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Iban en el taxi por la calle Velázquez de Madrid, camino del aeropuerto. Milton dijo:
--Estoy hasta los putos cojones.
Kelvin iba callado y mustio. Debían haber tenido una gorda porque uno estaba reconcentrado en la conducción y el otro tenía la mirada puesta en Babia. Llevaba la mano agarrada al marco de la puerta, los dedos se alargaban por el techo, de tanto en cuanto redoblaban. Milton giraba entonces la mirada para fulminar a su amigo, que le ponía cara de perro pachón, casi como pidiéndole consuelo en medio de una refriega. Luego estaba el ruido de la calle, inapreciable casi: era domingo a mediodía. El 60% de los habitantes del barrio de Salamanca debía estar ya metido en un bar, tomando un aperitivo; habría un 10% de perezosos, medio dormidos por los pasillos de sus casas o, incluso, todavía en la cama, remoloneando; digamos que un 15% estaría en misa, incluso en la cola de la comunión en ese preciso instante, debía ser ya la una y media; algunos salieron al Retiro a dar un paseo, un minúsculo porcentaje, del 1% o menos, quizá hubiera tenido que trabajar y, bueno, seguramente tres o cuatro se habrían metido en una exposición. Los demás sacaron a pasear al perro.
Se trataba, pues, de una atmósfera tan plácida que resultaba irritante que aquel taxi fueran pegando acelerones y bajara de pronto la velocidad hasta casi quedar parado, luego de nuevo el ruido del motor, vuelta a lo mismo. Más que rodar, era un vehículo que tosía. O que ladraba. Pero a la altura de María de Molina algo debió pasar porque, en cuanto tomó la calle y enfiló hacia el aeropuerto, moderó sus aspavientos y rodó a un paso correcto. Fue cuando los amigos se callaron, cuando Kelvin agarró el marco de la puerta para sostenerse de alguna manera y cuando le dio por repicar con los dedos.
Un semáforo los detuvo antes de que cruzaran Francisco Silvela, al frente y en diagonal del metro de Avenida América. Milton apagó el motor, sacó la llave, abrió la puerta con extrema parsimonia, salió del coche, se apoyó en el marco de su ventana, introdujo hacia dentro una cabeza furiosa, esa cabeza furiosa abrió la boca pero no llegó a gritar sino que habló en un susurro. Dijo, más o menos, con buena entonación, casi con dulzura:
--O dejas de dar esos santos golpecitos, que están empezando a despertar en mi interior los peores instintos de una fiera salvaje, o me voy a dar la vuelta, y empezaré a caminar sin rumbo fijo, pero con las llaves del coche en los bolsillos y con la mejor disposición para darme la vuelta en un santiamén y molerte a palos a poco que sintiera que te acercas a mi por la espalda. Tú decides.
--Perdona, Milton--, dijo Kelvin de inmediato. --Mira mis manos, aquí juntas, apoyadas en mis rodillas, las amarro a mis rodillas si prefieres. Di lo que quieras, que me calle y me callo. Que hable y hablo. Ya no pienso tamborilear en el techo jamás en mi vida. Ni en mis piernas, ni en ninguna parte. Imagina que ya no existo, pero sigue adelante por favor. Pensé que era bueno, un pequeño redoble de tambor, como si fuéramos a la batalla, para no perder el ánimo.
Milton lo atravesó de nuevo con la mirada, levantó la mano y la abrió, la agitó un poco, parecía que lo estaba amenazando, como se amenaza a un niño al que no se va a pegar nunca. Volvió a abrir la puerta, entró en el coche, puso la llave, etcétera. Cuando estaban llegando al aeropuerto, Kelvin dijo:
--Bajamos los dos, ¿no?
--Sí, bajamos los dos, pero el que ahora da las órdenes soy yo. A ver, ¿cómo es esa señora que tenemos que recoger? ¿En qué avión llega? ¿Cómo vamos a reconocerla?
