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El síntoma Trump

En vísperas de las primarias de Iowa del lunes 1 de febrero, el precandidato republicano es el favorito en todas las encuestas. Demagogo de manual, ha llegado para dinamitar todas las normas de la política estadounidense

Diego E. Barros Chicago , 31/01/2016

Malagón

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Una de las anécdotas que mejor definen al personaje se remonta a la década de los ochenta, cuando andaba enfangado en Nueva York en la construcción de una de sus famosas Torres Trump. En constante enfrentamiento con el entonces alcalde de la ciudad, Ed Koch, de acuerdo con la biografía escrita por el periodista Wayne Barrett, Trump llegó a amenazar a un funcionario municipal que le había denegado un permiso en los siguientes términos: “No sé si puedes cambiar de opinión o no. Pero quiero que sepas que soy una persona muy rica y muy poderosa en esta ciudad y hay una razón por la que es así. Nunca olvidaré lo que me has hecho”. Sea como fuere, Trump, por supuesto, acabó levantando su famoso rascacielos en 1986, mientras que aquel funcionario acabó dejando la Administración local y pasó a engrosar la plantilla de Industrias Trump.

Donald Trump (Nueva York, 1946) es cualquier cosa menos una incógnita. Y no lo es porque el magnate se ha ocupado durante décadas de airear los detalles de su vida y milagros, lo que le ha reportado también un considerable beneficio económico. Trump es una figura familiar para los estadounidenses. Lleva tres décadas sin desaprovechar ni un segundo de protagonismo ya sea en televisión o en portadas de icónicas publicaciones bon-vivant. Durante 14 temporadas, Trump ha presentado un reality show en horario de prime-time en la cadena NBC, The Apprentice.

Casi década y media de presencia ininterrumpida en las pantallas son muchos años. Una serie histórica como Urgencias se mantuvo quince en antena mientras que una de las sitcom más recordadas, Seinfeld, finalizó tras su novena temporada. Las relaciones entre Trump y la NBC no pasan por su mejor momento desde que el año pasado, convertido en precandidato, comenzara con sus ataques racistas contra los hispanos. La cadena rompió lazos con Trump pero decidió renovar su show, ya transformado en The Celebrity Apprentice, para una decimoquinta temporada y con Arnold Schwarzenegger en labores de anfitrión.

Esa popularidad le ha llevado a amagar con una aventura presidencial en otras ocasiones. Crítico feroz con el presidente Obama ―fue el adalid de la conspiración nativista, lo que provocó incluso que su Administración hiciera público el certificado de nacimiento del presidente―, amenazó con enfrentarse a él en 2012 pero ha sido ahora cuando finalmente ha decidido tirarse al barro. Por lo tanto, no, Trump no ha sido una sorpresa.  

Sí es más problemático dilucidar cómo hemos llegado aquí y quiénes son sus seguidores.

Aquí es que el hombre del tupé irredento y la verborrea indomable se ha plantado ante los electores estadounidenses con verdaderas posibilidades de convertirse en el candidato del Partido Republicano a la Casa Blanca en los comicios del próximo noviembre. Lo que al principio parecía una buena idea (para los que ven la política como espectáculo, y la estadounidense lo es), incluso un motivo de diversión, ha acabado convertido en una realidad incómoda para casi todos, menos para unos fieles que se dicen irredentos.

A día de hoy, con las primarias a la vuelta literalmente del fin de semana (escribo antes de la primera cita en Iowa, lunes 1 de febrero), Trump es el favorito en todas las encuestas. Solo ha tenido un respaldo de peso (y relativo), el vicegobernador de Carolina del Sur. Curiosamente, la gobernadora de ese mismo Estado, Nikki Haley, que suena en las quinielas como posible vicepresidenta en un eventual ticket republicano, ha sido una de las voces más críticas con la actuación del particular empresario.  

Tampoco ningún medio de comunicación le ha respaldado abiertamente. Por ejemplo, en el bando republicano Rubio tiene la bendición del Des Moines Register en Iowa, primer Estado en abrir la temporada de caucus (primarias) mientras que tanto The Concord Monitor (en New Hampshire) como un diario nacional como The Boston Globe han declarado públicamente su apoyo a John Kasich. Sin embargo, de cara a los electores y según las encuestas, tanto en Iowa (6 puntos por encima de Cruz) como en New Hampshire (18 puntos sobre Kasich) sus inmediatos perseguidores se encuentran lejos.

