Los dedos y la luna (o por qué no hay un Nobel de arte)
Ángela Molina 14/01/2017
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El acontecimiento más importante de los últimos meses en el mundo del arte no ha ocurrido ni se espera que ocurra. Los emolientes poderes de su industria producen noticias excepcionales que nada tienen que ver con el nacimiento de una figura legendaria o con la culminación de unos frescos en los aposentos del Papa revolucionario. Más bien se refieren a hazañas prodigiosas (envolver el Reichstag, exponer conejitos cromados en el Palacio de Versalles, asesinar a un embajador en una galería de arte y que parezca una performance) o a los incomprensibles costos para ampliar las grandes pinacotecas (hasta 600 millones de dólares se destinarán a la construcción de la nueva ala dedicada al arte contemporáneo del Metropolitan de Nueva York). Ni siquiera la huelga de artistas y directores de museo anunciada para el 20 de enero contra la “normalización del trumpismo” –que apoyarán Richard Serra, Barbara Kruger, Robert Morris, Joan Jonas y Cindy Sherman, entre 150 firmas de prestigio (25J Art Strike)– tendrá un efecto notable en la vida cultural norteamericana. Los artistas tampoco encienden controversias como la del último premio Nobel de Literatura a Bob Dylan. En lugar de laureles, grandes relatos y debates, el arte colecciona récords de ventas. Gerhard Richter se quejaba hace poco de que los precios de sus obras en subastas son excesivamente altos: “Cada vez que bato un récord, mi reacción es de horror. Se habla más de dinero que de arte y uno no puede hacer nada por evitarlo”. El año pasado, el pintor alemán de 84 años asistió perplejo a la venta en Sotheby's de una tela de su serie Abstraktes Bild (1986) por 41 millones de euros, una suma que multiplica por cinco mil el coste original de venta.
¿Por qué el arte contemporáneo no es suficientemente afirmativo? ¿Dónde está la medida de su autenticidad? ¿Por qué no existe un reconocimiento para escultores, pintores o videoartistas a la altura de un Nobel, un Pritzker, un Golden Globe, un Grammy, un Pulitzer, un Balón de Oro? ¿Seríamos capaces de encontrar un Messi, una Zaha Hadid o una Amy Winehouse entre pigmentos y latas de sopa? No es que al arte contemporáneo le falten premios. Existen unos cuantos pero tienen una dimensión nacional o están ligados a un evento concreto. El más prestigioso es el León de Oro de la Bienal de Venecia, seguido del Duchamp (Francia), el Turner (Gran Bretaña), el Miró, el Velázquez (España) y otros menores patrocinados por firmas de moda, como el Hugo Boss que concede la Fundación Solomon R. Guggenheim (el último recayó en la surcoreana Anicka Yi por una instalación hecha con bacterias vaginales de cien mujeres y que, según la artista, es “una reflexión sobre el miedo de los hombres ante el feminismo”).
Si el arte carece de una historia formal de grandes premios es por dos razones en apariencia contradictorias: se mueve en las exclusivas esferas de los negocios al mismo tiempo que se infiltra en todas las áreas de la sociedad. El objeto artístico se ha trascendido a sí mismo convirtiéndose en algo más mercantil que la propia mercancía. Nuestro entorno cotidiano es estético. El mundo del arte es los mundos del arte. La belleza y el espectáculo conquistan los mercados, un fenómeno que Gilles Lipovetsky y Jean Serroy han calificado como “inflación estética”. Según la pareja de sociólogos franceses, el sistema crea un valor económico por el camino indirecto del valor estético y experiencial al actuar como un maquinaria que produce placer e ilusión. A esta explosión esteticista contribuyen los centenares de nuevas bienales y museos en todo el mundo gestionados por directores cuya única misión es aumentar el número de visitas y encontrar nuevas fuentes de ingresos.
Que la creación contemporánea no tenga un Nobel es irrelevante. A cambio, ha contaminado el mundo hasta convertirlo en una obra de arte total donde hacer realidad nuestras fantasías consumistas. El artista del futuro ya existió: Steve Jobs nos hizo pensar diferente: sólo había que abrir dos dedos sobre una pantalla para tocar la luna.
Ángela Molina Climent (1962), licenciada en Filología Española y doctora en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Unversidad Autónoma de Barcelona (UAB), es una de las más destacadas críticas de arte de la actualidad. Ha colaborado en el suplemento de cultura del diario ABC hasta 2000 y, desde 2001, viene haciéndolo en las secciones de arte y literatura de los suplementos culturales Babelia y Quadern (El País) y en diversas publicaciones especializadas (Lars, Revista de Libros, Minerva). Ha dirigido la revista de arte y pensamiento Art & Co. Es especialista en teoría feminista y estudios de género.
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