Kelvin dijo que viajaba con un traje verde claro de dos piezas, camisa clara, unos pequeños tacones, que sólo traía equipaje de mano y que al parecer llevaría el pelo amarrado por detrás en un pequeño moño.
--La maleta es de esas cuadradas, de lona, con rueditas. Parece que se le ha dicho que, cuando salga, doble a la izquierda y se ponga a caminar impertérrita. Como si conociera el camino. Y ahí la abordamos.
--Tú y yo, a partir de ahora, como si no nos conociéramos. Me ocupo yo, tú mantente a distancia, observando. Si pasara algo, te pones en contacto con Moritz de inmediato. Y espero que él sepa qué diablos hacer. Oficialmente, a mí me encargaron que fuera a recoger a una señora, y punto. ¿Cómo se llama?
Kelvin le dio el nombre y buscó también en su chaqueta un papel donde tenía apuntado el vuelo. Se lo entregó. Milton leyó que procedía de Santa Cruz de la Sierra y que el avión estaba a punto de aterrizar.
--Vamos. Y no te pierdas, ni te entretengas, ni hagas otro cosa que no sea seguirme de lejos. Cuando la señora entre en el taxi, tú te acercas y te metes también en la parte de adelante. Ya la acomodaré yo atrás.
Milton dejó el coche en el aparcamiento, prefería no competir con otros taxistas. Evitar, sobre todo, llamar la atención. Kelvin era más bien partidario de que el coche lo esperara encendido en la puerta más cercana, y ocuparse él de la señora. Pero estaba encantado de que las cosas hubieran cambiado. Tenía razón Milton. El taxista, al fin y al cabo, era él. Nadie sospecharía.
Milton averiguó delante del panel de información la sala de llegada, comprobó que el avión acababa de aterrizar y se dirigió con paso firme a esperar a la extraña. Localizó, de paso, a Kelvin. Estaba detenido a unos siete u ocho metros, las manos en los bolsillos, miraba el techo y silbaba. Un perfecto idiota, pensó Milton. Siempre igual. Pero no era el momento de enfadarse.
Se puso a una cierta distancia de las puertas por las que enseguida aparecerían los viajeros. Y aprovechó para observar cómo Kelvin se metía en una tienda de periódicos, revistas y chucherías. Cuando volvió la vista un rato después, comprobó que la cabeza de Kelvin asomaba ostentosamente por detrás de una columna. Está vez sonrió medio irritado, pero no le dio tiempo a mucho más porque empezaron a salir los pasajeros.
La señora tardó unos minutos, pero Milton no tuvo la menor duda de quién era en cuanto la localizó. Era bajita, gordezuela, vestía de verde claro, llevaba el moño y la maleta, caminaba con un poco de dificultad por los tacones. Se adelantó, para abordarla un poco más adelante, e hizo un barrido minucioso por las cercanías, no fuera a detectar ninguna anomalía. El mundo seguía adelante, la gente caminaba, un par de policías andaban por ahí pero desentendidos de la señora y, ¡vaya!, Kelvin saludaba efusivamente a una pareja de amigos, este sí ya desconectado de lo verdaderamente importante. Milton lanzó un improperio interior, pero prefirió tirar adelante.
Se hizo al encontradizo con aquella mujer.
--Perdone--, le dijo, --¿es usted la señora Quintanilla?
--Soy yo, vayámonos cuanto antes, no puedo más de calor.
Milton se ocupó de la maleta, le extendió el brazo a la señora, que lo tomó encantada, y enfilaron hacia el aparcamiento como si fueran una pareja de turistas recién llegada.
Iban en el taxi por la calle Velázquez de Madrid, camino del aeropuerto. Milton dijo:
--Estoy hasta los putos cojones.
Kelvin iba callado y mustio. Debían haber tenido una gorda porque uno estaba reconcentrado en la conducción y el otro tenía la mirada...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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