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En algunas ocasiones, más bien raras, nos damos cuenta de pronto del significado profundo, lo cual no quiere decir complicado, de las ideas o realidades que nos rodean. Ocurre entonces que conseguimos entender una palabra que usamos habitualmente y, en un instante, comprendemos mejor lo que representa. A quienes somos de letras nos puede suceder con la etimología o al aprender un nuevo idioma y, así, quien escribe, tuvo un momento de transfiguración al darse cuenta en una clase de francés perdida en mi segundo de carrera que dejavu(yo siempre lo había entendido de esa manera) no era otra cosa sino la unión de déjà vu, es decir, un «ya lo vi» o un «yalovi», si queréis conservar el sonido de conjuro del término. Es ese momento en que sonríes un poco idiota y, a la alegría del reconocimiento, le sigue la de la reinterpretación.

El cine, por su parte, es también un lenguaje que disfrutamos gracias al reconocimiento o conocimiento de unos códigos establecidos, tanto formales como genéricos o visuales y, en su carácter de reconocimiento, se puede interpretar como una especie de déjà vu, al menos hoy en día, porque en los inicios del cine éste no tenía códigos propios. Al principio los tomaba de la fotografía fija y un poco más adelante del teatro, pero no conseguían satisfacer el potencial de la nueva manera de expresión. Así, en esos primeros momentos, no era posible estar en una sala de cine y decir: «esto ya lo he visto», «esta historia ya me la sé», a no ser en los casos en los que se tratase de copias de argumentos o de imágenes.

En muchos casos, la sensación de déjà vu era normal porque las producciones eran limitadas y no se pensaba en el cine como medio artístico. Si un director (más bien un fotógrafo en movimiento) grababa la salida de una fábrica y otro hacía lo mismo, era normal que, salvo por la localización, la luz o el encuadre, es decir, por cuestiones técnicas, la película fuera igual. Esto, que es normal en la fotografía no artística  (el objetivo de una foto de la torre Eiffel es que esta sea reconocible) cambió cuando el cine empezó a tener argumento y pudo, por fin, asociarse a ideas como originalidad. Pero la originalidad no es un valor absoluto.

En última instancia podemos decir que todas las historias de amor son Romeo y Julieta, todas las aventuras la Odisea y todas las batallas la guerra civil, aunque sepamos, obviamente, que no es así. Por tanto, tenemos un arte que busca la originalidad posible dentro de unos géneros y un elenco de historias humanamente limitados. Pero esas historias, aun dos que sean la misma, admiten una cantidad inmensa de variables: técnicas, genéricas, tonales, temporales… Un mismo argumento se podría adaptar indefinidamente y nunca parecería el mismo. Podríamos, por ejemplo, calcular el número total de planos de una película y, cada vez, cambiar solo uno, como el comienzo del libro del Doctor Rieux en La peste. ¿Hasta qué punto tendríamos una historia diferente?

El concepto de adaptación en cine es muy amplio y ha sido utilizado de maneras diferentes que van desde la copia descarada o menos descarada, hasta el trasplante de género, la evocación intencionada o el guiño de los múltiples códigos que se dan en una película. Vamos a dar una vuelta por algunos momentos de adaptación cinematográfica elegidos por el autor sin ningún otro criterio que su propio gusto.

Spaghetti western

A ver si os esperabais a Lars Von Trier o a Chabrol, así, a pelo. Además, el cine comercial tiene una gran ventaja, y es que no tenemos que suponer en sus directores un interés excesivo por la teoría cinematográfica y, sí, por la factura. ¿Puede alcanzar un wéstern, el producto de cine más arquetípicamente americano, la perfección visual, argumental y genérica en manos de unos italianos que rodaban en Almería? Pues eso creemos y podéis dejar los insultos en los comentarios. Pero, si no habéis ido directamente a insultarme allá abajo, os lo puedo explicar. La cultura del oeste es la mitificación absoluta de la historia y sociedad estadounidenses durante la primera mitad del siglo XX, y su vehículo principal fue el cine, que ya desde los 20 dedicó unos cuantos rollos a su temática.

¿Puede alcanzar un wéstern, el producto de cine más arquetípicamente americano, la perfección visual, argumental y genérica en manos de unos italianos que rodaban en Almería?

