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Lectura

Serbia, la caja de pandora

Capítulo del libro ‘Mi nombre es refugiado. Crónica de un exilio’

Irene L. Savio / Leticia Álvarez Reguera 1/02/2017

<p>La pequeña Abir, de 12 años, sostiene en brazos a su hermano de cuatro meses en el centro de refugiados de Krnjaca, en los suburbios de Belgrado. </p>

La pequeña Abir, de 12 años, sostiene en brazos a su hermano de cuatro meses en el centro de refugiados de Krnjaca, en los suburbios de Belgrado. 

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Tic, tac

Cuando se escucha el ronroneo del motor, ya es de noche. Ya han llegado.

Es abril de 2016. A la luz pálida de la tarde, la plaza delante de la estación de autobuses de Belgrado es un crisol de gente. Hay jóvenes serbios que pasan mirando distraídos sus teléfonos, prostitutas gitanas que aguardan clientes en las esquinas y policías que vigilan, relajados, caminando adelante y atrás. La preocupación se concentra en los rostros de centenares de migrantes que, inquietos y cansados, buscan medicinas, comida e información. Forman cola en la calle Nemanjina, donde está el dentista. Aguardan en un costado de la plaza, donde se encuentra el centro Miksalište, que atiende hasta las cuatro de la tarde. En la plaza, sobre baldosas grises, algunos juegan al voleibol para aliviar la tensión. La incógnita es qué hacer, adónde ir, cómo sortear la ruta después de que Bruselas hiciera estallar en mil pedazos el sueño de llegar sanos y salvos a Europa. La mayoría, dicen ellos y confirman médicos y voluntarios, ha llegado a Serbia en los últimos días, después del cierre de la ruta balcánica.

—¿Se llega hasta el norte? ¿Se pasa por Hungría?--, preguntan.

La incógnita es qué hacer, adónde ir, cómo sortear la ruta después de que Bruselas hiciera estallar en mil pedazos el sueño de llegar sanos y salvos a Europa

La doctora Nevena Radovic[1] cuchichea una frase a su asistente y avanza. Mezclada entre mirones, hace preguntas y tranquiliza. La improvisada clínica en la que atiende es una furgoneta de seis metros de largo y un cartel, pegado en el interior del vehículo, que ofrece poco espacio a la imaginación. “Con agua caliente. Para pacientes con sarna”, se lee[2].

—¿Cuándo te pusieron esos puntos de sutura? ¿Tomaste el antibiótico? ¿Te pica la mano? ¿Cuántos días llevas aquí? Yek, do, seh [Uno, dos, tres]?– dice Nevena en farsí.

Después, se ríe.

—No sabía farsi[3]. Lo aprendí ahora.

Después, se ríe.

–No sabía farsí. Lo he aprendido ahora.

Aunque aparente alguno más, Nevena tiene treinta y cinco años, la piel blanquísima, la cara redonda y unos ojos negros que se escapan todo el tiempo. Se está especializando en Traumatología y Cuidados Intensivos en Belgrado. Su viaje por los infiernos del dolor migrante empezó en diciembre de 2014, cuando, ajenos a la entonces desatención mediática, miles de ellos empezaron a entrar ilegalmente en Serbia. Nevena fue la primera doctora en llegar al lugar, la única que ha estado allí desde el comienzo de la ola migratoria.

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Septiembre de 2015. Hanaa Ismael, originaria de la ciudad siria de Al-Qamishli, y su marido caminan a grandes trancos por el campo de acogida en el que viven en Irak. Son sirios. Y kurdos. Hace un tiempo, cuando los yihadistas se instalaron en Irak, el marido de Hanaa pensó que mudarse a un lugar donde dormir tranquilos era lo mejor para su familia. La inversión no resultó mala. Todavía están vivos.

