Tribuna
El Califato Islámico, EEUU y la destrucción del patrimonio cultural en Irak
Fernando Báez 12/03/2015
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"No hay modo de vencer al mal, apenas podemos olvidar temporalmente su presencia", dijo entonces el maestro sufí en la ciudad de Bamako, en Malí, días después del golpe de Estado en marzo de 2012, y tuve que esperar tres años para comprender esa frase pesimista por completo.
No he podido, como Borges, jactarme de leer sin consecuencias: la biblioteca donde me refugiaba en mi infancia fue devastada por la inundación del río Orinoco en San Félix de Guayana; mientras leía en Bagdad quemaban la Biblioteca y el Archivo Nacional; la mayoría de libreros que buscaba en Yemen para obtener datos sobre El Corán estaban en el exilio, en Reino Unido, en 2011 bajo el temor a ser expulsados por pertenecer a las organizaciones que los perseguían, y lo más triste es que habían vendido sus libros a precio de saldo para ser utilizados como materiales de defensa al igual que se hizo en Madrid durante la Guerra Civil.
En todas las épocas, sin excepción, el mundo que rodea a los libros y al arte es frágil y proclive al olvido. Dado que uno es lo que recuerda que es, ante todo, me viene a la memoria ese día de otoño en que una traductora jordana me comentó en Cambridge que sólo el 13% de la literatura árabe o persa tiene versiones en castellano. No salí de mi asombro porque mientras aparecía mi obra Los primeros libros de la humanidad (Fórcola, 2013), expresé públicamente mi admiración por las rutas comerciales caravaneras transaharianas que fueron también caminos de textos hacia el epicentro de lo que es hoy la Europa profunda.
La Edad Media, que conocemos como tal, es un legado primordial de Oriente Medio. En Qayrawân, Alejandría, Bagdad, Teherán, Damasco, están las bases casi ya irreconocibles por conflagraciones y desidias inaceptables de un movimiento de intercambio de ideas que fortaleció la reflexión científica y filosófica europea a través de las obras de Avicena, Avempace, Ibn Jaldún, Averroes, Hunain Ibn Ishaq, Avenzoar, Ibn Tufayls, Ibn Sa`id y muchos otros.
Ahora, en la era de la globalización donde se acelera el síndrome de fatiga crónica de información, hay algo de asombro inocente ante el desastre cultural que sufre Iraq como si se tratara de un hecho excepcional, inexplicable, y el memoricidio cometido por EEUU en 2003 pudiera simplemente olvidarse, en un acto de Damnatio Memoriae, esto es, Condena de la Memoria, el recurso usado por los romanos para silenciar un recuerdo incómodo.
Hace doce años, denuncié que EEUU provocó la destrucción del 60% de los documentos del Archivo Nacional y archivos regionales y el 45% de los libros además del robo de asentamientos arqueológicos. El Museo Arqueológico de Bagdad sufrió saqueo de piezas fundamentales que, en su mayoría, nunca aparecieron, y lo mismo el Museo de Mosul y las ruinas de Babilonia. Unos 100.000 asentamientos fueron presa del vandalismo más tenebroso. Esa denuncia fue hecha ante la Unesco y un año después EEUU reingresó a la organización tras décadas de repudio de los objetivos de esa organización.
Hay tal amnesia inducida que casi no se menciona que Mosul, al norte de Iraq, era en 2003 una ciudad de un millón de habitantes; en 2015, apenas, tiene 200.000. Durante la invasión de EEUU, el Museo de Mosul, fundado en 1921, era un edificio inerte y mientras lo visité encontré un ambiente tenso. Baste con comentar que las únicas estatuas que se salvaron fueron las que pesaban mucho, porque no pudieron ser fragmentadas. A diferencia de la Exhibición en Bagdad, la de Mosul tenía menos piezas, pero no menos substanciales.
El antiguo director, Manhal Jabr, hoy execrado, me recibió apenado y desmoralizado. Hombre seco y directo, reconoció que no pudo hacer nada para evitar el pillaje de numerosas obras de origen asirio. Entre otros objetos, desapareció el busto del rey Saqnatrop II o las figuras de pájaros talladas por los asirios hace más de 2.000 años. El primer piso, donde estaban la biblioteca y las oficinas, había sido vaciado. Los anaqueles, forzados, contenían hojas arrancadas y libros estropeados. Fue conmovedor ver en ese tiempo cómo la Biblioteca de la Universidad de Mosul había sido atacada, aunque la presión impidió su deflagración.
Ese panorama calamitoso que pude ver en 2003 se está repitiendo en Iraq de modo fatal, con la diferencia de que ahora se trata del fanatismo iconoclasta del grupo Da´esh y no de la codicia de los grupos corporativos que apoyaban la invasión impune de George Bush, responsable directo de la guerra civil que sufre el país.