Pero, precisamente, esta familiaridad con el género y con la historia, esta sobreabundancia de contexto, hacía que los productores y directores estadounidenses fueran extremadamente rígidos con el género: grandes escenarios, otros muy otros, héroes indiscutibles aunque a veces tuvieran pasados turbios, valor y una honradez sencilla. Estados Unidos se miraba en el wéstern y decidía lo que quería ser. Este código tan rígido se rompía pocas veces y sólo por parte de capos del cine que tenían la sutileza o el poder suficiente, o ambos, como para imponer sus criterios. Son estos filmes los únicos que ahora resultan razonablemente visibles: El árbol del ahorcado (Delmer Davis, 1959),  El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962), La diligencia (John Ford, 1939) oCentauros del desierto (John Ford, 1959), por poner unos cuantos.

Pero cuando un italiano, como Sergio Leone, que habría visto mil wésterns, tanto de los buenos como de los de serie B, se enfrenta en los 60 al género, cuando este ya estaban bastante amortizado en los EE.UU, lo hace desde una comprensión de sus códigos que no es la ortodoxa porque, para él, los wéstern nunca tuvieron valor histórico, ni necesariamente moral (él podía ir con los indios), sino de cuento, de mito, de sublimación de una realidad desconocida. Esto sólo podía venir de alguien ajeno a esa cultura [1] (a esa serie de códigos) y, por tanto, con menor apego para unas fórmulas, mayor sensibilidad para otras o dispuesto, por esa carencia de connotaciones, a hacer un uso exagerado de parte del código, que sería llevado al paroxismo bajo su dirección: la claustrofobia del espacio abierto como en La diligencia, la opresión del solo presente en el que las personas no tienen ningún pasado —esto llega al máximo cuando no tienen ni siquiera nombres, sólo motes como en El bueno, el feo y el malo (Sergio Leone, 1966)—; la violencia absoluta o la indistinción a priori de buenos y malos y, lo que era peor aún, la ausencia casi absoluta de mensaje o moraleja.

Peplum 

Sí, las de romanos, las de semana santa. Hablamos de esas superproducciones enloquecidas de los años en los que Hollywood podía firmar cheques con tantos ceros como queráis imaginar; películas de metrajes kilométricos saturadas de dorados, figurantes y escenarios gigantescos que evocan la época de mayor poder del cine clásico estadounidense y que se convirtieron en los mayores éxitos de los cincuenta hasta el descalabro inmenso de Cleopatra (Joseph Mankiewitz, 1963) en el 63, película que casi anula el género. Estas películas son productos paradigmáticos de su época y funcionan como sondas ideológicas de Estados Unidos en los cincuenta: un país que acaba de ganar una guerra (en el imaginario colectivo en solitario), que ha superado una depresión y que se empieza a enfrentar abiertamente a quien es su frontal enemigo en un contexto nuclear.

Es curioso que una de las maneras de exorcizar temores sea a través de la representación de otro imperio, o de fuerzas poderosas, que harán las veces de otros y de enemigos

Felicidad, esperanza, razón y miedo: miedo a la soberbia en la tradición de un país que en su alma se construye desde el relato de la granja del medio oeste antes que desde las costas; miedo al enemigo externo e interno; miedo a ser demasiado prósperos; miedo a ser un imperio. Y en estas coordenadas es curioso que, una de las maneras de exorcizar estos temores, sea a través de la representación de otro imperio, o de fuerzas poderosas, que harán las veces de otros y de enemigos, mientras que los protagonistas con los que se identificará el país pertenecerán a minorías acosadas y hostigadas por estados omnímodos y arbitrarios.

Porque estos son los trasuntos de filmes como Ben Hur (William Wyler, 1959), donde un judío se ve perseguido y casi destruido por un acto fortuito contra un corrupto funcionario romano que antes fue su amigo, y de Quo Vadis? (Mervin LeRoy, 1951), en la que los perseguidos son los primeros  y pacíficos cristianos, o las de la incontable serie de películas bíblicas donde los oprimidos van desde Moisés a Jesús y los perseguidores desde Ramsés II hasta Poncio Pilatos. La elección del otro es paradójica si pensamos en que sería fácil que un imperio se identificase con otro anterior, y aunque creo que algo de esto hay (en el temor a que sea el propio éxito el que acabe en la destrucción), me parece más poderosa la asunción de la defensa del ser individual, justo y ecuánime, frente a todo el poder de un estado corrupto e inmoral y, en muchas ocasiones, más sofisticado e intelectual que el propio yo.

Se pueden ver por debajo las grandes líneas del pensamiento estadounidense: la libertad individual, la libertad de creencias, el teórico anticolonialismo e incluso la prefiguración de su carácter de garante de las libertades de otros países. En las pocas adaptaciones que ha habido de estas películas o de este género se falla porque no se reinterpreta bien el código ideológico: los enemigos, los otros han cambiado tan profundamente que lo único que comparten es su carácter malvado y arbitrario, pero la existencia de un solo imperio hace bastante débil la asociación de los romanos con el mal actual (aunque intentos ha habido, piensen sino en el imperio del mal o el eje del mal); aunque parte del discurso se pueda adaptar: el estado, la estructura del poder frente al individuo, la libertad personal, pero, como decíamos, la ausencia de otro poder imperial hace fallar la construcción tremendamente pensada para un mundo bipolar y desplaza al propio país hacia el papel de estado soberbio (aunque esto, dada la deriva que llevamos quizás tampoco les disguste).

