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Música a través del papel

Haruki Murakami, el jazz y lo que surja

“Desde pequeño, siempre he matado las horas en las salas de lectura de las bibliotecas”, cuenta Tamura, protagonista de 'Kafka en la orilla'. “Cuando me cansaba de leer, escuchaba música. Así fue como descubrí a Duke Ellington, los Beatles..."

Manuel Gare 30/09/2015

Stephen Cummings/Flickr

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Hace algo más de dos años que incluí definitivamente el jazz en mi rutina musical. Ocurrió mientras leía a Haruki Murakami y, más concretamente, mientras leía Kafka en la orilla. No es que sea un libro especialmente reseñable bajo un punto de vista de lo indispensable en una estantería, pero sí recuerdo vibrar a través de su extrañeza. Como en otras historias del novelista nipón, la fantasía se encuentra a sí misma conviviendo con el mundo real y, sorprendida, sobrevuela sus páginas de congruente disparate. Es ahí donde Murakami utiliza innumerables elementos para conducir al lector por una carretera en la que no importa el destino; el viaje, sin embargo, es de toda relevancia. 

Los viajes de Murakami son una odisea de sexualidad, amor, fetiche, un poco de locura y una narrativa rica en el detalle y la intrahistoria. Él mismo se refirió al final de Kafka en la orilla como irrelevante. Nada más lejos de la realidad: lo es. Con el tiempo he ido leyendo y tratando de comprender a un autor que transforma el lenguaje constantemente mientras invita a sus personajes a formar parte de una introspección colectiva en la que el punto y final de la novela no busca ser determinante ni concluyente.

Los viajes de Murakami son una odisea de sexualidad, amor, fetiche, un poco de locura y una narrativa rica en el detalle y la intrahistoria

Y más allá de las referencias insustanciales hacia su literatura que se copian y pegan allá donde se requiera una descripción de Murakami, conviene hablar del ejercicio de culturización que hace nutriendo su obra de comportamientos del todo positivos: sus personajes leen libros y escuchan música a destajo, hablan de F. Scott Fitzgerald y El Gran Gatsby; de La montaña mágica, de Thomas Mann; de versos de Macbeth; de Eurípides y Sophocles. “No distingue a Schubert de Wagner”, dice uno de los personajes de Kafka en la orilla. Brahms, Schumann o Mozart se deslizan incesantes para darse de bruces con otras referencias, las cinematográficas. En Los años de peregrinación del chico sin color, su novela más reciente, leemos hablar de la Blancanieves de Walt Disney, de La jungla de cristal o de La guerra de las galaxias. Star Wars incluso tiene representación en Norwegian Wood —traducida al castellano como Tokio Blues— con un personaje apodado Storm Trooper. En Kafka en la orilla, nos cruzamos con un adalid de la comida rápida, el Colonel Sanders de Kentucky Fried Chicken, y con Johnnie Walker, en una cuando menos excéntrica personalización del whisky escocés.

“Desde pequeño, siempre he matado las horas en las salas de lectura de las bibliotecas”, cuenta Tamura, el protagonista de Kafka en la orilla, que habla de cómo la biblioteca se convirtió en su segunda casa o, incluso, en su verdadero hogar. “Cuando me cansaba de leer, me sentaba ante los auriculares y escuchaba música. Así fue como descubrí la música de Duke Ellington, los Beatles, Led Zeppelin”. Hacia la mitad del libro, nos encontramos con un tocadiscos y una vieja colección de LP: de nuevo, los Beatles, a los que se suman los Rolling Stones, los Beach Boys, Simon&Garfunkel o Stevie Wonder. Más adelante, suena Bob Dylan. 

Conviene hablar del ejercicio de culturización que hace nutriendo su obra de comportamientos del todo positivos: sus personajes leen libros y escuchan música a destajo

Sobre esta estructura cultural Murakami contextualiza la época de sus historias y la personalidad de sus personajes. No está forzada, ni siquiera parece meditada; simplemente, está. Son datos. No suenan, pero están en el papel y está en mano del lector aprovecharlos lo máximo posible, porque de lo contrario continuará el texto sin darse cuenta de que había empezado leyendo sobre una cosa y ha acabado sumergido en un mar de ambigüedades. Volvamos al jazz.

Como les decía, Kafka en la orilla fue indispensable en mi acercamiento al jazz. Con el fantástico Dock of the Bay de Otis Redding ya en escena, Murakami se preparaba para dar paso a uno de los pasajes más bellos del libro. My favourite things. John Coltrane. Tamura trata desesperadamente de encontrarse a sí mismo. Suena la música y los acordes nos atrapan en su propia deriva existencial. “En cierto momento, John Coltrane termina de tocar el saxo soprano. Ahora es el solo de McCoy Tyner lo que resuena en mis oídos. La mano izquierda marca el monótono ritmo, la derecha acumula gruesos y oscuros acordes. La melodía describe vívidamente, con todo lujo de detalles, las circunstancias del tenebroso pasado de alguien (alguien sin nombre, alguien sin rostro) que van siendo arrancadas, como si fueran vísceras, del corazón de las tinieblas, tal como ocurriría en alguna escena de algún mito. Al menos así es como suena en mis oídos. Aquella música paciente y reiterativa va haciendo, poco a poco, que la realidad se desmorone y la va reconstruyendo de forma diferente. Desprende un hipnótico olor a peligro”, narra Murakami a través de su interlocutor ficticio.