No obstante, los Ismael son una familia trastornada. No solo por el trabajo que no tienen. No solo por sus ahorros, que se están agotando. No solo por su casa, que quizá no verán nunca más. El trastorno que experimentan los Ismael está en que sienten que ni ella ni él lograrán rehacer sus vidas. No es un abismo interior, es una pesadilla que ya ha desvanecido incluso el recuerdo de su vida anterior. Duermen en colchones infestados de pulgas si tienen suerte, o tirados en cartones, dentro de tiendas de campaña que se inundan si llueve, donde existe la misma intimidad que en el establo de una granja. Se dirigen a los voluntarios, que los llevan a otros voluntarios que les dicen que no hay dinero. La situación humanitaria es grave, sobre todo en los países vecinos de Siria –Jordania, Líbano y Turquía–, donde se acumulan un sinfín de desplazados. La ayuda internacional ya no llega como antes[4]. Todas las agencias de la ONU involucradas han sufrido recortes, en plena guerra.

En un momento dado, la vida de los Ismael cambia para siempre. El marido de Hanaa lee en internet que los precios para pasar por mar desde Turquía hasta el primer país europeo, Grecia, han bajado. Ahora hay ofertas. Tal vez se pueda llegar. También lee que Alemania está recibiendo a muchos migrantes, que ofrece ayuda. Llegar a Europa se convierte así en una obsesión. El gran problema es que están a merced de las circunstancias. Tienen dos niños y Hanaa está embarazada. Deciden que solo el marido de Hanaa irá. Más tarde le seguirá el resto de la familia.

Al salir de viaje, Hanaa siente una tristeza terrible por la separación. Sin embargo, en menos de un mes, su esposo estará en Alemania, antes de que Víktor Orbán, el polémico primer ministro húngaro, levante otra valla en la frontera serbo-húngara[5].

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Nevena se encuentra ahora en Preševo. Es el centro de acogida temporal más grande de Serbia [6]. Ha cumplido su trabajo todos los días, bajo la misma rutina. Cuando se sospechó que la ruta de los migrantes iba cambiando, ella y la furgoneta de seis metros se  emparejaron para trasladarse hasta el sitio. Las llegadas a Serbia aumentaron de una manera muy rápida y cuantiosa a partir de mayo de 2015. La mayoría llegaron del confín con Macedonia, y en menor medida, de Bulgaria y Montenegro. Ya pasaban por ahí desde 2012, pero, uno tras otro, los caminantes se fueron acumulando a ritmos sin precedentes[7]. En el camino, entre la fauna de iraquíes, sirios, afganos y africanos, se fueron sumando policías, abogados, delincuentes, vendedores de esperanzas, coyotes y sin-oficio.

Las llegadas a Serbia aumentaron a partir de mayo de 2015. La mayoría llegaron del confín con Macedonia, y en menor medida, de Bulgaria y Montenegro

Nevena piensa que Bruselas, Alemania y los líderes europeos hicieron oídos sordos hasta que no se pudo más, hasta que el mundo conoció la desesperación captada por las cámaras de televisión. Imágenes de otra época, de miles de migrantes que, llegados a pie a Serbia, pasaban dos, máximo tres días, en el país, durmiendo en las calles, incluso a orillas del Danubio en Belgrado, para seguir luego su viaje. Imágenes de una caja de Pandora que Europa no quiso abrir hasta que no tuvo más remedio, una caja en la que encerró todos sus egoísmos.

¡Idiota!

Un camionero barbudo se fuma un cigarro delante del paso fronterizo de Bajakovo/Batrovci y bufa. Delante y detrás de él, decenas de camiones con todo tipo de mercancías esperan su turno para entrar en Croacia. Llevan ahí horas. Provienen de Serbia y no pueden ingresar a causa del cierre total de la frontera; una decisión de Zagreb debido al fuerte flujo migratorio. Es septiembre de 2015 y el ping-pong de insultos, represalias, ataques a través de la prensa y brotes de nacionalismo llega a su nivel más alto entre Croacia y Serbia.

