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Persiguiendo a Barceló

El artista de Felanitx enseña su penúltimo trabajo pictórico en París antes de zambullirse en un mano a mano con Picasso

Miguel Mora París , 30/04/2015

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Miquel Barceló es una fuerza de la naturaleza. Submarina, terráquea, espacial, telúrica. El duende entra por los pies, decía Lorca. El niño inquieto de Felanitx sigue siendo a sus 58 años un tipo curioso y pegado a la tierra, un artista las 24 horas al día. Entregado, apasionado y cercano, cultísimo pero nunca jactancioso, Barceló siempre anda metido en diez universos distintos, como si fuera una docena de artistas a la vez: Pintura. Barro. Esculturas. Cúpulas. Altares. Cuevas. Fondos submarinos. Tierra. Termitas. Peces. Retratos -los últimos, diabólicos, los pinta con lejía sobre un lienzo negro--. Animales disecados, escayolados o esculpidos. En su estudio parisiense tiene una cabeza de rinoceronte que se zampó una vez en Malí ("el lugar que más añoro"). Los últimos cuadros están poblados por monstruos tiernos: cefalópodos cocidos en pigmentos naranja. Sepias que nadan relajadas sobre una enorme capa de pintura. El ojo de un pulpo que mira desde el fondo del lienzo. Un melón que parece un planeta...

Luego está la vida: los amigos, los admiradores, las mujeres, la comida, el fútbol, el amor. Barceló aparece con una joven tailandesa, llamada Rose. Alta, guapa, andrógina y de voz grave, parece salida de un cuadro de Gauguin. "La conocí en París y además de todo es una gran cocinera", la presenta sonriente Barceló mientras prepara un café con Amazona y Caña, dos mejunjes de inmediato efecto energético. El pintor está bastante más delgado -"es que ahora me levanto a las siete de la mañana para trabajar"--, y se le ve feliz, aunque el noviazgo venga con algún efecto colateral imprevisto. El padre de Rose les ha regalado un elefante vivo para festejar la noticia. Si el romance acaba en boda, resulta difícil imaginar a qué tamaños llegará la generosidad thai.

Es sábado a las tres de la tarde en París, y Barceló está como una moto, se diría que tuviera 17 años. Por la noche inaugura su nueva exposición en la galería Thaddaeus Ropac, a dos cuadras de su casa, pero ahora lo importante es otra cosa: en media hora juega el Barça con el Espanyol. El artista prefiere soslayar la exposición --"es mi trabajo reciente pero todo va muy deprisa; si ves el estudio ahora parece de otro artista"--, y mientras caminamos hacia un bar con televisión con su amigo Tobias Mueller, va contando recuerdos de Warhol -que le pintó un pedazo de retrato nada más conocerlo, siendo Barceló una promesa imberbe--, y del Nueva York salvaje de los años 80: "Comprabas crack por un dólar y a la primera calada te enganchaba... Me acuerdo de que Leo Castelli me pagó 20.000 dólares en metálico y nos los gastamos en una tarde comprando ropa para Cecile [la madre de sus hijos]. Qué disparate".

Barceló es también, de manera más disfrutona y estética que fanática, el Barça y Messi, al que adora como a Picasso, una de sus grandes inspiraciones y ahora también su último reto: el pintor mallorquín dialogará mano a mano con el genio de Málaga el próximo otoño, colgando sus obras junto a las del artista que mejor conoce, en el Museo Picasso de París. "Descolgaré algún cuadro suyo y colgaré alguna cosa mía. A ver qué pasa...".

El flamenco, con Camarón y Rancapino como referencias, es otra de sus grandes pasiones. Y sus hijos, chico y chica: ella parece que será artista, y algunos dicen -él mismo-- que tiene más talento que él. Los amigos, incontables, aparecen en todas las lenguas y colores posibles, por todas partes. De Malí. De Mallorca. De París. De Brasil. De Madrid, como sus galeristas españolas, Las Elviras (Elvira González, Elvira junior, Isabel), que le siguen con fervor inquebrantable por el mundo.

Este Barceló maduro y camaleónico, siempre fresco y potente, jugón y experimental, es también la quietud abigarrada de su estudio, una obra de arte en sí mismo, situado en el cogollo del barrio de Le Marais, bajo su casa y su oficina, gobernada por la eficiente Victoria Comune, donde guarda algunas joyas -entre otras, el regalazo de Warhol-- que le convierten, también, en coleccionista exquisito.

