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“¿Has soñado alguna vez con representar a Nueva Zelanda y ganar el oro olímpico? Esta es tu oportunidad”. Al estilo del mismísimo tío Sam en el reclutamiento de voluntarios, el país que da sentido al rugby buscaba en 2011 coger en el mejor sitio posible la ola de tecnificación que se cernía sobre su modalidad de seven. Faltaban cinco años para que, noventa y dos años después de su última aparición en unos Juegos, los de París, en 1924, el balón oval volviera a ser olímpico.
El rugby a siete, o rugby seven, es una modalidad que reduce a más de la mitad los integrantes de cada equipo sin reducir, eso sí, el terreno de juego. Mucho más espacio, mucho menos contacto. Un duelo a explosividad, carreras asfixiantes y resistencia al ácido láctico. Todo ello en un suspiro de siete minutos cada parte. Un suspiro que los pinchazos de dolor pueden hacer eterno. Aun así, las características del juego hacen que un mismo equipo pueda disputar varios partidos en una misma jornada. Si el desgaste del XV hacía imposible concentrar en menos de un mes una competición con suficiente representatividad, el seven concentra la suya en apenas tres días. El encaje perfecto para que la competición olímpica abrace de nuevo el rugby, uno de los deportes que más atención despierta y que vive en los últimos años una fase de decidida expansión.
Portia Woodman (Auckland, 1991) tenía poco más de 20 años cuando vio el anuncio de la selección neozelandesa. Hasta entonces jugaba el netball, un popular deporte en Oceanía similar al baloncesto. Era, de hecho, jugadora de las Northern Mystics de Auckland, una franquicia de la liga entre Nueva Zelanda y Australia. “Ey Porsh, ¿nos echamos unas risas?”. La llamada de una compañera de equipo, Kayla McAllister –hermana de Luke, uno de los rugbieres más talentosos de su generación-- acabó por empujarla al campo de rugby, aunque, como más tarde confesaría Woodman, las dos acudían a su primer entrenamiento sin mayor pretensión que “hacer el payaso”.
Porque nacer en Nueva Zelanda, tierra de adoración casi mística al oval, no hizo a Portia Woodman crecer con un balón de rugby bajo el brazo. Tampoco que tanto su padre como su tío, Kawhena y Fred Woodman, llegasen a formar parte de los All Blacks, la selección nacional absoluta, en los años 80. Los primeros pasos que Portia Woodman dio en el deporte fueron en la pista de atletismo. En los fosos de saltos, en las calles de velocidad que definitivamente dejaría al acabar el instituto para potenciar su carrera en el netball.
Más de mil mujeres se presentaron al programa Go4Gold con el que las kiwis buscaban la mejor selección de jóvenes jugadoras en pos del oro olímpico. Sean Horan, entrenador del equipo femenino de seven, reconoció el talento de Woodman nada más verla sobre el campo. Meses después, todo el mundo sería testigo de ello. Del campus acabó saliendo una selección tan dominadora como su homóloga masculina, los temibles All Blacks, con Woodman como principal estilete. Cumplía con la tradición familiar, ocupando la banda de la selección del helecho plateado. Ala, como su padre Kawhena, como su tío Fred. Una genética privilegiada moldeada por la técnica del atletismo y la evasión y el desmarque explosivo del netball.
“Tiene muchísima potencia y fuerza, pero con una velocidad espectacular. Ya solo con la velocidad despunta y puede desbordar, pero tiene muy buenos pies. Un gran contrapié a corto espacio, con una salida muy explosiva y muy potente. Es una combinación explosiva”, asegura Patricia García, integrante de la selección española de seven, también presente en los Juegos Olímpicos de Río. “Sus cualidades son impresionantes. Cuenta con una muy buena genética, pero también está muy muy bien entrenada”, concluye.
La 'construcción' del equipo olímpico neozelandés no pudo ser más exitosa. Las kiwis se impusieron en la primera edición de las series mundiales de rugby a siete –en hombres comenzaron a disputarse en 1999 pero hasta el inicio del último ciclo olímpico, en 2012, no hubo competición femenina-- y en el Mundial de Seven celebrado en Rusia en 2013. En ambos, Woodman fue la máxima anotadora: veintiún ensayos en las series mundiales y doce en el Mundial, donde no hubo partido en el que la ala no anotara. En la final, ante Canadá, ensayó dos veces (29-12).
Su llegada al rugby desde un deporte sin contacto no medró su juego. Al contrario. Sus excelentes aptitudes físicas --70 kilos en 170 centímetros de altura-- unidas a la potencia y a la velocidad la convierten en un rival terrible en el contacto, capaz de zafarse con facilidad del primer rival que trata de derribarla. “Sin haber grandes espacios ella rompe los placajes. Es dura de placar”, señala García, que destaca también la intensidad y decisión de Woodman.
“Complementa sus cualidades físicas con una determinación mental brutal. Todo lo que hace lo hace con muy pocas dudas. Eso suma. O ensayará o avanzará metros para su equipo, pero todo lo hace muy determinante, muy fuerte, muy explosivo, muy rápido. A mí me gusta mucho jugar contra ella porque es un gran reto, sobre todo físico. Tienes que involucrarte física y mentalmente al 100% porque, si no, te va a ganar ese duelo”, comenta la española, que tendrá la oportunidad de volver a medirse a Woodman el sábado 6 de agosto, el primer día de competición de los Juegos. Para Woodman todo es mucho más sencillo. “El trabajo del equipo es lo más importante. Mi tarea es solo finalizar”, comentó la neozelandesa después de la final del Mundial.
En noviembre de 2015, la neozelandesa fue encumbrada como reina del rugby a siete siendo elegida mejor jugadora del mundo. Había logrado 52 ensayos durante las seis series mundiales de 2014-15 que su país había vuelto a ganar por tercer año consecutivo. Solo cuatro jugadores en la corta historia de la disciplina habían logrado superar el medio centenar de tantos. Portia era la primera mujer en conseguirlo.
Sin embargo, la carrera de la mejor jugadora del mundo habría sido muy diferente si el Comité Olímpico Internacional no hubiera incluido el rugby dentro de su programa. La propia Woodman admite que, sin los Juegos, su carrera no solo no tendría sentido, sino que posiblemente no hubiera existido. En 2013, sus padres no pudieron verla anotar dos ensayos en la final del Mundial. Ahorraban para ir a Brasil. “En realidad, probablemente irán aunque no fuera seleccionada”, dijo la propia Portia.
Nadie imagina, tres años después, una Nueva Zelanda sin Portia Woodman. Su participación se antoja crucial para los intereses de su equipo, al que este mismo año han arrebatado el trono que había monopolizado durante tres años. Las series de esta temporada han coronado a Australia y las kiwis han tenido que conformarse con una hasta entonces desconocida segunda plaza. Un puesto que a nadie importa mucho ahora. Todas las miradas están puestas en lo que suceda en Río de Janeiro, en los tres días de agosto más importantes de sus vidas. En las seis finales que, esperan, conduzcan a lo que les llevó a responder a aquel anuncio en 2011: el ansiado oro olímpico.
“¿Has soñado alguna vez con representar a Nueva Zelanda y ganar el oro olímpico? Esta es tu oportunidad”. Al estilo del mismísimo tío Sam en el reclutamiento de voluntarios, el país que da sentido al rugby buscaba en 2011 coger en el mejor sitio posible la ola de tecnificación que se cernía sobre su...
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