Durante una semana, los Balcanes parecen retrasar las agujas del reloj una década y media, hasta el periodo de reconciliación y diálogo que originó el fin de las guerras por la desintegración de Yugoslavia. El motivo es que, a causa de la extraordinaria ola migratoria que está acusando la región, las fronteras de Hungría, Serbia y Croacia –una importante puerta de entrada para las mercancías provenientes de Turquía y Oriente Medio, y dirigidas hacia Europa del norte– se encuentran bajo una presión altísima[8]. Algo que está poniendo en riesgo el siempre frágil equilibrio político de los Balcanes.

–Es como el juego de las sillas, quien queda de pie, chilla– observa sarcástica la periodista croata Vesna Fabris.

–¿Qué quiere decir?– le pregunto.

–La verdad es que todos temen que los refugiados se queden en su país. Los problemas llegan cuando se rompe el engranaje. Algo muy fácil por estas tierras– observa Vesna.

Después de semanas de no saber de su marido, Hanaa oprime con tal vigor el teléfono que le duelen los dedos. A veces llora

A la sexagenaria Vesna le fatigan estas riñas balcánicas. Ya vivió la guerra de los noventa. Esta vez, la trifulca ha renacido el 18 de septiembre, cuando Croacia, desbordada por una cantidad de llegadas que no esperaba, tomó la decisión de cerrar varios de sus pasos fronterizos con Serbia, impidiendo también la entrada de decenas de transportistas dirigidos al norte de Europa. Serbia se quejó y le dio un plazo límite a Croacia. Esta lo ignoró, y Serbia, en represalia, prohibió la entrada de productos croatas en su país. En respuesta, Croacia vetó no solo la entrada de “vehículos con matrícula de serbia”, sino también la entrada de “personas de nacionalidad serbia”. En la capital serbia se hicieron rápidamente las cuentas. “Si el bloqueo no se levanta, el daño asciende a 21 millones de euros por día”, dijo Bojan Djuric, de la Cámara de Comercio belgradense. “Hay productos que Serbia exporta, como las manzanas, que normalmente son enviados a Alemania y Austria, que no viajan en camiones climatizados”, denunció Dusan Nikolic, de la Asociación para el Transporte Internacional de Belgrado. El contraataque no se hizo esperar. El tabloide serbio Kurir, uno de los diarios de mayor circulación, tituló que el primer ministro croata, Zoran Milanović, era un “idiota”. “Estas medidas pueden compararse con las que se tomaban en la Croacia fascista”, añadió el ministerio de Exteriores serbio. Mientras, la entonces oposición política croata, la conservadora Unión Democrática Croata, también azuzó los ánimos, claramente con la vista puesta en los futuros comicios de noviembre.

Al final intervino la Comisión Europea, arrancándole a Croacia la promesa de reabrir sus fronteras, algo que hizo cuatro días después. Eslovenia, la siempre astuta Eslovenia, se mantuvo callada; eso sí, con sus fronteras casi completamente sigiladas y con pocos –poquísimos– migrantes de paso[9].

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Después de semanas de no saber de su marido, Hanaa oprime con tal vigor el teléfono que le duelen los dedos. A veces llora. Cuando finalmente lo oye, la conversación es corta y nerviosa. Está bien, pero no tiene buenas noticias. El procedimiento para solicitar el asilo político es más lento de lo que creía. Y ya es diciembre, es invierno. En toda la región, se atienden centenares de casos de hipotermia. Las temperaturas son bajas en los Balcanes, muy bajas. Viajar se torna peligroso. Dos cadáveres, el de una treintañera y el de una adolescente, han sido encontrados por la policía búlgara cerca del paso Malko Tarnovo, entre Bulgaria y Turquía, donde cruza el río Deliyska[10].

Los cazadores de migrantes búlgaros y las feministas de Atina

–Era de noche y estábamos en los bosques. De repente, vimos luces y escuchamos ruidos. Eran los búlgaros. Empezaron a golpearnos, nos soltaron los perros… Todavía oigo esos ladridos– cuenta Masooud, rodeado por sus compañeros de viaje (Wajid, Mohsin, Rehmaallah, Sherwali y Bilal), casi todos afganos, todos visiblemente menores de edad y solos.