Más que un fenómeno, el caso de Donald Trump es un síntoma. Una señal anunciada desde hace años y que al otro lado del Atlántico ha derivado en el florecimiento de lo que algunos denominan peyorativamente como “populismos” (de derechas o izquierdas) y otros simplemente con el ambiguo y carente de significado apelativo de “nueva política”. Un síntoma de una enfermedad de fuerte carácter social: el enfado con lo establecido; por muchas y variadas razones, pero que se resume en la disolución de todo lo que en las respectivas sociedades se creía sólido.

Porque Trump es también nueva política (sea lo ésta sea) y, sobre todo, populismo, aunque en esta campaña no sea el único. Es el espectáculo convertido en líder de masas, el hombre que se maneja como nadie ante la cámara y que derrocha simpatía (hay que reconocerlo) pero también una mala educación que se concreta en ataques envenenados a discreción. Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Es un demagogo de manual que es adorado por unos televidentes acostumbrados a décadas de televisión basura y cansados (también de décadas) de discursos dominados por una corrección política que, de pretendida y exquisita, ha pasado a una (auto)censura que rige todos los ámbitos de la vida pública estadounidense. Se trata de una suerte de esquizofrenia oficial: la que va de contratar a un corrosivo humorista como Ricky Gervais para presentar la última gala de los Globos de Oro y después silenciar casi la mayoría de sus chistes a oídos de los telespectadores; a la polémica de los denominados “safe spaces” en los campus universitarios que amenaza incluso a la libertad de cátedra.

Trump, como elefante en cacharrería, ha llegado para dinamitar todas las normas que, hasta el momento, habían regido la política estadounidense. Y es quizás ahí donde radique parte de un atractivo que no se ciñe exclusivamente a las filas republicanas. Ha dedicado insultos a todo y a casi todos, incluyendo ataques visceralmente racistas (mexicanos, afroamericanos, musulmanes) y machistas (lo de la presentadora de FOX Megyn Kelly, con quien mantiene un agrio desencuentro desde el primer debate, y a quien acusa de no tratarlo de una forma “justa”, es solo la punta del iceberg). Ya sea ante la amenaza terrorista del ISIS, los atentados consumados (París y San Bernardino) o los tradicionales tiroteos masivos que sufre el país, Trump se ha comportado más como el protagonista de una mala película de acción de los años ochenta pidiendo venganza (y más armas en manos de la ciudadanía) que como alguien que aspira a presidir el gobierno de un país democrático. Todo lo que a cualquier otro político en otro momento le habría costado la carrera casi de inmediato, a Trump le ha funcionado.

No solo eso sino que ha contribuido a hacerlo más y más fuerte cada día ante la incredulidad de extraños y, sobre todo, propios. Porque esa es otra, la dirección del Partido Republicano se ha movido en estos meses del miedo y el asco que le provocaba el solo pensamiento de que una figura semejante pudiera hacerse con la nominación, a la resignación de pensar que, dado el panorama actual, Trump es la única bala con la que cuentan para derrotar a la que hoy por hoy parece la candidata demócrata: la muy odiada Hillary Rodham Clinton.

Una vez que la intentona de Jeb Bush necesita ya algo más que dinero y nombre y que Kasich es demasiado moderado para este Partido Republicano, en un eventual enfrentamiento con la exsecretaria de Estado algunos analistas creen que el histriónico magnate no levantaría tanto rechazo ideológico como Cruz o Rubio. Aunque las encuestas sobre enfrentamientos directos no son muy fiables todavía, a diferencia de lo que sucedería con estos últimos, la mayor parte del público sabe que el empresario no se cree la mitad de las cosas que dice y, aunque sobre la otra mitad está demostrando un desconocimiento supremo (circunstancias ya de por sí bastante inquietantes), al menos no provocaría un rechazo capaz de movilizar un voto contrario masivo. Eso en teoría.   