Hay activistas independientes de nacionalidad asiria y kurda, con quienes mantengo contacto permanente, que aseguran que en 2014 ya había síntomas de lo que pasaría cuando fue demolida la tumba del Profeta Jonás. En 2015, miles de yihadistas del autoproclamado Califato Islámico han repetido acciones de destrucción de santuarios como sucedió con los milicianos en Malí que atacaron bibliotecas y monumentos culturales, o el Frente rebelde que atacó la aldea aramea de Malula y la fortaleza de Alepo, una extraordinaria ciudad convertida en la interpretación siria de Dresde en la Segunda Guerra Mundial.
En febrero, los yihadistas arrasaron 4.000 libros raros en la Biblioteca de Mosul, y esto no los contuvo. Al día de hoy han causado saqueos, tráfico ilícito de bienes culturales para financiar actividades de células y destrucción en sitios emblemáticos como Hatra, lo cual ya ocurrió antes; hay vandalismo en los vestigios de Dur Sharrukin (hoy parte de Jorsabad); lo mismo ha sucedido en Nimrud, una zona muy sensible para Occidente por su dependencia con el lugar donde aparecieron las tablillas del Poema de Gilgamesh y el Enuma Elish, la tierra donde rigió Asurbanipal, el primer coleccionista de libros del mundo. Nimrud, conviene destacarlo, es una antología de historias que culminan en el asentamiento cercano de Nínive, hoy en riesgo.
Nimrud llegó a ocupar 41 kilómetros cuadrados, con un santuario a Ninurta, un espectacular zigurat, una gran ciudadela con muros y el Palacio Real, así como tumbas de reyes y reinas con tesoros fabulosos que sobrevivieron milagrosamente en los sótanos del Banco Central de Iraq en la época de los bombardeos a Bagdad en 2003. El ataque a estatuas de yeso o reales que hemos observado en vídeos divulgados por miembros del Estado Islámico es una visión sesgada y anacrónica de la azora 21 de El Corán contra la idolatría.
El yihadismo sunní de Da´esh, nombre de quienes proceden del cisma de Al Qaeda, es un problema más complicado de lo que parece por su descentralización y el espacio geográfico donde se mueve entre Raqqa y una franja inestable que se extiende debido al pacto con Boko Haram, principal organización terrorista en África. La base del nuevo extremismo está en La gestión de la barbarie (Idarat al-Tawahhush), obra de Abu Bakr Naji que circuló en 2004: el deber de infligir la humillación total a un enemigo que los yihadistas consideran que lesionan al pueblo árabe y el Islam. El lema del Estado Islámico es "Permanecer y expandirse" y para cumplir este fin destruyen todo lo que consideren que suponga un obstáculo material, cultural, religioso o económico en su avance. Esto implica extorsión, secuestro, violación de los derechos humanos, memoricidio y negación de raíces pre-islámicas. Esta fiereza se ve como una etapa de transición que combate las absurdas bases que permitieron el Acuerdo Sykes-Picot, firmado el 16 de mayo de 1916, y la presencia de EEUU en el control de los recursos energéticos.
El público de hoy, moderado en su mayoría por la evangelización paradójica de la violencia audiovisual como entretenimiento, aún se escandaliza porque queman gente, incineran libros, arrasan museos y santuarios, persiguen cristianos, atacan símbolos como el semanario Charlie Hebdo en París y planifican atacar España (un objetivo por lo que representa Al Andalus); sin embargo, no veo una exigencia suficiente para contribuir a resolver de forma integral el problema. Más allá del estremecimiento legítimo y la preocupación, hay una idea equivocada de que todo se resolverá mágicamente y la sensación de que quienes originaron los problemas en 2003 van a solucionarlos.
Iraq es un símbolo del daño que provoca la negligencia en los pueblos y el certificado de la escasez de reformas radicales en la ONU, donde se asfixian los reclamos democráticos de las nuevas sociedades globales. Detrás de la violencia cultural actual del Estado Islámico, hay miles de refugiados de la guerra civil que causó la dictadura de Siria, hay miles de jóvenes decepcionados de la xenofobia europea que han sido manipulados hacia el rencor; además hay todo un movimiento de descontento generacional en Medio Oriente que la Primavera Árabe apenas mostró superficialmente. Cuanto menos se invierta en educación, cuanto menos se invierta en investigación rigurosa, mayor será la magnitud del odio y la confusión de la juventud.
Nunca es tarde cuando ya no queda tiempo, solía decir mi padre, y el mundo vive justo ese instante limitado, caótico y triste ante la gran ola de conflictividad que viene en camino en países como Yemen, Libia, Argel, Kenia, Somalia, Nigeria, Malí, Baréin y, por desgracia, la región de Iraq, que debería al menos esta vez ser una oportunidad para que termine la hipocresía ante el cataclismo interminable de la cuna de la civilización occidental.
Fernando Báez es autor de La destrucción cultural de Irak (Flor del Viento, 2004. Prólogo de Noam Chomsky) y de Nueva historia universal de la destrucción de libros (Destino, 2014).
"No hay modo de vencer al mal, apenas podemos olvidar temporalmente su presencia", dijo entonces el maestro sufí en la ciudad de Bamako, en Malí, días después del golpe de Estado en marzo de 2012, y tuve que esperar tres años para comprender esa frase pesimista por completo.
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