Están acampados al aire libre, al lado de la estación de autobuses de Belgrado, delante de la Facultad de Economía, el punto de reunión desde hace un año y medio, el lugar adonde acuden muchos de los que, llegados a Serbia, quieren ir hasta Bulgaria y posteriormente al norte.

Ya es abril, y Bazgud, carpintero de la provincia de Kunar, Afganistán, muestra una herida en la pierna.

–¿Ves? Esto fue por un porrazo que me dieron en Bulgaria. Los talibanes mataron a mi mujer. ¿A dónde quieren que vaya?– afirma.

Las temperaturas son muy bajas en los Balcanes. Dos cadáveres, el de una treintañera y el de una adolescente, han sido encontrados cerca de la frontera entre Bulgaria y Turquía

Como él, no son pocos los que relatan vejaciones de la policía y de las mafias en suelo búlgaro[11]. Algunos incluso hablan de sobornos pagados a los agentes. Muchos han entrado ilegalmente provenientes de Bulgaria, los menos dicen provenir de Macedonia. Las fronteras han sido cerradas a cal y canto por decisión de Bruselas, pero los caminantes no han dejado de viajar. Eso sí, ahora solo emprenden la ruta los más afortunados, aquellos con mayor capacidad para pagar a las mafias y en buen estado físico. Entre ellos está Sharif, quien dice tener treinta y tres años. Yace debajo de un árbol envuelto en una manta de una agencia internacional.

–Yo les di mil quinientos euros a las mafias, y la primera vez no lo logré. La segunda, partí con un grupo y estuve dos días en los bosques– cuenta.

Nevena se lleva las manos cubiertas con guantes de plástico a los párpados. Sigue preocupada por la sarna.

–Ayer llegaron, tan solo aquí, doscientas cincuenta personas, de las cuales atendimos a cincuenta con problemas médicos, algunas con sarna. No es una enfermedad grave, pero sí bastante contagiosa.

–Ahora la gran mayoría son afganos, pero también hay iraquíes, pakistaníes, subsaharianos, magrebíes y sirios. Y hay muchos menores– la interrumpe Amir, un serbio de origen libio que hace de intérprete durante las consultas médicas.

–Es difícil imaginar que ya no entren. En esta plaza, de momento, los números son como los del año pasado en esta época– añade Nevena.

También hay quien muestra cicatrices de proyectiles y navajazos, en un remoto gesto de convencer de su condición de perseguido. Por eso, ahora ya no solo quieren ir a Alemania, también barajan quedarse en Italia, Francia o incluso en países considerados hasta ahora de paso, como Serbia. “Hemos observado un aumento de solicitudes de asilo en Serbia”, admitió a principios de abril el responsable regional de ACNUR, Hans Friedrich Schodder. Pocos días después, la policía serbia arrestó a cinco migrantes acusándolos de ser traficantes.

Ya no solo quieren ir a Alemania, también barajan quedarse en Italia, Francia o incluso en países considerados hasta ahora de paso, como Serbia

La situación ha llegado a tal punto en el centro de solicitantes de asilo de Krnjaca, en los suburbios de Belgrado, que las autoridades serbias dieron la orden de remodelar algunas barracas. Allí, en lo que tiempo atrás fueron las residencias de los obreros de la fábrica Ivan Milutinovic, viven, desde 1992, los desplazados de las guerras de los noventa, así como los serbios de Bosnia, de Croacia e incluso de Kosovo. En decrépitas habitaciones de apenas ocho metros cuadrados. Estos se mezclan actualmente con los migrantes más enfermos, muchas mujeres con niños y los que ya no tienen dinero para pagar su viaje. Hanaa Ismael es una de ellas. Su grupo está compuesto por otra mujer, el joven hijo de su hermana y cinco niños. Para cruzar desde Bulgaria caminaron diez horas, en lugar de la hora prometida por los traficantes, pero lo lograron.