Sea como fuere, la estrategia destroyer de Trump no tiene mérito, básicamente porque es el único candidato que puede permitírselo. Y se lo puede permitir porque, como él mismo recuerda casi en cada intervención, es “asquerosamente rico”. Mientras que el resto de los contendientes hace equilibrios para contentar a seguidores y donantes, Trump presume de no necesitar el dinero de nadie para sufragar las muy caras campañas presidenciales en EE.UU. Mientras los demás candidatos se gastan su dinero en costosos anuncios televisivos, Trump no lo necesita. Él tiene la televisión para que le haga ese trabajo. Es omnipresente en las principales cadenas de noticias (CNN, MSNBC y FOX).

El tema es Trump. Incluso cuando no debería. El magnate declinó participar en el último debate, el pasado jueves en FOX. La excusa era mostrar su disgusto con la elección de los moderadores, en concreto con la presencia de Megyn Kelly. Lo cierto es que Trump no necesitaba ese debate antes de Iowa (con el del jueves iban siete), pues a estas alturas carecen de interés alguno para el telespectador, aburrido de escuchar siempre los mismos argumentos y con demasiados candidatos todavía en el estrado.

Al final, su negativa a participar acabó por otorgarle mucha más repercusión. Durante días, las mismas cadenas dedicaron tiempo a debatir lo acertado o no de su decisión y, el mismo jueves, Trump contraprogramó con una mezcla de mitin-acto-benéfico en favor de los veteranos de guerra que fue televisado en directo casi en su totalidad por la CNN. Y allí, en su casa y rodeado de seguidores y amigos (sacó a varios millonarios al escenario e incluso participaron dos excandidatos como Huckabee y Santorum), Trump no tuvo réplica. El resultado fue que, sin vencer a la FOX, es posible que le provocara alguna herida en la audiencia. Y eso a pesar de que aun sin estar presente fue Trump quien abrió las intervenciones de los demás. Además le sirvió para, de nuevo, apuntarse un tanto de cara a los suyos: anunció que en solo un día había conseguido seis millones para los veteranos. Parece, al menos, que por una vez hizo caso al consejo de Obama ─“Put your money where your mouth is”, pon tu dinero donde dicen tus palabras─, algo que no había hecho antes a juzgar por los datos de su propia fundación.

También sabía Trump un detalle no de menor importancia: Reagan, a quien todos en el campo republicano se pelean por imitar, se negó en 1980 a acudir al último debate republicano antes de Iowa. Reagan acabó perdiendo por muy poco la primaria ante Bush padre aunque finalmente ganó la nominación. Un antecedente que no ha amedrentado a Trump.

Está su popularidad, su megalomanía y su verborrea chabacana ─“What the hell!?”, “who the hell!?”, repite constantemente cuando algo no le gusta─. Un lenguaje directo y sencillo que en la mayoría de las ocasiones deja entrever su total desconocimiento de los asuntos de Estado, pero que acaba por emparentarlo con la mayor parte de sus potenciales votantes, quienes curiosamente se encuentran en el otro extremo de la pirámide social estadounidense: un yuppie neoyorquino adorado por una mayoría de blancos de clase trabajadora y de bajo nivel educativo.

Para responder a la pregunta de cómo hemos llegado hasta aquí, al menos en parte, habría que referirse a la identidad misma de lo que hoy es el Partido Republicano y que podría resumirse (mucho) como sigue. Sobre una variedad de grupos, intereses y facciones, tradicionalmente el PR ha recogido en su seno una doble alma: la liberal y economicista rockefelleriana (interesada sobre todo en la economía de libre mercado) si se quiere, por un lado; y otra más tradicionalista, nacionalista, conservadora ideológicamente y populista, por otro; que, en 1964 encontró a su héroe en la figura de Barry Goldwater. Su intento por llegar al poder fracasó, pero su recuerdo permaneció en el partido en un papel relativamente menor durante los 80.