Es el momento de detener por unos instantes la lectura. Ahora sí. Vuelvo a leer el párrafo con My favourite things sonando de fondo. Me traslado a la página, a la escena, al momento, y me emociono escuchando el enérgico tempo que se desprende de la interpretación de Coltrane y su cuarteto. La pieza es extraordinaria. Su elección y la síntesis que hace del instante al que pone banda sonora, aún más. 

Las constantes referencias de Murakami al jazz, sus músicos y espacios de reunión dedicados al género guardan relación directa con dos cosas. Una es su primera aproximación al jazz a los quince años, en un concierto de Art Blakey & The Jazz Messengers que daría pie a todo lo demás. La otra tiene que ver con Peter Cat, el club de jazz que abrió en Tokio poco antes de graduarse en la universidad. “No era en absoluto un local grande, pero tampoco era tan pequeño. Lo justo para que cupieran un piano de cola y un quinteto. Durante el día servíamos cafés y por las noches se transformaba en bar. También servíamos alguna cosilla de comer y, los fines de semana, programábamos alguna actuación en vivo”, cuenta Murakami en el autobiográfico De qué hablo cuando hablo de correr. Ese mismo local ocupó buena parte de su tiempo durante los años siguientes, en los que cumplió la treintena. Fue en esa etapa de su vida cuando decidió que quería escribir una novela, sin mayor ambición que la de escribirla. Y funcionó. De hecho, publicó dos novelas antes de decidir cerrar el negocio y dedicarse en exclusiva a la profesión de escritor. “Ya que se me ha dado la oportunidad de ser novelista (y no hace falta decir que no todo el mundo tiene esa suerte), me gustaría echar el resto y escribir una novela, aunque sólo fuera una, que me dejara de veras satisfecho”, se decía. 

Si hablamos de la elección de la música para sus novelas —y, en especial, su formato—, también quedan bastante claras las aficiones de Murakami. “Ni siquiera yo sé muy bien cuántos elepés de vinilo tengo ahora en casa. Nunca los he contado, y tampoco he sentido la necesidad de hacer algo tan horroroso”, dice mientras asegura que, aunque tiene “un buen montón”, no son suficientes. Es la razón por la que destina parte de su tiempo a la compraventa de vinilos, en busca de versiones de mejor calidad o más fieles al original, de forma que va sustituyendo los anteriores. En cualquier caso, “de lo que no cabe duda es de que su número total siempre aumenta”.

Su abstracción musical es formidable. En After Dark, novela corta de reflexión y asimilación larga, Murakami toma prestado el título de Five Spot After Dark, del estadounidense Curtis Fuller, integrante de los Jazz Messengers. La composición es el punto de partida de una historia que transcurre en una noche que condensa toda la esencia de Murakami en un guión digno del mejor cine de suspense. Mientras, el trombón de Fuller pone la piel de gallina en nuestro periplo por la oscuridad de las calles de Tokio. 

No menos oscura es Norwegian Wood, inspirada en la creación homónima de los Beatles —un alegato sobre la posesión material de las personas y el abandono ligado al amor--. Todo un acierto. Murakami recoge la canción de los británicos y la conjuga junto a la parsimonia del Waltz for Debbie de Bill Evans, la invariable presencia de Miles Davis o el piano de Thelonious Monk, siempre dispuesto a interpretar Round Midnight, en esta u otra novela. El ruido de los jazz cafés, el humo de unos cigarrillos Seven Stars —presentes para recordar el pasado fumador de Murakami, transformado en corredor de maratones y triatleta—, o un Proud Mary que se cuela en este despiadado retrato del amor y la condición adolescente, completan su obra más laureada.

Pinceladas de swing, improvisación y carácter que han contribuido a dar forma a las historias de Murakami, empapadas de predilección hacia una determinada música, cine y autores. Un compendio cultural que juega su papel a distintos niveles en los que lo menos reseñable es si el lector lo interpreta como anecdótico o como guía espiritual hacia el universo murakamiano —por servir, sirve hasta para tachar de pedantería a los personajes de Sputnik, mi amor cuando mencionan a Kerouac, Marx o el cine francés--. Lo importante es que existe y no deja de ser estimulante a la lectura, incluso en su expresión más simple: la de una lista musical que acompañe nuestras incursiones literarias.

Hace algo más de dos años que incluí definitivamente el jazz en mi rutina musical. Ocurrió mientras leía a Haruki Murakami y, más concretamente, mientras leía Kafka en la orilla. No es que sea un libro especialmente reseñable bajo un punto de vista de lo indispensable en una...

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