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Nevena y Hanaa se han encontrado por primera vez aquí, once días después de que Hanaa llegara a Krnjaca. Nevena, con cara de mujer resuelta, atendió a la recién extendida familia de Hanaa, y en particular a su pequeño bebé, de cuatro meses. Nació poco antes del viaje y crece flaco y larguirucho. También está gravemente enfermo de bronquitis.

–Sobrevivirá– dice Hanaa esbozando una sonrisa.

El marido de Hanaa ha vuelto a llamar. No son buenas noticias. Alemania ha suspendido los procedimientos para las reunificaciones familiares

Tiene unos bellísimos ojos azules adornados por un hijab que envuelve un rostro roído. Su hermosura se agotó en pocos meses, pero intenta no perder la compostura. A su lado está sentada su hija Abir, de doce años, cuyo perenne mutismo suscita inquietud[12].

—Y cuando seas grande, ¿qué quieres ser?

—Maestra.

El marido de Hanaa ha vuelto a llamar. Pero esta vez tampoco son buenas noticias. Le ha dicho que Alemania ha suspendido los procedimientos para las reunificaciones familiares[13].

Así, Hanaa deja pasar las tardes acurrucada en la habitación de su centro de acogida. Un día se irá, pero aún no sabe cuándo.

Rima Kilani escucha los relatos con los ojos entrecerrados. Rima conoce a Hanaa y a Nevena, y sabe que ella es una afortunada, pues su exmarido era serbio y por ello, después de que un coche bomba explotara delante de sus ojos en Damasco, obtuvo el estatus de refugiada. Llegó a Serbia sin mucho percance. Ahora trabaja como mediadora, ya que conoce el árabe, el inglés y el serbio. Es su forma de devolver un trozo de la suerte que tuvo. Su jefa es Marijana Savic, la directora de Atina, una ONG feminista de Belgrado.

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En sus oficinas de Belgrado, Marijana saborea un café junto a Jelena Hrnjak, otra voluntaria. A ratos parece perder el buen humor. Tiempo atrás, Marijana, Jelena, Rima y el otro centenar de mujeres de la ONG se ocupaban solo de la violencia de género, pero, por emergencia, ahora se han involucrado en dar ayuda humanitaria a los que van llegando, en particular a las mujeres.

–Mujer y migrante. ¿Sabe qué significa eso?

–¿Qué?

–Es uno de los dramas más escondidos. Porque ellas, que vienen de guerras y sociedades misóginas, no denuncian. Por miedo y porque no quieren retrasar su viaje. Aun así, nosotras hemos encontrado señales muy evidentes en más de una ocasión.

–¿De qué habla?

–De abusos sexuales. De los abusos, los manoseos, los acosos, las vejaciones e incluso peticiones de sexo como moneda de cambio para abaratar el precio del viaje por parte de los traficantes. Son muchas las mujeres que han padecido durante esta ola migratoria.

Rima no se inmuta. Es como si conociera desde hace tiempo esos peligros.

A principios de 2016, la Agencia de la ONU para los Refugiados, el Fondo de Población de las Naciones Unidas, la Comisión de Mujeres Refugiadas y Amnistía Internacional denunciaron públicamente el fenómeno de los abusos sexuales en la ruta de los migrantes hacia el norte de Europa.

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Mientras el crepúsculo enrojece los techos, el ronroneo del motor se oye de nuevo. Son los autobuses de la estación de Belgrado. Han llegado. Son las ocho de la noche y una marea humana se zambulle en la semioscuridad y alcanza el interior de la estructura. “Subotica”, se lee en un papel pegado en el vidrio delantero de los vehículos a los que acuden, dirigidos a la frontera serbo-húngara. Abundan las mujeres con niños, algunos recién nacidos. Hanaa no está entre ellas, su bebé sigue enfermo. El viaje de los “otros” continúa hacia la frontera húngara con la esperanza de alcanzar Alemania u otro país del norte de Europa. La policía serbia observa en silencio y sin intervenir.

–No, no los paramos, pues siguen entrando, pero también siguen yéndose. Les decimos adiós y suerte– dice un agente.

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Mi nombre es Refugiado. Crónica de un exilio. Irene L. Savio y Leticia Álvarez Reguera. UOC, 2016.