Sólo se puede conservar el código en películas tan burdas como 300 (Zack Snyder, 2007), usando mucho calzador y caricaturizando a unos y a otros hasta el panfleto en el que, aun así, encontramos códigos de estas películas de toga (por ejemplo, la sofisticación del enemigo frente a la sencillez o pureza del propio).

Sólo se puede conservar el código en películas tan burdas como 300 

Hitchcock

En el caso de Hitchcock tenemos dos ejemplos que nos ayudan a entender cómo funcionan estos trasvases. El primero de ellos es la película El hombre que sabía demasiado (1934/1959) que, como se ve por las fechas, dirigió dos veces, la primera cuando era todavía un emergente director británico, sólo 7 años después de la aparición del sonoro, y la segunda, ya en color, siendo un director de tremendo éxito establecido en Beverly Hills. Se trata de un caso excepcional porque no es la adaptación hecha por otra persona, sino por un mismo creador habiendo pasado 25 años. El argumento no cambia, no es necesario, es perfectamente entendible todavía, pero sí hay elementos que se han adaptado para hacerla más comprensible, para adecuarla a los códigos de ese momento.

La película, muy por encima, trata de espías y del secuestro de un niño. Los espías no había porque cambiarlos porque en uno y otro momento las circunstancias del mundo lo propiciaban: el recuerdo de la Primera Guerra Mundial y, sobre todo, el auge del fascismo en la primera versión y el recuerdo de la Segunda Guerra y, especialmente, la Guerra Fría en el caso de la película del 59, aseguraban la comprensión. Sí cambian, sin embargo, los escenarios: en el primer film el secuestro tiene lugar en Suiza mientras que, en el segundo, ocurre en algún país indeterminado del Norte de África, y esto sí marca una evolución porque la elección de Suiza es lógica para un inglés con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial y a la apertura del mundo.

El primero es un entorno puramente europeo y diplomático en el que el público ingles podía manejarse, el segundo, sin embargo, protagonizado a su vez por un matrimonio estadounidense, tiene más relación con el terrorismo, el anticolonialismo y la idea de sí mismos como salvadores o víctimas de las luchas de los demás que compartía el  gran público de EE.UU.

En el segundo caso nos encontramos ante la adaptación absoluta del film más icónico del director y uno de los más reconocibles en general de todo el cine del siglo XX. Hablamos de Psicosis (1960). Un film grabado con relativamente pocos medios, en un tiempo escaso, en el que la única estrella reconocible era asesinada brutalmente (no creo que esto pueda considerarse un spoiler y tampoco tenemos departamento legal). Hay que entender que Psicosis suponía el visionado del mal absoluto, quizás por primera vez en la historia del cine, y uno de los primeros filmes que introduce el tema de los asesinos en serie, del otro incomprensible, de lo absolutamente ajeno.

Psicosis suponía el visionado del mal absoluto, quizás por primera vez en la historia del cine, y uno de los primeros filmes que introduce el tema de los asesinos en serie

Pues bien, en 1998, Gus Van Sant volvió a rodar la película. Y no nos referimos a adaptarla o a modernizarla, sino que se limitó a rodar de nuevo, plano a plano, todo el metraje sin cambiar ni un encuadre de la cámara, ni una coma del guión. Van Sant había hecho como Menard, pero el mundo ya no era el mismo, los espectadores habían cambiado y los códigos que habían hecho aterrorizarse a una nación habían dejado de valer. Estados Unidos se había hecho adulto después de Vietnam y las décadas de los 70 y 80 habían acabado con la idea del bien absoluto, de los buenos vecinos, idea con la que Hitchcock había jugado, pervirtiéndola, una y mil veces. Van Sant no había necesitado como Wilder un cartel que le recordase «¿cómo lo habría hecho Lubitsch?». Él lo hizo exactamente igual que Hitchcock y falló.

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[1] También influye el conocimiento de otros códigos como el japonés, especialmente el de Akira Kurosawa de quien se cuenta la anécdota de que tras el estreno de Por un puñado de dólares llamo a Leone para felicitarle diciéndole: «muy buena película, pero es mía».

Este artículo se publicó originalmente en Juego de Manos. 

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Pablo Rada

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