Incluso aunque el hoy adorado Reagan no era su candidato perfecto (algo que es difícil de creer, pero los más conservadores se decepcionaron a menudo con su presidencia), era mucho mejor a ojos de aquellos que Richard Nixon o Gerald Ford. Este grupo de electores no necesariamente se preocupaban por las políticas económicas y en el caso de Reagan (o en el de su recuerdo) les gustaba que hablara su lengua, que pusiera en pie de nuevo los “valores tradicionales” ─concepto que no tiene necesariamente que ver con el fundamentalismo religioso (ese es el campo de Huckabee y sobre todo Cruz) o con el neopuritanismo de los 90 enarbolado por Newt Gingrich (y su heredero Santorum)─ y lo más importante: se enfrentó a la “principal amenaza’ para esos valores, la URSS.

De alguna forma, la de Reagan fue (o así al menos hoy es recordada) como una presidencia que sirvió para redimir al país que había perdido Vietnam. A los ojos de estos votantes, Reagan hizo grande de nuevo a Estados Unidos (recuerden que el lema de Trump es “Haz América grande de nuevo”). Hay otra frase de Reagan que Trump (y otros) repiten ahora en “Washington”, los “políticos profesionales” o “el establishment”  hasta la saciedad: “El Gobierno es el problema”. Pero sobre todo hay una pregunta con la que Reagan despachó a Jimmy Carter en la campaña de 1980: “¿Están mejor de lo que estaban hace cuatro años?”

La respuesta, no solo para los últimos cuatro años, para muchos de los seguidores de Trump es que no. Pese a que los indicadores macroeconómicos de EE.UU. son difícilmente mejorables (crecimiento al 2,4% y desempleo al 5,5%) hay mucha gente preocupada por la marcha de la economía real. Gran parte de la gente que sobrevive en empleos mal pagados, con las grandes factorías en las que solían trabajar cerradas o a punto de echar el cierre camino de países con sueldos más bajos (esa amalgama entre globalización-China-México), y cuyas condiciones y oportunidades de vida creen mucho peores que hace dos décadas, ve en las promesas de Trump (una América fuerte frente a China, Rusia y toda clase de enemigos incluyendo inmigrantes) “una nueva mañana” (de nuevo un lema de Reagan).

Frecuentemente se dice que “las bases” están con Trump y eso no es tampoco correcto dado que movimientos calificados “de base” como el Tea Party nacido a partes iguales con la crisis y la presidencia de Obama se ha difuminado y no limita sus simpatías a Trump (Cruz, Santorum e incluso Rubio compitieron por ellas en el pasado). Tampoco se puede decir que “la derecha religiosa” esté con Trump (de nuevo este es terreno fecundo para Cruz) pues, por otra parte, el empresario casi no se pronuncia en el campo de los valores.

Es seguro que una de las cosas que más adoran en Trump es su desafío al discurso de lo políticamente correcto y de alguna forma sienten que no solo el país (se ven “en minoría frente a las minorías”, discriminación positiva) sino su idioma (el lenguaje racial, sobre todo) ya no les pertenece. De ahí que tenga muy buen predicamento entre la América más oscura, extrema y racista. Determinar la identidad de esa “coalición” es la gran pregunta que nadie ha sabido dilucidar en estos meses. Incluso ha dado para chistes del tipo “yo no conozco a nadie que apoye a Trump”. Hasta ahora nadie ha podido hacerlo con seguridad más allá de constatar su variedad y una suposición: que una cosa es acudir a los actos de Trump y otra muy distinta votar, cosa complicada por una normativa farragosa y enciclopédica.

Trump es el síntoma. Está por ver si ha llegado para quedarse o si lo suyo es una de esas enfermedades estacionales que se curan con reposo.

Hace unos meses, un compañero del departamento de Filosofía en la universidad en la que trabajo me aseguró: “Al final, los electores estadounidenses siempre escogen guiarse por el sentido común”. Respondí si eso era aplicable a las primarias republicanas de 2016, dijo que sí. Hace poco le volví a formular la pregunta, sonrió y se encogió de hombros. “Vamos a ver”, dijo.

En agosto pasado nadie otorgaba a Trump ninguna posibilidad. Hoy está a punto de llevarse las dos primeras etapas hacia la candidatura.

Sobre el futuro, veremos.

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Autor >

Diego E. Barros

Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.

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