Notas:

[1] Radovic es doctora de Médicos Sin Fronteras.

[2] De acuerdo con datos oficiosos de MSF de 2016, el 16.5% de los migrantes
atendidos con enfermedades cutáneas en ese país mostraron síntomas de sarna.
Además de la sarna, el cólera, la tuberculosis o la fiebre tifoidea, que eran
enfermedades prácticamente erradicadas en Europa, volvieron a renacer en los
campos de acogida de migrantes, según se destacó en una conferencia sobre
enfermedades infecciosas celebrada en abril de 2016 en Amsterdam.

[3] El farsí es uno de los principales idiomas de Afganistán, país de origen de
muchos de los migrantes llegados a Europa con la ola migratoria.

[4] Según algunos analistas, una de las principales causas de la ola de sirios que
decidieron dirigirse a Europa fueron los draconianos recortes a la ayuda
internacional ocurridos en los meses anteriores. En septiembre de 2015, el PMA
reconoció recortes a los fondos para las raciones alimentarias en Turquía, Jordania y
Líbano. En el mismo periodo, ACNUR admitió haber recibido sólo el 43% de los
fondos para hacer frente a los desplazados internos y en países vecinos de Siria,
Irak, Egipto, Jordania, Turquía y Líbano.

[5] Hungría, gobernada por el partido conservador Fidesz clausuró la frontera con
Serbia en septiembre de 2015 y su confín con Croacia, en octubre del mismo año. A
pesar de ello, miles de personas siguieron pasando por esos países en los meses
siguientes, eso sí, de forma más insegura y arriesgada.

[6] En 2015, el Gobierno serbio abrió varios centros de acogida temporal. Entre los
más concurridos, figuraron: en la frontera con Macedonia, el centro de Preševo y de
Miratovac; en la frontera con Hungría, el de Kanjiža y Subotica; y, en la frontera con
Croacia, el de Adaševci, Šid estación y Principovac. El número total de centros
permanentes o temporales activos en 2015 ascendió a 17.

[7] Según Frontex, la agencia europea que vigila las fronteras, 31.473 personas
cruzaron ilegalmente por esta ruta en 2012, 40.027 lo hicieron en 2013 y 66.079 en
2014. Según esa misma fuente, 1.218 traficantes fueron detenidos en los Balcanes
tan sólo en 2014, casi el doble de los arrestados en 2013.

[8] Según datos de la Comisión Europea, tan solo por el paso de Bajakovo/Batrovci
pasan más de 5 millones de transportistas al año, mientras que, de acuerdo con la
misma fuente, las rutas alternativas —por Bulgaria o Rumanía— son más largas y
costosas.

[9] La posición de Eslovenia frente a la ola de migrantes fue muy ambigua desde el
comienzo de la crisis. De hecho, en total, según datos oficiales, 377.547 migrantes
entraron en Eslovenia desde el 16 de octubre hasta el 31 de diciembre de 2015, una
cifra mucho más baja que las de Croacia y Serbia. Esta situación, en opinión de
algunos analistas, remitió también a un acuerdo oficioso con Viena para frenar la
entrada masiva de migrantes en suelo austríaco.

[10] Las muertes por frío de migrantes en ruta por los Balcanes no fueron muchas,
tan solo se registraron en los meses de diciembre y enero.

[11] En los meses de abril y mayo de 2016, la prensa búlgara informó de presuntos
cazadores de migrantes, xenófobos y extremistas que se dedicaban a pegar y
humillar a migrantes de paso por su país.

[12] Las enfermedades psicológicas de los desplazados por conflictos bélicos son
una de las grandes preocupaciones de los médicos.

[13] En febrero de 2016, Alemania aprobó un paquete de medidas que supuso un
endurecimiento de la legislación migratoria. Entre las medidas aprobadas, está la
suspensión por un período de dos años de las reunificaciones familiares para
personas con el estatus de protección humanitaria temporal.

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Irene L. Savio

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Leticia Álvarez Reguera

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