Turistas y emigrantes
En los tiempos del turismo de masas, puede que los únicos viajeros que no resultan frívolos sean los emigrantes
Elisenda Julibert 19/05/2017
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Claude Lévi-Strauss empezaba sus Tristes trópicos, publicado por primera vez en 1955, con una frase lapidaria: "Odio los viajes y a los exploradores", que aclaraba unos párrafos más adelante: "Hoy, ser explorador es un oficio; oficio que no consiste, como podría creerse, en descubrir, al término de años de estudio, hechos que permanecían desconocidos, sino en recorrer un elevado número de kilómetros y acumular proyecciones, fijas o animadas, si es posible en color, gracias a lo cual se colmará una sala durante varios días con una multitud de oyentes para quienes vulgaridades y trivialidades aparecerán milagrosamente trasmutadas en revelaciones, por la única razón de que, en vez de plagiarlas en su propio medio, el autor las santificó mediante un recorrido de 20.000 kilómetros. ¿Qué oímos en esas conferencias y qué leemos en esos libros? La lista de las cajas que se llevaban, las fechorías del perrito de a bordo y, mezcladas con las anécdotas, migajas insípidas de información que deambulan por todos los manuales desde hace un siglo, y que una dosis de desvergüenza poco común —pero en justa relación con la ingenuidad e ignorancia de los consumidores— no titubea en presentar como testimonio, ¡qué digo!, como un descubrimiento original".
Curiosamente, lo que en Francia era un fenómeno reciente en los años 50 del siglo pasado, lo es desde hace algún tiempo en España, sesenta años más tarde. Hoy, las secciones de viajes en las librerías y en los periódicos, y la literatura de viajes en las editoriales, ya tienen un espacio significativo y, como entonces en Francia, también aquí tenemos ya a nuestros viajeros profesionales. Pero, al parecer, los años no han pasado en balde: los viajeros, que siguen multiplicándose como entonces, a estas alturas están inmensamente contrariados porque los lugares a los que van están llenos de gente. De viajeros, ¿no?, piensa una. "No, ¡de turistas!", suelen contestar los viajeros. Por lo visto, el medio siglo transcurrido entre la realidad que describía Lévi-Strauss y el presente ha traído la plaga más odiada por los viajeros: los adocenados turistas, despreciables porque estropean el paisaje, lo vulgarizan, lo desconocen y desvirtúan la singularísima experiencia del viajero al invadir los espacios donde antes era posible andar en solitario. Sabemos que están contrariados porque leemos a menudo sus lamentos en la prensa o en los libros: ¿por qué no se quedará la gente en casa, leyendo nuestras magníficas obras sobre París, Nueva York, Londres, las islas griegas, Estambul, Antioquía, o, los más audaces, Nigeria, el Congo, Tíbet, Amazonia…? ¿Es que no se dan cuenta las masas de que cuando se desplazan tan sólo se transforman en vulgares turistas? La mayoría de personas que viajan —nos advierten— son incapaces de ver todo lo que los ojos de un viajero experimentado contemplan. Entonces ¿no escriben para los odiosos turistas sino tan sólo para sus pares, los auténticos viajeros?
los viajeros, que siguen multiplicándose como entonces, a estas alturas están inmensamente contrariados porque los lugares a los que van están llenos de gente
Para el caso, tanto da, pues hoy los viajeros ya son legión, en buena medida porque gran parte de ellos se encuentra entre los turistas, a los que desgraciadamente han conseguido convencer de que para justificar sus desplazamientos deben pretender haber descubierto algo. Y es que, por más que les pese a los viajeros, hoy son tan sólo turistas lamentables, es decir, turistas con falsa conciencia. Hay más dignidad en el turista mondo y lirondo, que viaja como quien sale a tomar el fresco, que en el supuesto viajero, y sospecho que esto ya ocurría en la época de Lévi-Strauss, que no deploraba la proliferación de turistas sino de viajeros, es decir, no se quejaba de la masificación sino tan sólo de la mistificación (por lo demás, lamentarse de la masificación es tan humano como acusar sólo el tufillo del sobaco ajeno, pero no es una queja demasiado útil ni justa).