En este estudio solo hay pintura y restos de bichos; en el otro, una nave situada en la periferia sur de París, Barceló pelea con la cerámica. Pero también está la casa de Mallorca, donde pasa largas temporadas, un paraíso con perros, cerdos, verduras de la huerta y una montaña mágica; y la barca donde navega y bucea. Y, siempre, la poesía a cuestas: la devora en varios idiomas, y se sabe de memoria docenas de poemas.

Llegados a este punto, hace falta confesar lo inconfesable: Barceló concedió una entrevista a CTXT -medio del que es consejero editorial-- el 24 de abril, con motivo de la inauguración de su exposición, titulada con una palabra "michauxiana": L'Insechèssement. Lo insecable. Lo que nunca se seca. O la sepia que no seca. El periodista llegó puntual a la cita; el artista, también. Pero la entrevista no se produjo. Fue más bien una persecución sin final. Una conversación a retazos. Un fracaso gozoso.

Lo que hubo se puede ver en el movido vídeo incrustado aquí arriba. Una charla fugaz, trufada de ideas sobre su arte y su manejo de la materia -"en los cuadros hay muchas más cosas debajo que en la superficie"--; menciones a algunos amigos comunes -"voy a visitar a Rancapino en cuanto pueda, es el último grande que queda vivo"--, un veloz repaso a la corrupción española -"es como el jamón: la grasa llega a todas partes. Los países que salen de dictaduras militares y tienen un fuerte elemento religioso suelen ser profundamente corruptos. Sin querer, o queriendo"--. Y sus planes de ir a Berlín a ver su cuarta final de Champions, "si la juega el Barça, claro".

Y después, la cena y la fiesta en Maxim's -melón con jamón, solomillo y licencia para fumar--. Digna, si no de las juergas flamencas que se corría Picasso, de una buena soirée de Toulouse-Lautrec. Sin orgía. Pero con mucha más gente: allí estaba parte de la familia de Felanitx. El hijo del artista con su novia francesa. La mallorquina agitanada que le prepara los pergaminos. Su amigo Jordi Mollá, que no sabe ya si es pintor o actor, con la dulce Laetitia. El cineasta underground Adolpho Arrieta, recordando sus años mozos, ahora que vuelve a París para rodar La bella durmiente -con producción de Nathalie Trafford--. Las Elviras, amorosas presidentas del club de fans. El risueño Tobias Mueller, galerista de Bischofberger, la casa madre suiza que gestiona la obra del pintor español más cotizado.

También estaba un señor de Murcia llamado Kuki Keller, a los mandos de la mesa de mezclas desde su móvil multiusos. Una flaca y elegante exbailarina haciendo sus pliés con tacones de aguja. El ángel motero Alberto García Alix, falso duro, danzarín de gran clase. Y una muestra de la mejor fauna y flora del decadente Paris la nuit... Con decir que Sophie Calle y Laurie Anderson no pudieron asistir a la cena por falta de plazas...

Entre combinados y bailables --como entreverán en las imágenes, Barceló baila a compás sin el menor compás--, la noche dejó una sola certeza que quizá habría gustado a Enrique Vila-Matas, autor del sublime texto que ilustra el catálogo de la exposición -y que, lamentablemente, no podemos citar porque el libro decidió quedarse en Maxim`s--: la flota de camareros del mítico cabaré de la Rue Royal sigue en plena forma. Sumarán un milenio entre los siete, pero qué profesionalidad. Qué forma de detectar el solomillo crudo bajo la salsa de vino. Qué manera de servir mil copas sin derramar una gota ni una sonrisa.

Como decía el clásico, París es mucho París. Y Barceló, demasiados Barcelós.

Ahí viene uno de ellos, dando botes como si tuviera 15 años. 

-Qué buena entrevista hemos hecho, Miquel.

-Pero a cambio tienes una película estupenda, ¿no?

(Y así fue como nacieron los Movilajes --reportajes filmados con un móvil-- de CTXT). 

Miquel Barceló es una fuerza de la naturaleza. Submarina, terráquea, espacial, telúrica. El duende entra por los pies, decía Lorca. El niño inquieto de Felanitx sigue siendo a sus 58 años un tipo curioso y pegado a la tierra, un artista las 24 horas al día. Entregado, apasionado y cercano, cultísimo pero nunca...

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Miguel Mora

es director de CTXT. Fue corresponsal de El País en Lisboa, Roma y París. En 2011 fue galardonado con el premio Francisco Cerecedo y con el Livio Zanetti al mejor corresponsal extranjero en Italia. En 2010, obtuvo el premio del Parlamento Europeo al mejor reportaje sobre la integración de las minorías. Es autor de los libros 'La voz de los flamencos' (Siruela 2008) y 'El mejor año de nuestras vidas' (Ediciones B).

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