaron abajo la puerta de la casita color cobre. Buscaban a Ricardo, que no se había presentado después de la última paliza. Su hermano David, que se había mudado a Tegucigalpa para jugar con la selección hondureña juvenil de fútbol, estaba pasando unos días en casa. Furiosos, los mareros le agarraron del cuello: “Si Ricardo no sale esta noche, te matamos a ti. Te vamos a buscar a Tegucigalpa o donde sea”. Esa tarde, David llamó por teléfono a Catalina para pedirle que le sacara a él también de Honduras. “Busqué a alguien que me lo trajera”, recuerda entre lágrimas Catalina, desde su diminuto apartamento repleto de fotos de sus hijos en una decrépita torre de vivienda pública del Bronx, donde los ascensores casi nunca funcionan y las escaleras nunca dejan de apestar a orina. “Tuvo que dejar todo… Estaba a un paso de la Selección”. El 22 de mayo de 2015, el penúltimo hijo de Catalina llegó a Nueva York para reunirse con ella.  

Tres días más tarde, Ricardo llamó a su madre y le dijo: “Má, ya me quiero venir yo también”.

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Autor >

Álvaro Guzmán Bastida

Nacido en Pamplona en plenos Sanfermines, ha vivido en Barcelona, Londres, Misuri, Carolina del Norte, Macondo, Buenos Aires y, ahora, Nueva York. Dicen que estudió dos másteres, de Periodismo y Política, en Columbia, que trabajó en Al Jazeera, y que tiene los pies planos. Escribe sobre política, economía, cultura y movimientos sociales, pero en realidad, solo le importa el resultado de Osasuna el domingo.

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