Sin embargo ¿qué hacían los añorados viajeros antes de convertirse en turistas? La verdad es que, si nos atenemos al conocimiento de la humana naturaleza y de los textos, no parece que la extraña actividad burguesa practicada por los llamados viajeros desde el siglo xviii fuera muy distinta en esencia —con honrosas excepciones en todos los tiempos— a la que practican los turistas —que por comparación al menos tienen la virtud de no torturar a los lectores con sus trivialidades, excepto cuando por arte de magia se transforman en viajeros—, con la única diferencia notabilísima de que era minoritaria. Así que, aunque los viajeros de hoy estén convencidos de que el mero hecho de desplazarse por puro amor al desplazamiento o la aventura los igualaría a Humboldt, a Goethe o a Byron si pudieran viajar en petit comité, sospecho que lo que distinguía a esos individuos no era su pertenencia a una minoría, ni siquiera la manía ambulatoria, ni el afán de aventura: basta leer a esos autores y a los actuales viajeros para advertir la diferencia. Al hacerlo, una sospecha que nuestros viajeros de hoy detestan la masificación por el simple hecho de que sus observaciones sólo resultarían de interés si nadie más hubiera posado los ojos en las mismas cosas o lugares que ellos. Posiblemente, si sus "revelaciones" se limitan a simples vulgaridades y trivialidades, es porque se extasían con su propia cultura: son perfectos fetichistas, y la única justificación de sus pasatiempos ante los lectores es apelar a las autoridades viajeras, de modo que ascienden una montaña convencidos de que saber que Petrarca lo hizo convierte su ejercicio en una proeza, o recorren un camino porque Goethe anduvo por él y eso sólo hace de un inofensivo paseo un solemne peregrinaje. Cualquier experiencia está echada a perder en su caso, adulterada, porque la disfrutan en la medida, precisamente, en que es de otro, en particular de algún fetiche de la Cultura. Por lo demás, algunos de los tópicos que esgrimen extasiados los actuales viajeros delatan su estupidez: parecen no darse cuenta de que, desde Ulises hasta los conquistadores, en ningún caso la razón de esos "viajes" era el placer individual, sino la voluntad de enriquecerse invadiendo alguna ciudad enemiga o conquistando nuevos continentes y explotando a sus habitantes, cosa que sin duda no dignifica esas empresas, pero al menos las explica, pues de otro modo resultan incomprensibles —o profundamente nihilistas.
no parece que la extraña actividad burguesa practicada por los llamados viajeros desde el siglo xviii fuera muy distinta en esencia —con honrosas excepciones en todos los tiempos— a la que practican los turistas —
De modo que la reticencia de Lévi-Strauss hacia ese género de la literatura mistificador, que no sólo banaliza la antropología sino que pretende arrebatar la dignidad a quienes se ven obligados a desplazarse, parece señalar a los únicos viajeros que no resultan frívolos: los emigrantes de todas las épocas, una buena parte de ellos víctimas de las empresas de conquista (Heródoto, por ejemplo) con las que hoy se extasían nuestros nostálgicos viajeros. Los ríos de tinta que los viajeros han vertido en sus prescindibles libros, y la mística del viaje que éstos segregan, lejos de atestiguar la plenitud de sus vidas, como querrían, sigue siendo tan sólo un síntoma de la vacuidad de la existencia de algunos individuos en las sociedades de consumo, y posiblemente a ello se deba el empeño en convencerse y convencernos de que su trajín supone una especie de redención secular. Sin embargo, tanto para ellos como para los turistas, los viajes son sofisticados objetos de consumo, destinados a proporcionarles diversión o experiencias —pues tal es la última vuelta de tuerca del consumismo, la mercantilización de la experiencia—. Para los emigrantes, en cambio, sin duda no hay placer, ni seguramente redención, pero al menos podemos entender por qué viajan y la razón de su periplo no es mendaz.
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